Parece atrevido pensar que la pasión que sentimos por el fútbol nos toca en algún lugar oscuro del ser argentino y, desde ahí, nos habla, nos dice aquello que sabemos bien pero que nos cuesta explicar. Fue lo que quedó flotando en el aire de Wembley. Se sentía, estaba ahí, se podía palpar, daban ganas de abrazarse con cualquiera.
Era, es, eso que transmite el equipo de la selección festejando en Wembley, en Londres, saltando, de cara a cincuenta mil almas que cantan junto con ellos. Aseguran, confirman, que Argentina, su fútbol, el país, es un sentimiento, no se puede parar. Los italianos, resignados a la derrota, sorprendidos por la devoción, vuelven la cabeza antes de la retirada, miran, admiran, aplauden, al equipo, a la gente.
También los demás, los neutrales atraídos quizá por Messi, cuando el estadio parece vibrar, se conmueven. ¿Entienden la letra, el sentido de lo que quiere decir esa multitud que salta, grita, deja constancia, asegura, confirma, que cada uno de ellos no es un inglés? ¿Sabrán qué ese equipo, esos jugadores que se fueron muy jóvenes, que casi no jugaron en Argentina, es/son lo poco que nos queda de legítimo orgullo cuando nos reconocen como argentinos? ¿Que casi no hay, salvo excepciones, en los deportes, quizá en el arte, o en la ciencia, otro ejemplo de grupo, de esfuerzo individual aportado al colectivo, de talento natural, herencia transmitida, cultivada, educada, entrenada, apoyada, como el de la selección Argentina en este momento?
¿Y nosotros, qué ? ¿Hay algo que aprender de eso? ¿Si así fuera, para qué, de qué nos sirve?
Suena audaz, extemporáneo, forzado, ver algo más de lo que vimos desde la tribuna de prensa en el estadio de Wembley. En ese momento el exceso de interpretación se justificaba quizá por el placer que daba ver jugar así a ese equipo, de gozar como chicos con el baile que le estaba dando a Italia, ¿pero porque ahora, pasados ya casi tres días, permanece esa energía, esa voluntad, esa certeza , de que había, hay, algo más ahí?
A la vez, estos días en Londres coincidieron con los festejos del jubileo por los setenta años que cumplió la reina Isabel en el trono de Inglaterra. Fueron entonces nuestros ojos extraños los que se revolvieron de asombro. No a causa de la fanfarria, la caballería, las chucherías, las banderitas, los pines, todo el negocio y la pompa de la celebración, sino al advertir el cariño sincero y el auténtico respeto que le tienen las personas del común. Se ve en la calle, se nota en las gigantografías de Isabel de pie en los pubs, se nota en el ánimo festivo.
Es temerario, imprudente, casi un delirio poner al mismo nivel en la resaca del texto, después de un partido de fútbol que nos emborrachó de emoción, a la reina de Inglaterra y al equipo que revoleo a Messi por los aires. De acuerdo, pero aun así, si pedimos otra copa, seguimos con la conversación, nos damos una tregua en el ejercicio diario de denigrarnos mutuamente porque es lo único que al parecer nos da satisfacción, tal vez hay algo más que podemos entrever.
Las vidas paralelas, el rey del fútbol y la reina de Inglaterra, se tocan en un punto. No hay Isabel sin trono, sin reyes, sin Victoria, ni Messi sin Maradona, sin Di Stefano, sin triunfos, sin leyendas, no hay tradición sin historia. No somos nada si no hay nada para contar, para mostrar algo auténtico, valioso, propio, que nos pertenece. Los gritos, las canciones, las lágrimas de los argentinos llegados desde todas partes a Wembley, decían eso: todo lo que se sabe de nosotros es verdad, pero miren a esos pibes nacidos y criados en el recuerdo de un juego que siempre nos llenó de orgullo. Esto es una milonga. Así se baila el tango.
Sepan disculpar el exceso. Habiendo tanta teoría política, tanto experto que la amasa, la mueve bien, economistas, seguro es demasiado banal el ejemplo de un grupo unido, sin celos, ni envidias, al mando de un líder ejemplar dentro del campo, de un entrenador docente, ubicado, sin tanta elaboración de discurso. Sin embargo, por alguna razón que desconocemos, nos hace pensar que tal vez, si nos hablan bien, si la justicia impide el choreo, si nos convencen de que así será por un tiempo largo, sin hacernos trampas, en una de esas podemos ser mejores que la vida que estamos llevando.
*Desde Londres.