DEPORTES
ever moriena

Correr para escapar del horror

Un veterano de Malvinas solo piensa en suicidarse. Pero evita el disparo y empieza a correr. Y a competir. Participa del ironman y del ultraman florida. Hasta que organiza su propia carrera, la mas extrema del mundo. ”El deporte me salvo la vida”, confiesa.

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Un veterano de Malvinas solo piensa en suicidarse pero evita el disparo y empieza a correr. Y a competir. | salatino

Ever Moriena no recuerda exactamente la fecha en que decidió suicidarse. Sabe que fue una tarde de 1984, una o dos semanas después del 2 de abril: durante esos días en los que muchos ex combatientes argentinos de la guerra de Malvinas vuelven a pensar en la derrota; en que creyeon que volverían como héroes y los recibieron como delincuentes; en que viajaron con una idea –“victoria o muerte”–, pero volvieron vivos y sin haber ganado nada.

Frente a lo que muchos suponen, cree Moriena, la decisión de suicidarse no se toma de un día para el otro. Los verdaderos suicidas sufren en silencio. Algunos, durante semanas o meses. Otros, a lo largo de los años. La posibilidad se transforma en decisión, como la fruta que con el tiempo pasa de verde a madura. Aunque no existen datos oficiales, las organizaciones de ex combatientes de Argentina estiman que, en los treinta y cinco años siguientes a la guerra de Malvinas, se suicidaron entre 400 y 500 soldados que participaron en el conflicto. Casi tantos como los 649 que murieron en 1982 durante los 74 días de combate contra los ingleses.

Cree Moriena, el suicida no se mata cualquier día sino cuando encuentra el momento. El lo encontró esa tarde de abril de 1984 en la pensión donde vivía, cuando trabajaba como policía de la provincia de Córdoba. Después de bañarse, se dio cuenta de que no quería sufrir más. Lo venía pensando desde hacía mucho: al menos unos seis meses. El día anterior, luego de que lo llamaran por radio, había llegado a la casa de un desconocido. Lo encontró muerto en el piso del comedor. El hombre se había disparado en la cabeza con una escopeta. El techo estaba manchado con pelos mezclados con sangre, las paredes salpicadas con masa encefálica. Pensó Moriena: no me gustaría que mi madre viera esto de mí. Lo iba a hacer de una manera menos ostentosa.

Después de bañarse, se sentó en la cama.

Sacó el arma reglamentaria del cajón de la mesa de luz y se recostó. Buscando que la escena conservara cierta discreción, detrás de la cabeza se puso la almohada. No quería un enchastre. Con la pistola en la mano se preguntó: ¿es éste el momento? La pensión parecía quieta. Se respondió: “Es éste”. Abrió la boca y, con la formalidad que impone la muerte, se acercó el arma a la cara. En ese momento, escuchó los tres golpes en la puerta.

Hizo silencio, esperando que quien golpeaba se fuera. Otros tres golpes. Pensó: “Puta madre, no me puedo ni matar tranquilo”, y preguntó: “¿Qué pasa?”. Un compañero de trabajo quería verlo. “Ahora no puedo. El lunes hablamos”, dijo Moriena. El hombre insistió. Moriena se incorporó, guardó el arma en el cajón y fue a abrir la puerta. “¿Estás bien? ¿Querés que tomemos unos mates?”, le dijo el otro al verlo tan pálido. “Sí, sí, andate”, respondió él. “Bueno, pero antes firmame este papel que quedó pendiente”, dijo, y sacó un formulario poco importante que podría haber sido firmado en cualquier otro momento.

Después de firmar, de que el hombre se fuera, Moriena volvió a sentarse en la cama. Pero la calma ya no estaba. El momento había pasado.

—Nunca más volví a sentir esa tranquilidad –dice ahora Moriena, 55 años y los músculos marcados. Está sentado al costado de una ruta de la provincia de Córdoba, controlando el pase de los corredores de la 602K, la carrera que él inventó y que organiza cada dos años. Lleva bermudas y una pechera amarilla fosforescente. En cada gemelo tiene un tatuaje: en el derecho, el logo de la Ironman que ya corrió 11 veces; en el izquierdo, el logo de la 602K, su carrera.

Dirá después: el deporte le salvó la vida.

En 1983, con estrés postraumático, pudo entrar en la División Explosivos de la Policía de Córdoba.

—Me hicieron un examen psicológico y, aunque no estaba en condiciones, me dieron el uniforme y un arma reglamentaria: una locura total. Yo no estaba apto para eso. No hubo otro intento de suicidio, no consciente al menos, porque tomaba, fumaba y se drogaba con lo que había.

Un amanecer, el sol lo descubrió acostado en un baldío entre bolsas de basura. No recordaba nada de lo que había pasado la noche anterior. Se palpó la cintura: el arma estaba en su lugar. Al levantarse, pensó: “Pasamos más de cuarenta y cinco días en un pozo de agua, barro y ratas, con temperaturas de diez grados bajo cero y, después de todo eso, combatimos como fieras”. Pensó: “No pudieron matarme los ingleses, no voy a dejarme morir tan fácil”. Se dijo: “Si sigo así voy a ser uno más de los suicidas de la guerra”. Y decidió que iba a vivir.

Quizás, si hubiera tenido un caballo se le habría dado por la equitación, pero tenía un par de zapatillas. En 1986 no era común ver personas corriendo en la calle pero allá iba Ever, un kilómetro, sin frenar. Con lluvia o viento, dos kilómetros. Constante y continuo, cinco. Siete y se sentía bien. Diez. Había encontrado una motivación. Quince kilómetros, un sentido para vivir. Veinte, veintidós, veinticinco y así.

Empezó a entrenarse. Su casa, en la pequeña ciudad cordobesa de Río Cuarto, quedaba a cuarenta y cinco kilómetros de la de sus padres, en La Carolina del Potosí, un pueblo rural con apenas cien habitantes. Los domingos a la mañana guardaba en la mochila una manzana y una botella de agua y corría los cuarenta y cinco kilómetros en menos de cuatro horas. Llegaba, comía ñoquis con Osvaldo y Odilia, dormía la siesta y luego, la mochila sobre la espalda, volvía a correr.

—En menos de cuatro horas, noventa kilómetros, con una siesta en el medio y los ñoquis de la vieja.

En 2007, varios años después del nacimiento de su hija Quillén, quiso participar en el Ironman de Brasil. Pero no le alcanzaba la plata para viajar así que, el día de la competencia, cuenta, la hizo solo. En su ciudad y sin que nadie lo viera, nadó 3,86 kilómetros, pedaleó 186 y corrió la distancia de una maratón. Al año siguiente hizo lo mismo. Y al otro. Finalmente, en 2010, pudo viajar al Ironman de Hawai.

Moriena cree que el deporte de resistencia es el menos nocivo para la salud porque viene de nuestros ancestros. Dice que en la velocidad estamos limitados. Que el jamaiquino Usain Bolt puede correr cien metros en nueve segundos y ocho décimas pero una ardilla le gana. Que en resistencia, el ser humano es el animal más apto sobre el planeta: el que más distancia puede recorrer porque, a diferencia de todos los otros, además de transpirar puede comer e hidratarse mientras corre.

Con esa idea, cuatro años después quiso anotarse en una de las carreras más duras del planeta, el Ultraman Florida (en tres días: 10 kilómetros de natación, 420 de bicicleta y 84 de pedestrismo). Ese mismo año iba a ir a Sudáfrica a competir en el Ironman. Decidió, al volver, armarse un ultramaratón personal y exclusivo. Lo comentó en Facebook y recibió varios mensajes de personas que querían participar. Eligió el lugar: Villa General Belgrano. Había un lago, una ruta con poco tráfico, buenas condiciones y lindos paisajes. Un amigo le presentó al intendente. Se dijo Moriena: va a ser la carrera más extrema del mundo. Como un Ultraman, pero aún peor. La primera edición se hizo en mayo de 2014.

—Nadamos en el lago con una temperatura de 14 grados. Nos teníamos que poner cinta en los dedos para cerrarlos, porque por el frío se nos abría la mano y la brazada no traccionaba.

Compitieron diez hombres y una mujer. Sólo seis terminaron la carrera.

Al año siguiente volvió a hacerla. Siguió entrenando. No sólo el cuerpo: también la cabeza. Algunos viernes a las nueve de la noche, Moriena come una pizza y se va a dormir. Se despierta a las ocho de la mañana y, sin desayunar ni tomar agua, corre tres horas y media. Y mientras vuelve, se dice: “Me voy a comer un desayuno con frutas y yogurt y cereales”, pero unos metros antes de llegar: “No. Vamos a ir de nuevo”. Y al borde de la deshidratación, otras tres horas y media de ida.

La 602K se disputa en marzo, cada dos años. Es una carrera de cuarenta y cinco horas que el 60% de los inscriptos abandona. Una carrera personal y extrema: donde todos –hasta el que la gana– en algún momento se arrepiente de haberse anotado. Una carrera que, como dijo un competidor alguna vez, sólo se le podría haber ocurrido a alguien que sufrió lo que es estar en una guerra.