Un domingo de noviembre del 82, los barras de Racing aprovechan que Independiente juega de visitante, entran de manera violenta a la Doble Visera, le pegan al portero y roban las banderas y los bombos del Rojo. A partir de ahí arranca una historia que bien podría inspirar a los guionistas de El Marginal III. Los barras del Rojo empiezan a patrullar las calles de Avellaneda, hasta que recuperan parte del botín, que estaba escondido en un bar frente al Cilindro, y en el operativo rescate aprovechan para llevarse algunas banderas de Racing. La ecuación se invierte: ahora son los de La Academia los que salen a las calles en búsqueda de los trapos. La guerra está declarada, pero excede a los barras. En la causa llegan a intervenir dirigentes de los dos clubes y hasta el intendente de Avellaneda. Entonces, los barras firman una tregua y se devuelven las banderas en el entretiempo de un partido en cancha del Rojo. Entre aquel primer robo y la devolución pasó un año y medio. En ese lapso hubo amenazas, pistas falsas, búsquedas inútiles y hasta el secuestro de un barra de Racing para que cantara. Pero el episodio más extraño ocurrió en la sede de Independiente meses antes de la tregua, cuando los barras se cruzaron con ese extraño dirigente que apenas conocían. El tipo los encaró, y con un tono firme y prepotente les prometió:
—Si me dan dos nombres, en 48 horas aparecen las banderas.
Ese dirigente era Julio César Santuccione, un militar de la Fuerza Aérea acostumbrado a los aprietes. Había llegado al club con el aval de Julio Grondona y fue tesorero entre el 82 y el 84, con Pedro Iso de presidente. Por entonces, pocos conocían su prontuario: era ultracatólico y nacionalista, y había sido el jefe de la Policía de Mendoza del 75 al 77. En la provincia cuyana operó en el D2, uno de los mayores centros clandestinos de detención de la provincia, e integró el CAM (Comando Anticomunista Mendoza), una versión de la Triple A más moralizadora, que además de perseguir y asesinar militantes se ensañó particularmente con las prostitutas. “Fue uno de los personajes más nefastos que hayan pasado por Mendoza durante la dictadura”, define Alba Vega, integrante de la agrupación HIJOS de esa provincia.
En Independiente lo recuerdan como un personaje duro y excéntrico, que imponía respeto. Llegaba a la sede de Avellaneda en un auto de la Fuerza Aérea con chofer, y usaba camisas con sus iniciales bordadas y gemelos de oro. Entre los dirigentes mostraba su lado amable, extrovertido. Pero Santuccione era, sobre todo, un tipo que solucionaba problemas. Gracias a las relaciones que había tejido en las Fuerzas Armadas, podía destrabar conflictos, una condición que suele ser escasa en las comisiones directivas de los clubes de fútbol.
Tal vez fue esa capacidad para resolver dificultades, o por su buena relación con algún dirigente, lo cierto es que Santuccione volvió a ser tesorero de Independiente entre el 91 y el 93, durante la presidencia de Horacio Sande. Habían pasado ocho años del regreso de la democracia y su prontuario ya no era un secreto. Pero ahí estaba, manejando los fondos del club. “Parecía un tipo con doble personalidad, afuera era un genocida, pero en el club era honesto, casi lo definiría como un tipo agradable”, describe Fernando Sciaccaluga, un ex dirigente que compartió la comisión directiva con el militar. Hay un detalle curioso de los dos ciclos de Santuccione en Independiente: en la memoria y balance que el club publicó en 1982 lo presentan como “comodoro”, pero en la de 1991 pasó a ser “señor”.
Santuccione murió en 1996. Nunca fue condenado. Ni siquiera sufrió escraches de organizaciones de derechos humanos.