Las decisiones viven inevitablemente atadas a sus consecuencias. Y son parientas cercanas del elogio y de la crítica. Por algo cuesta tanto tomarlas. Y por eso los humanos nos equivocamos más veces de las que acertamos. No son asunto fácil. Y no siempre representan un drama. Sería un buen ejercicio descomprimir algunas cuestiones del deporte aceptando que las decisiones profundas tienen que ver con otros aspectos de la vida.
No somos tan sabios.
En gran parte del planeta, matamos el tiempo hablando de partidos de a todo o nada, del drama del descenso, del “grupo de la muerte”. Y de que el que pierde es poco menos que un imbécil. Y un cornudo.
Cuesta rescatar la cultura del juego. Al menos cuando se habla de deporte de alto rendimiento –y de cierto grado de profesionalismo–, todo se reduce a una batalla estéril entre el pregón de los que dicen que hay que ganar a cualquier precio y aquellos que soñamos con que el éxito sea una consecuencia y no una casualidad. Por lo general, las partes se quedan en el alarido y no tienen demasiados argumentos para justificar posturas. Especialmente los primeros: ¿de qué serviría explicar lo que significa “ganar a cualquier precio” si el concepto en sí ya está restringido a su mínima expresión? Además, en no pocos casos, la trampa se esconde detrás de un presunto pragmatismo.
Toda esta perorata cercana a la filosofía barata –disculpen la presunción– no es mucho más que una excusa para buscar una vía colectora para entrarle sin rigor espontáneo al fallido que fue el dobles argentino de ayer contra Brasil.
Conste que la idea de fallido no remite a la derrota en sí: hay una columna precedente que es testigo del indeseado pronóstico de un traspié. La mala sensación no la dio el qué sino el cómo. Y la sensación de haber atestiguado lo innecesario.
A veces, desde la idea, la imaginación y la buena voluntad de los entrenadores (a veces, también desde el conocimiento y el análisis), los deportistas dejan de ser talentos con destrezas para cumplir determinados roles, para convertirse en hombres que pueden jugar a algo a lo que no están habituados. Es difícil entenderlo desde el lugar de un periodista: un zaguero puede disfrazarse de nueve tanto como un wing forward podrá intentar cumplir la función de centro; jamás podría relatar en ruso un periodista que no sabe hablar ese idioma. A veces, el impedimento absoluto es socio del decoro. Porque el no conocer una lengua impide siquiera el intento (hay excepciones; en español), en tanto el deportista, con tal de cumplir con la voluntad del que confió en él, se anima y se expone.
Ayer fue un sábado difícil para Diego Schwartzman. Debutar en la Copa Davis significó, además de una infinidad de cosas, estar expuesto a un público que, en muchos casos, ni siquiera lo había visto jugar un punto. Y que, a partir de una visión parcial de sus condiciones, se quedó con una sentencia negativa a flor de piel. Así de extrema es la vida copera en la Argentina.
Se supone que el rol de los periodistas es el de pulir esas sensaciones y darle un mejor contexto al asunto. La mala actuación de Diego, seguramente decisiva para una diferencia que por momentos pareció que no sería tal, fue distorsiva respecto de las virtudes que lo llevaron a estar convocado. No necesariamente en el aspecto técnico: él es un jugador que ha logrado gran parte de su evolución –hace poco dejó de ser un jugador casi exclusivo de challenger para entreverarse en el gran circuito– a partir de una notable mentalidad, la comprensión del juego por encima de sus condiciones y la tenacidad como sustancia no negociable. De Diego se pueden esperar ciertas fallas, pero nadie que lo conozca pondría en
duda ni su valentía ni su capacidad para absorber ciertas presiones.
Me quedó la sensación de que la mala tarde de ayer tuvo que ver con que quedó expuesto a cumplir un rol que sobrepasa sus posibilidades actuales. Me refiero a un dobles de Davis frente a dos top 15 con una eficacia copera de más del 90%. Un debut pesado, ante el propio público –es conocido y destacado el apoyo de familia y amigos cada vez que juega en casa– y frente a rivales que aprovecharon desde el comienzo la tensión a la que se expuso.
Muy bajo porcentaje en las devoluciones, vaivenes en el juego de red y un game de saque que perdió más veces de las que lo mantuvo, entre otras cosas, porque es difícil registrar en este nivel una experiencia exitosa si sacás y te quedás esperando poder pelotear de fondo, con tu compañero atajando lo que se pueda en la red. Sólo siendo dueño de un saque muy poderoso –no es el caso– podrías atenuar las consecuencias. Creo que esos problemas con su saque fueron una parte de la génesis de su conflicto.
Es un muy buen tenista. Joven. Aguerrido. Tal vez futuro singlista en alguna serie. Quedó muy expuesto ayer, tal vez víctima de sus propios méritos que le permitieron, por ejemplo, ser finalista en el torneo de San Pablo: no seré yo quien explique que ese nivel de competencia no se compara con un dobles copero de esta magnitud. Y no caigamos en el facilismo de decir que se habla con el diario del lunes. Con esa teoría –no decir nada para no mejorar nada–, el periodismo sería una profesión en extinción. Tal vez sea buena idea.
En definitiva, es comprensible el descontento de los de afuera. Desde la otra vereda, ¿alguien hubiera dicho que no a la posibilidad de debutar en la Davis? Nada distinto al mundo del fútbol, que está lleno de jugadores que dicen que juegan hasta de arquero si se lo piden. Pregúntenle a Otamendi cuando sufrió de 4 a toda Alemania. O a Gustavo Bou cuando debutó en un clásico jugando de carrilero.
Por no hablar de la muchachada de los medios que se anima a tantas cosas para las que no tiene condiciones. No deja de ser un mérito ganar plata por hacer las cosas mal.
Daniel Orsanic y su equipo imaginaron para Diego y para el dobles argentino algo que estuvo lejos de suceder. Punto y aparte.
Por lo demás, el 2 a 1 para Brasil era previsible. Y nadie puede asegurar que la historia hubiera sido diferente con Delbonis o Mayer en lugar de Schwartzman, aunque tengo vanas sospechas de que así hubiera sido. A favor de Orsanic, la de sumar a Berlocq fue una buena decisión. Porque Carlos jugó un partido como para demostrar que la derrota ante Souza no lo sacó de la serie. Por si lo necesitáramos en un quinto punto, aunque anoche el capitán confirmó a Delbonis (historial favorable 3 a 2 contra Bellucci).
Para que todo esto importe, hará falta, una vez más, la desbordante potencia de Leonardo Mayer. Como en Sunrise ante Sela, en su mejor actuación. Cuando fue muy potente y se desbordó poco. Y con la sensación de haber jugado mejor el último viernes que en septiembre último. El historial es favorable al argentino: derrotó a Souza en cuatro de los cinco enfrentamientos. Todos a nivel de challenger y ninguno posterior a 2012, cuando Mayer no era Mayer y Souza, menos aún, era Souza. La única victoria del brasileño fue hace tres semanas en San Pablo. Tan parejo fue el match, que Leo ganó más puntos que su rival y padeció de cierta ineficacia: un punto de quiebre sobre nueve
chances, entre otros matices de un partido que debió haber ganado en dos sets, y perdió en tres. Puede pensarse que la ineficacia te cuesta una derrota. Puede pensarse que, para tener tantas chances, hay que saber generarlas. Y Leo sabe.
Como siempre que algo nos importa –y mucho–, la incertidumbre nos lleva de viaje por todos los estadios. El optimismo, cuando fantaseamos con nuestros chicos aproximándose a su potencial.
Y el pesimismo cuando, desde nuestra pobre cabeza de cronista tenaz y tenista sin pasado ni futuro, imaginamos los momentos de presión por una chance perdida o un set point en contra.
Como sea. Ojalá el de hoy sea un larguísimo domingo en Tecnópolis. El tenis argentino lo necesita.