Ni el más optimista de los hinchas de River podía pretender que su equipo limpiara de tirón todo lo malo que arrastraba del 2013. En todo caso, el partido era uno de esos que, a futuro, doctoran de sabihondos a los que la van de tales. ¿Quién es ése Mammana, de River? Un chico de 17 años bastante atrevido, capaz de arriesgar la primera pelota que tocó en su primer partido en Primera (las repeticiones, adrede) desde su posición de último hombre (¿o niño?). ¿Y Correa, Joaquín, de Estudiantes? Un enganche al que de a poco van convenciendo que se ganará más fácil el pan como volante, que en dos movimientos y un pase al lugar vacío para dejar pie a mano a Gil Romero demostró que tiene pasta. Aunque le falte en el cuerpo, flaquito como está.
Entre esas adivinanzas transcurría el primer tiempo en la cancha, mientras en la platea River mostraba el estilo de futbolista que llora por su ausencia: Enzo Francescoli, ahora estrenando su cartelito de secretario técnico. Y en esas, Estudiantes empezó a marcar diferencias, a favor de la idea de su entrenador de que su equipo debe ser un bloque: todos atacan, todos defienden. Así, sencillamente, empezó a duplicar la presencia de cada jugador de River. Y la lucidez de Román Martínez –un jugador por el que un día dan ganas de pagar un millón y al otro, un bulón– armó el primer gol de la noche, coronado por el toque de Auzqui al arco vacío. En los tres minutos siguientes, Jara y Gil Romero no tuvieron justeza para estirar la diferencia.
El primer gol de la era D’Onofrio presidente le correspondió a Giovanni Simeone, que su padre habrá gritado en la madrugada de Madrid. Fue el final feliz de la mejor jugada de River en la noche, con una combinación Andrada-Villalva que Cholo junior terminó. A esa altura, inicio del segundo tiempo, Ramón Díaz ya había sacado de la cancha a Fabbro, un poco porque el muchacho llegó físicamente debilitado al partido y otro poco para que quede claro que no lo quiere demasiado.
Al rato, el ingenio de parte de los hinchas de River alcanzó para cantar con la discriminación como leit motiv, lo que obligó al árbitro a parar el juego. Por suerte, el canto de otros, más respetables, los taparon y la suspensión duró un instante. Lo mismo que el interés por el partido