El domingo 18 de septiembre de 1994 Estudiantes de La Plata hace su presentación oficial en el torneo de la Primera B Nacional. No es una fecha para celebrar, claramente, pero aquel partido con Chacarita fue mucho más que eso. A los seis minutos de juego perdíamos 1 a 0 por una desinteligencia en el medio campo. Habíamos tocado fondo y en la tribuna todos sentimos la obligación de hacer algo: había que modificar las cábalas.
En dos meses se habrán cumplido 25 años del partido con Chaca, que terminó 1 a 1 y solo sirvió para la estadística. Fue el punto de partida para lo que vendría después. Porque ese equipo batiría todos los récords de la divisional hasta convertirse en un cuadro prácticamente invencible. Estaban el Mago Capria en modo maradoniano, el Rulo París, el Chocho Llop, Ricardo Rojas –famoso por el “gol de la vaselina” en la Bombonera– y Chiquito Bossio –arquero de selección–. Pero había otros dos que prometían mucho, como José Luis Calderón, “Caldera”, y Juan Sebastián Verón, “la Brujita”, el hijo pródigo.
El último paso por la Primera División había desnudado una grave crisis institucional. ¡Si hasta perdíamos los clásicos con Gimnasia! El descenso aparecía como la excusa perfecta para la “refundación”, que gracias a Dios llegaría meses antes del debut, con la bendición del doctor Bilardo a la dupla técnica.
En la fecha 12 viajamos a Pergamino. No recuerdo la posición en la tabla, pero sí que habíamos armado una verdadera revolución en el pueblo.
Esa tarde estrenamos camiseta, curioso riesgo para un equipo que estaba en racha. La Olan con bastones rojos y blancos fue récord en ventas. Era una casaca fina, elegante, a medida para un equipo que jugaba tan bien como el de Ponce, Sabella y Trobbiani. En mi caso hubo amor a primera vista: la compré apenas salió a la venta. Y la llevé contra All Boys (4 a 1) y no falló. En realidad, nunca falló. Encaminamos diez victorias consecutivas en La Plata, alguno que otro empate, hasta que llegó el ansiado boleto de regreso que sellamos con Gimnasia y Tiro de Salta, la noche de la consagración.
A la semana siguiente, sentí que la camiseta había cumplido su ciclo. ¿Qué más podía pedirle? Ninguna me había regalado tantas alegrías, tanta emoción junta. Y como en la NBA, decidí retirarla. Pasaron los años. Casi me había olvidado de ella, pese a que estaba colgada en la pared de mi habitación, debajo del cuadro con la foto del viaje de egresados a Bariloche.
En junio de 2005 –diez años después del ascenso– perdemos el clásico 4-1. La herida estaba abierta y el sorteo del torneo Apertura siguiente nos volvería a poner cara a cara con el rival de toda la ciudad, en agosto de ese mismo año. Una derrota era inadmisible. Fue una decisión difícil: agarré la vieja Olan (tenía manchas de humedad y algo de polvo, recuerdo, pero no pasó por el lavarropas; no sea cosa que perdiera su poder al tomar contacto con el agua) y salí para el viejo estadio de 1 y 57. Nada podía salir mal. Jugamos pésimo, pero ganamos 1-0, que al fin de cuentas era lo único que nos importaba.
La camiseta –obviamente– volvió a su lugar hasta diciembre de 2006. Campaña histórica con el Cholo Simeone. 7-0 y final con Boca. Debo confesar que dudé bastante porque la Topper estaba en racha. ¡Pero la Olan no había perdido ningún partido! ¡Qué dilema! Finalmente decidí llevarla. No hace falta contar lo que pasó esa tarde en la cancha de Vélez.
Llegó julio de 2009, el año en el que recuperamos la mística copera. Los hinchas de Gimnasia festejaban en el centro platense la remontada histórica con Atlético Rafaela, en la Promoción de ese año. Era de madrugada. La verdadera epopeya estaba por llegar. Los micros con destino a Brasil se preparaban para salir de la plaza San Martín, a metros de la sede del club. Las entradas para la final con Cruzeiro en el Mineirao estaban agotadas.
El miércoles 15, antes del mediodía, aterrizamos en el aeropuerto de Belo Horizonte. No hubo aplausos para el piloto. Apenas el avión pisó suelo brasileño sonó fuerte el clásico “estudión, estudión”, nuestro grito de guerra. Las costumbres habían cambiado.
El colectivo que trasladaba a los jugadores ingresó al estadio por el mismo sector que los hinchas. Verón y Calderón, dos de los emblemas que nos sacaron de la B Nacional, eran dos hinchas más. Faltaba más de una hora para el partido y todos los que fuimos testigos de ese momento percibimos algo mágico, único, irrepetible: parecía que habíamos marcado un gol. La gente se abrazaba, lloraba. Era el inicio de una gesta histórica.
Yo estaba allí con mi camiseta Olan. No quería llevarla, pero mis amigos casi me obligaron. “No me importa si vos venís, pero esa camiseta tiene que estar como sea”, me desafió Manuel, periodista, amigo, padrino de mi hijo Bruno y cabulero como buen hincha de Estudiantes. Tenía razón.
Pensé en abandonarla en el Mineirao si Estudiantes salía campeón. Son esas promesas delirantes que hace uno por el fútbol para ganar un poco de confianza. Había llevado otra camiseta a la cancha por si finalmente tomaba coraje. Salimos campeones, dimos la vuelta, perdimos la voz. Y yo no cumplí la promesa (a decir verdad, no me dejaron). Por eso, y temiendo un efecto contrario, desde entonces la guardo en una valija como el tesoro más preciado de un hincha con ADN rojo y blanco. Pasado mañana cumplirá diez años de encierro. Y de gloria.