La recurrente idea de que los responsables de la violencia en el fútbol son “un grupo de estúpidos”, “los inadaptados de siempre” o simplemente “las barras bravas” hace tiempo que ha dejado de servir para explicar el escenario argentino. Nuestro fútbol es un espacio donde la violencia es un recurso legítimo que utilizan casi todos los actores: jugadores, dirigentes, barrabravas, periodistas, hinchas no barras. Se trata claramente de diferentes formas de violencia: física, simbólica, dialéctica, institucional, cuyos efectos tienen distintas consecuencias y cuya reproducción distintas motivaciones. El futbol argentino se puede caracterizar sin dudas como un ambiente de violencia.
En ese contexto, la idea de que un partido que cruza a los dos equipos más convocantes del país, definiendo el torneo más importante a nivel continental, pudiese ocurrir sin que la violencia se hiciera presente era algo difícil de creer. Los discursos que lo precedieron, tanto de la prensa (titulándolo “la final del mundo” o “el partido que cambiará la historia deportiva de River y de Boca), como de algunos dirigentes (“le vamos a romper el orto a las gallinas”) o incluso de funcionarios del Estado (“el que pierda va a tardar 20 años en recuperarse”) no hicieron más que colaborar a la idea de que aquello que había en disputa no era un partido de fútbol sino algo mucho más grande: el honor, el orgullo, la reputación y la dignidad de los propios hinchas.
Una investigación realizada por miembros de la ONG “Salvemos al Fútbol” sobre los hechos de violencia en el fútbol de los últimos 10 años arroja el dato de que más del 40% de los hechos no tuvo participación de las barras bravas. Es decir, fueron hinchas “comunes”, jugadores y policías los actores involucrados. Este dato desarma la idea de que la violencia es monopolio de las “barras”, hipótesis sobre la cual se estructuran todas las políticas de seguridad deportiva en Argentina desde hace 20 años.
En este sentido, la forma de control de la violencia sigue siendo la misma de siempre. Una lógica que apuesta exclusivamente a la militarización y la segregación, que concibe a la violencia en el fútbol con los mismos parámetros que los del delito común y pasa por alto los significados culturales propios del fútbol en nuestro país. Esa forma de control de la violencia no sólo ha dado muestras de ser ineficaz, sino que ya no sólo afecta a los hinchas que van al estadio sino también al fútbol como actividad comercial y a las altas esferas de la política.
Justamente la principal política de seguridad actual en nuestro país es la prohibición del público visitante. Esta medida viene a legitimar una idea cada vez más presente para los argentinos: que la convivencia con el “otro” se ha tornado imposible. Llevada al fútbol, esa idea supone que los hinchas argentinos somos incapaces de compartir el mismo espacio físico con un hincha rival. El “otro” es una alteridad cada vez más radical, un cuerpo intruso cada vez más perturbador. El gas pimienta, las piedras sobre el micro o directamente el asesinato (como fue el caso del hincha cordobés Emanuel Balbo) son consecuencias directas de esa forma de percibir las cosas.
*Sociólogo, vicepresidente de la ONG Salvemos al Fútbol.