El racinguismo familiar comenzó en el amateurismo, cuando Racing y Academia se tornaron sinónimos, cuando sustituyó a Alumni en el desfile de una vuelta olímpica atrás de otra, cuando se transformó en “el primer grande”, tiempos en los que Gardel le cantaba a Ochoíta. Esa incurable racinguitis se alimentó a panza llena con los tres títulos consecutivos del profesionalismo, récord que nadie había logrado. Su entrenador, don Guillermo Stábile, también lo era de la selección argentina porque el club de Avellaneda era otra selección. Nací en el medio de ese tricampeonato. Después, los títulos con Corbatta, Sacchi y el Marqués Sosa. Y el éxtasis del ’66 con “el equipo de José”, que transformó a Racing en el primer club argentino campeón del mundo. Al gol del Chango Cárdenas al Celtic lo gritó el país entero. Mi madre lloraba de alegría. Al Bocha Maschio lo aplaudíamos todos. Perfumo era nacional. Y el Tío Padrino decía que Basile y el Panadero Díaz también. Todos éramos de Racing y nosotros, los racinguistas de corazón, nos sentíamos únicos. A mi hermano le parecía que siempre iba a ser así. Todos creíamos eso…
Pero no lo fue. Llegaron los años 70 y con ellos, dirigentes de cartón, técnicos pintados y jugadores ignotos. Fue en esa época que alegré a toda la familia: de lector de la revista Racing pasé a ser su director. Estaba donde quería estar, sabía de primera mano lo que pasaba en lo de Tita, veía hasta los entrenamientos y acompañaba al club a todos lados. Era tocar el cielo con las manos… ¿Sí? No, curiosamente no lo fue. Comencé a ver –sin intermediarios– que la historia estaba cambiando. Para mal, claro. Nacía lo inesperado. Racing empezaba a perder su fisonomía de Academia. Se iban los ases y el naipe se llenaba de cuatros de copa… Mis amigos Lito y Seba, que conocían las internas, no entendían qué pasaba. De golear a River ahora nos ganaba Alvarado de Mar del Plata. La vida me llevó a otros lugares y volví a ser lector de la revista Racing que, dos décadas después, se discontinuó. El estadio, orgullo nacional, ahora servía de depósito de papas y el caballo del canchero pastaba el césped que alguna vez acolchonó las estiradas de Botasso, Cejas y Fillol.
No pasó tanto tiempo para que llegara el descenso y se alquilase el equipo para jugar el torneo mendocino. Sufrir para ascender, subir sin ganar la B y soportar la quiebra que dolía como una daga en el pecho fueron las páginas siguientes. Un mal sueño, la peor pesadilla. Rubén Paz y la Supercopa conseguida en Belo Horizonte parecían una mentira piadosa. Por fin la esperanza de 2001 de la mano de la “estatua teñida” y Fernando Marín. Y… otra vez sopa. Ni el vecino en el Ascenso se puede disfrutar...
¿Por qué, cómo, cuándo, dónde, quién? Así como Nietzsche no podría decir cuándo nació el mal, es difícil establecer el momento exacto del inicio de la asfixia. Hasta hoy, Racing vive con un respirador artificial. Ojalá pronto se escriba un nuevo y glorioso capítulo, para que la racinguitis familiar continúe, viral, en Thommy, Germán, Pía, Willy, Esmé y todos los que aprendimos a amar a Racing, el dueño de la pasión inexplicable y de un pasado que el presente envidia
*Director de la revista Racing en la década del 70.