“Oy, oy, oy, oy, es el equipo de Ramón”, gritan los hinchas de Lanús plagiando el canto impuesto ya varios años atrás por la gente de River, pero que en este 2007 representó acaso como nunca antes una verdadera cábala además de un grito de guerra en las tribunas del fútbol argentino. Aunque, sin dudas, no fue sólo por el éxito que acompañó recientemente a su versión sanlorencista que el pegadizo cántico terminó de convertirse durante el actual torneo en una especie de nuevo “himno granate”.
De hecho, ya desde bastante antes de la llegada de Ramón Díaz a San Lorenzo el pueblo de Lanús se desgañita sindicando al suyo como “el equipo de Ramón”. Son dos años, concretamente, los que el público “granate” lleva entonando el cantito, que no tardó en comenzar a escucharse fuerte en las tribunas de Arias y Guidi después de que, en noviembre de 2005, el club se quedara sin técnico para su Primera División por la renuncia al cargo de Néstor Gorosito.
Fue entonces que, dando pista en Primera a varios juveniles que conocía bien por el trabajo que hasta allí cumplía como coordinador de las inferiores, Ramón Cabrero comenzó a escribir un nuevo capítulo de un romance iniciado muchos años atrás. Porque, a esa altura, ya hacía mucho que Lanús era “el equipo de Ramón”. Por lo menos, para el propio “Ramonín”, como es conocido allá en el sur el DT desde que, hacia finales de la década del ’60, se asomara a la primera “granate” como un prometedor volante derecho.
En realidad, la relación de Cabrero con Lanús se había iniciado en 1957, cuando orillando los 10 años de edad comenzaba a jugar en la prenovena del club. O incluso antes, dada la condición de “pibe del barrio” que adquiriera poco después de llegar al país desde su España natal con su familia en 1950, sin haber cumplido aún tres años.
Por eso, muchos lo conocían ya en la tribuna “granate” cuando, allá por 1967, apareció jugando por primera vez en el fútbol “grande” al lado de cracks con los que la entidad sureña no ganaba aún ningún título, pero dejaba boquiabierto a más de uno a fuerza de toques, triangulaciones y paredes.
Luego de ser parte de aquel gran equipo “granate” de fines de los ’60 en el que Angel Silva y Bernardo Acosta justificaban a pura pared su mote de “Los Albañiles”, en un ataque que también integraban hombres como Minitti, Pando y De Mario, Ramonín vivió la otra cara de la moneda al descender con su querido “grana” a la “B” en 1970. Para entonces, no obstante, su fútbol ya requería horizontes más altos, y fue así como, tras un breve paso por Newell’s en 1971, fue transferido al Atlético de Madrid, donde estuvo cuatro años.
También en España vistió más tarde las casacas del Elche y el Mallorca, hasta que a mediados de 1977 emprendió el regreso y apareció jugando el viejo Nacional de Primera para Independiente Rivadavia de Mendoza, donde poco más tarde comenzaría a desempeñarse como director técnico.
Ya en esa función, en 1984 volvió a “su” Lanús para intentar ascenderlo a Primera, en tiempos en que el club comenzaba a renacer luego de los años más oscuros de su historia. Si bien llegó a estar cerca de aquel objetivo, aquella vez no tuvo el éxito que buscaba, por lo que debió nuevamente buscar otros horizontes como el Deportivo Italiano al que sí condujo a un histórico ascenso a la categoría superior en 1986.
Sólo era cuestión de esperar unos años, no obstante, para que, más no fuera que como coordinador de las inferiores, Cabrero volviera al club que lo había visto nacer futbolísticamente. Y mucho menos tiempo aún iba a ser necesario para que, luego de su asunción como DT de emergencia al frente de la primera “granate” en reemplazo de Gorosito, el “oy, oy, oy, oy” comenzara a estallar en ese estadio en que el cemento reemplazaba ya en su totalidad a los tablones de sus épocas juveniles.
Como si de un designio mágico se tratara, efectivamente, el “efecto Cabrero” fue casi inmediato tanto en los campos de juego como en las tribunas, en las que los hinchas comenzaron a reeditar su viejo idilio con el DT en una clara muestra de identificación no sólo con el fútbol simple y vistoso que Lanús comenzó a mostrar, sino también con alguien a quien sabían bien “del club” y en el que por ende podían confiar sin temor a que los defraudara.
Así, con ese modo de conducirse basado en el respeto al jugador y a la pelota, Cabrero logró convertirse en dos años en símbolo ineludible de este Lanús que hoy es más que nunca “el equipo de Ramón”. Pero que en realidad siempre lo fue.