El ciclo de Marcelo Gallardo en River es más largo que la etapa más exitosa de Carlos Bianchi en Boca. Lleva 1.367 días donde lo ganó todo: conquistó a los hinchas, a sus futbolistas y a los dirigentes. “Hoy es el presidente del club”, dice alguien que se mueve por el anillo del Monumental. Los triunfos trajeron confianza, y la confianza lo llenó de poder. Mientras el equipo parece descompuesto, él está en otro plano, en el macro, tal vez abarcando demasiadas cosas. Está obsesionado con potenciar la institución, con provocar una revolución que deje una huella indeleble.
Tiene esa idea en la cabeza aunque ahora está encerrado en un laberinto. Es la segunda vez que Gallardo timonea bajo la tormenta. La primera había sido en 2015, cuando cayó por 5-0 contra Boca en Mendoza. En aquel momento, con la Copa Sudamericana recién acomodada en la vitrina, recibió un respaldo dirigencial enorme: Rodolfo D’Onofrio le juró que lo aguantaría hasta el final de su mandato. D’Onofrio cumplió. Gallardo no solo salió de la crisis, sino que culminó con la Copa Libertadores. Aquel amistoso fue una catástrofe aislada. Ahora el problema es estructural, más profundo: el equipo no mostró luces en lo que va de 2018. Apenas dio una señal anímica el miércoles en Río de Janeiro.
Golpe tras golpe. “Puede ser que tener tantos frentes abiertos lo haya desenfocado un poco”, dice uno de sus satélites. De todos los días que lleva en Udaondo y Figueroa Alcorta ninguno fue tan álgido como los que atraviesa ahora. El panorama es oscuro: por primera vez no encuentra el equipo. Está a la vista: recurrió a 21 futbolistas en los seis partidos que disputó en el año, y acumula seis derrotas seguidas como visitante, una estadística inédita desde 1940. No sabe cómo hacer para que funcionen las conexiones entre los jugadores. Ellos también están confundidos. Después de la caída contra Vélez, de una actuación desalmada, se reunieron en el vestuario del predio de Ezeiza. Sacaron a los utileros, al cuerpo técnico. Quedaron solos. Leonardo Ponzio, el capitán, el referente, pidió entregar más. Pidió un plus: un respaldo al cuerpo técnico.
“Gallardo está más fuerte que nunca”, cuenta alguien que suele frecuentarlo. Al Muñeco, de todos modos, le fastidia la amorfia futbolística. Está preocupado porque el juego no aparece: puertas adentro reconoce que todavía no despegaron. Pero se mantiene fuerte. Tiene ganas. Sus colaboradores trabajan el doble que antes. Les exige como nunca. Está buscando el camino. No muestra cansancio. Tampoco se pone límites. No piensa en otra cosa que no sea dar vuelta el escenario: en vencer a Boca, en ganar la Copa Libertadores. Igualmente mantiene la guardia alta. Aquella no fue una frase desafortunada ni una piedra lanzada por casualidad: realmente ve fantasmas, cree que una mano negra puede perjudicar a River. No los ve solo en el trinomio Macri-Tapia-Angelici. También ve fantasmas cuando un sector del periodismo filtra el contrato con cifras europeas que firmó con River. Siente que debe volver a blindarse.
Lo que vendrá. Además de la Copa Libertadores, Gallardo tiene otra obsesión: transformar las divisiones inferiores. Desde que asumió se quejó del funcionamiento del semillero del club. Decía que se parecía a una escuelita de fútbol. Que los chicos llegaban inmaduros a Primera. Que no había exigencia por parte de los formadores. La dirigencia le dio planos en blanco para que diseñe a gusto. El desafío funcionó como un combustible: necesita tener un objetivo, un proyecto propio, una zanahoria a la cual perseguir hasta alcanzarla. Es ambicioso como un conquistador. Como Napoleón.
Objetivo: Mendoza. A partir de aquella arenga de Ponzio en el vestuario, Gallardo detectó algunas reacciones en Río de Janeiro: le gustó la presión, la actitud, la respuesta de sus futbolistas más añejos. Se agarra de esas señales para edificar el año. Sabe que en diez días deberá enfrentar un terremoto. Confía en volver entero de Mendoza. En ganarle otra vez a Boca. l