Hay presidentes buenos, presidentes regulares y presidentes malos. Y están los otros: los presidentes amigos de Grondona. Esos son los imprescindibles. El sistema funciona así: El hombre que hace 34 años preside la AFA tiene su poder blindado por personajes que lo escuchan, lo aplauden, le difunden la palabra, le endulzan los oídos y les piden plata para sus clubes. Grondona concede y las prebendas sellan un mecanismo sin grietas. Sin embargo, por debajo supura pus. Los focos infecciosos suelen brotar una vez que esos presidentes, hasta premiados más tarde con estatus FIFA, abandonan sus cargos en los clubes. Y aquel vínculo amistoso se transforama en un bumerán: los presidentes amigos, esos imprescindibles del sistema, llenan de goles en contra a sus clubes.
Obsecuencia debida. Cuentan dirigentes que no son del círculo aúlico de Grondona que les llamaba la atención actitudes de Germán Lerche. Que el entonces presidente de Colón se movía en AFA con una pose lindante con la alcahuetería. Cuentan que si bien no era un caso único, la evidente manera en que lo hacía despertaba rechazo. Cuentan ellos que intuían que lo hacía con un fin personal, pero la sospecha mayor radicaba en otro horizonte; dicen que Lerche pensaba que si adhería fervientemene al sijulismo, Colón iba a salir campeón.
De pasado radical, Lerche ganó lugar en la mesa chica de la AFA y hasta llegó a jactarse ante el periodista santafesino José Curiotto: “Julio me llama y me consulta temas ajenos a Colón. Me dice ‘¿estás en Buenos Aires? Bueno, venite que quiero hablar con vos’. Y es para ver cómo encaminamos temas vinculados al fútbol”.
Se confirmó ayer que las elecciones en el club santafesino serán el 22 de diciembre, un año antes de lo previsto.
Cuentan que a ese hombre de consulta le soltaron la mano. Que a Colón le van a descontar seis puntos por no pagarle al Atlante el pase de Juan Carlos Falcón en 2007 y que los actuales jugadores no cobran desde hace siete meses. Cuentan, también, que Lerche ya no tiene quién le escriba.
El custodio del tesoro. Carlos Portell llegó a la presidencia de Banfield a fines del siglo pasado. El club estaba en la ruina, jugaba en la B Nacional, hacía agua por todos lados. Portell se fue catorce años después, en 2012, y lo dejó igual: juega en la segunda categoría del fútbol argentino y tiene un pasivo de 120 millones de pesos. Entre aquel comienzo de gestión y la salida por la ventana del fondo hubo una parábola: Banfield se acomodó en los números, remodeló el estadio y ganó un torneo local por primera vez en su historia.
El común denominador que marca la presidencia de Portell es el estrecho vínculo que mantuvo con Grondona. Junto con José Luis Meiszner, Germán Lerche, Noray Nakis, Enrique Merelas y Héctor Domínguez, fue uno de los bastiones del todo pasa. Hasta que tuvo que renunciar a Banfield, por ejemplo, Portell fue tesorero de la AFA. Su gestión en el Taladro se benefició con adelantos de dinero por derechos televisivos, con indiferencia ante elecciones dudosas. A cambio de la incondicionalidad, claro. Es más: cuando abandonó el club del sur, expulsado por los hinchas y socios que padecieron la caída libre, Don Julio lo premió con un cargo en la FIFA: inspector de estadios en el mundo.
Se entiende por qué cuando acusaron a Grondona de haber recibido 78 millones de dólares para elegir a Qatar como sede del Mundial 2022, Portell dijo: “Lo conozco perfectamente, me toca ser tesorero de AFA y sé que no hubo un ingreso de ese tipo”. O cuando antes de la última reelección en el sillón de Viamonte, definió: “Grondona no solamente es el dirigente número uno de Argentina, sino del mundo”.
El juego de la silla. Deudas, internas políticas, inminencia de descenso; esas palabras repetidas del recitado de la era post Rafael Savino. Eran días en los que San Lorenzo iba por Caruso Lombardi, más una cuestión de fe en el técnico salvaequipos que la genuina búsqueda de un proyecto.
Carlos Abdo, histórico explotador de la publicidad estática en el fútbol local, no se animó a ir solo a la AFA. Ya hacía un año y medio que presidía San Lorenzo, pero apostó por Savino, el cheque en blanco de Grondona. El monto a pedir era siete millones de pesos.
Grondona los esperaba. Entró Abdo y detrás Savino, que era la debilidad de Nélida Pariani, la fallecida mujer de Grondona. Después de los saludos, el presidente de San Lorenzo amagó sentarse al lado de Don Julio. El señor de los anillos lo descolocó. “Rafa, acá sentate vos”. Savino, con un dejo de protocolo, se permitió corregir a su amigo. “Julio, el presidente es él”. Y señaló a Abdo. “Para mí seguís siendo vos”, sentenció Grondona.
Cuando Savino dejó su cargo, San Lorenzo tenía un pasivo de 120 millones de pesos. Un agujero negro que puso en jaque al club de Boedo. Un agujero que, mientras tanto, se tapaba con una mano: la del anillo del “Todo pasa”.
Maquillaje progresista. A fines de 2001, entre los reclamos sociales para que se vayan todos, José María Aguilar llegó a la presidencia de River como una bandera de la nueva política. Joven, simpático y sin pasado turbio, se hizo cargo de un club que tenía un pasivo de 48 millones de pesos. En sus primeros años, el fútbol del equipo brotaba: ganó tres Clausura al hilo. Sin apremios económicos ni futbolísticos, de a poco Aguilar se fue pegando a Grondona, lejos de aquella imagen de dirigente con ínfulas de cambio. Al final, el símbolo de la nueva generación fue otro incondicional del símbolo de la vieja generación. Cuando Aguilar dejó River, ocho años después, la deuda del club se había multiplicado por cuatro y el equipo estaba peleando por no descender.
Los aceitados vínculos de Aguilar en Viamonte redundaron en beneficios personales; fue vicepresidente primero de la AFA y después Grondona le consiguió un puestito en la FIFA: miembro de la Comisión Organizadora del Mundial de Clubes. El argumento de Grondona fue irreprochable: “Formó parte de una comisión que trabajó muy bien para el fútbol argentino”. La cuestión fue que mientras Aguilar recorría el mundo y cobraba en dólares, River se hundía en una deuda incontrolable y un descenso a la B Nacional.
Su caso replica al resto; el punto central no era Aguilar. Era el sistema, estúpido.