Cuando el inefable Claudio “Chiqui” Tapia contrató como técnico de la Selección argentina de fútbol a ese extraño personaje de conducta hipercinética y confusa verborragia que es Jorge Sampaoli, lo definió como “el mejor técnico del mundo”. Casi un año antes el presidente Mauricio Macri había calificado a su gabinete como “el mejor equipo de los últimos cincuenta años”. Corrían los años 2016 y 2017 y, tanto en el fútbol como en la vida, solo cabía servirse un trago, buscar un cómodo sillón y esperar brotes verdes, campeonatos, copas, inversiones y admiración mundial. El típico delirio de grandeza argentina es una patología a la que siempre se la subvaloró. Así como Sampaoli desprecia a la psicología como una herramienta que podría ayudar a tratar los puntos débiles en la personalidad individual y colectiva de los jugadores, para potenciar la dinámica del grupo, hay un pensamiento mágico infantil instalado en el ADN nacional que una y otra vez lleva a creer que Dios es argentino y que, cuando despierte de su siesta, se encargará de solucionar todo aquello que está descalabrado en estas tierras. Solo hay que esperar y cada tanto envolverse en la bandera y hacer el aguante. No olvidemos que estamos condenados al éxito. Dulce condena que pone miel en los sucesivos e interminables fracasos.
Pero ahora estamos en el flamante invierno de 2018, aquellas bravatas del 2016 y 2017 solo sirven hoy para crueles memes, y bien podríamos llamar a este tiempo “el invierno de nuestro descontento”, frase con la que se inicia Ricardo III, una de las grandes tragedias de William Shakespeare, quien sí fue, sin duda, el más grande dramaturgo de los últimos quinientos años (murió en 1616). ¿Qué es lo que no funcionó, a pesar de los dólares del FMI, cuyos costos reales y sociales (no los de los galimatías de economistas que siempre erran) desconocemos, y cuando el Mundial de Rusia ya es un grano en el alma futbolística? Lo de siempre. Falló el pensamiento mágico.
El Presidente creyó, asesorado por un sofista que parece ser el Sampaoli del marketing político, que no convenía decir la verdad, a pesar de haber prometido que siempre la diría. Y, además, se ufanó de que no era necesario un plan B, debido a la infalibilidad del A. A su vez Sampaoli, con el permanente aval del nuevo dueño (¿o testaferro?) de la AFA, desplegó frenéticamente todos los planes posibles, desde el A hasta el Z, rogando que lo salvara el único que no dependía de él. El plan M, de Messi. Un plan largamente sobrevalorado.
Confiar en la providencia, y como consecuencia en figuras providenciales, es una característica bien argentina que lleva a estrellarse una y otra vez contra la misma piedra, así en la política como en el fútbol y en casi todo. La contraparte, que también suele darse en todos esos campos, es confundir fundamentalismo y rigidez con planificación y estrategia. Ni hablar de la manía de acomodar las explicaciones a los resultados. Esta lleva al nuevo presidente del Banco Central (y, según él, inocente gestor de fondos offshore) a decir que la crisis cambiaria de junio, con sus secuelas y costos sociales, es lo “mejor que podía habernos pasado porque nos llevó al Fondo”. El tiempo dirá si esta palabra mantiene la mayúscula.
Semejante declaración parece convertir un manotón de ahogado en sesudo plan largamente previsto. La manipulación de ideas y palabras bien podría hacer que fueran “Chiqui” Tapia o Sampaoli los autores de la frase de Caputo. A esta altura del partido no se hubiera notado la diferencia. O sí. Porque al final del día las frustraciones futbolísticas solo dañan a sponsors, a la televisión, a las arcas de la AFA y a los fanáticos que deben volver a la vida real. Pero los continuos fracasos económicos (correr de urgencia a timbrear en el Fondo es un fracaso económico) tienen consecuencias más graves, que, desde la mala praxis en la materia y la improvisación política, se suelen ningunear. Hasta que llega la factura y se acaban los sueños de eternidad. En el fútbol y en lo demás.
*Periodista y escritor.