El presidente de Serbia, Tomislav Nikolic, no podía creerlo: había viajado a Río de Janeiro y estaba viendo, en el primer fin de semana de los Juegos Olímpicos, cómo su país recibía un doble mazazo deportivo, que también era político: Novak Djokovic quedaba eliminado por Juan Martín del Potro casi al mismo tiempo en que Kosovo, aquel pequeñísimo Estado disputado y devastado por las tropas serbias y de la OTAN a fines de los 90, ganaba la primera medalla dorada de su historia.
La judoca Majlinda Kelmendi llevó la bandera kosovar a lo más alto del podio, y enseguida lanzó un mensaje que repercutió en los Balcanes. “Quería mostrarle al mundo que Kosovo no es sólo una guerra”, dijo. Kelmendi, que en Londres 2012 había competido para Albania, recibió todos estos años ofertas millonarias para cambiar de nacionalidad. Sus últimos antecedentes –es la actual bicampeona del mundo– la daban como favorita indiscutida. Pero ella prefirió representar a Kosovo, el país que Serbia y la ONU se niegan a reconocer, pero que el COI aceptó como miembro en 2014. “Créanme que no hay dinero suficiente en el mundo que me pueda hacer sentir como me siento ahora”, agregó la judoca. A unos metros de ella estaba Hashim Thaçi, el presidente de Kosovo, que festejaba desde la tribuna del Arena Carioca 2. Kelmendi es considerada, desde ese día, una “heroína nacional” por su gobierno.
Lejos de homenajearlo como a Kelmendi, el gobierno de Etiopía tuvo que salir a prometer esta semana que no castigará a Feyisa Lilesa, el maratonista que ganó la medalla de plata en Río y al llegar a la meta cruzó sus brazos como símbolo de esclavitud. Luego, cuando le preguntaron por qué lo hizo, soltó una denuncia que dio la vuelta al mundo en pocas horas: “Fue una protesta, porque soy oromo, y en Etiopía los oromos somos reprimidos por el gobierno. Nos matan y nos encarcelan. Somos sospechosos por el simple hecho de ser oromos. Tengo parientes presos y llevaré la protesta de mi gente adonde vaya”, denunció.
Lilesa aseguró que eso que estaba diciendo le podía valer el exilio definitivo de su país. Pero tras varias horas de silencio, uno de los voceros presidenciales, Getachew Reda, prometió no castigar al maratonista. “Pese a que está prohibido expresar una postura política en los Juegos, el atleta tendrá una bienvenida junto a los otros miembros del equipo olímpico”. Lilesa no confía demasiado en ese compromiso. Hasta ayer seguía en Brasil.
De Etiopía, el país de Lilesa, huyó Yonas Kinde, uno de los atletas que en estos Juegos integraron la delegación de refugiados que compitió bajo la bandera olímpica. Kinde terminó 90 en la maratón del domingo pasado, y ahora volverá a su rutina: trabajar como taxista en Luxemburgo, donde vive desde 2011. En ese grupo, que representó a los 65 millones de desplazados de todo el mundo, estuvo Yusra Mardini, una nadadora siria de 17 años que en enero se tiró al mar Egeo para remolcar, junto a su hermana, un bote con veinte inmigrantes. Mardini, que finalizó 45ª en los 100 metros libres, ya regresó a Berlín, donde vive. Sueña, algún día, volver a Damasco.