Llegamos a Independiente por un malentendido: la asociación entre los colores de la camiseta del club y los republicanos de la Guerra Civil Española. Un tío comunista de papá leyó en un diario vespertino un titular estremecedor: “Ganaron los rojos”. Pudo haber sido en 1936, 1937 o 1938. Pensó en la derrota de los falangistas: gritó algo que ya nadie recuerda. ¿Habrá dicho: “¡Vamos!”?
¿Habrá alzado su puño? No importa. Cuando ese tío reparó en que se trataba de un tema de deportes, la victoria del Club Atlético Independiente, no se enojó: se convirtió en hincha de esos rojos, los de Avellaneda. Extendió al fútbol el amor por los rojos. La pelota como continuación de la política.
Ese tío cuyo nombre desconozco inauguró un linaje en la familia. Papá se hizo de Independiente para seguirlo, para congraciarse con él, para confirmar su propia condición de comunista. O porque el tío consiguió convencerlo. En mi caso, fue una indicación: Independiente sería mi club.
Un peluche con la fisonomía de Bochini se convirtió en mi juguete de infancia. En 1988, con 13 años recién cumplidos, papá me regaló la remera de mi ídolo deportivo autografiada: el modelo oficial de la marca Topper con la publicidad de Mita (eficaces fotocopiadoras japonesas) estampada en la parte de adelante. Así premiaba mi graduación de la primaria, una proeza limitada para tamaña recompensa. Fue el regalo más importante que me dio y –creo– el único que conservo. Heredé sus libros, algunos vinilos y compactos, sacos que ya no uso y objetos como relojes o pipas que ni siquiera toco. Pero el único regalo de papá, genuinamente de papá, es esa remera. La usé muy pocas veces de adulto: la recuerdo bajo el suéter la tarde espantosa en la que Independiente descendió al Nacional B.
Papá me llevó a ver a Independiente por primera vez en un partido contra Huracán de visitante. Pudo haber sido en abril de 1981 con gol de Claudio García, o en julio de 1982 con gol de Rubén Carrá. Tengo imágenes borrosas y las estadísticas online del fútbol argentino. Cuando volvimos a vivir a Buenos Aires, en 1983, papá y el tío Osvaldo cumplieron su promesa de ir con todos los primos a la cancha de Independiente. Como muchos hinchas, papá la llamaba la Doble Visera. En las hagiografías del club se destacan algunas vanidades: una de ellas es haber construido en 1928 el primer estadio de hormigón armado de la Argentina y uno de los primeros del mundo. Si papá unía política y fútbol gracias al color de la camiseta, podía unir también fútbol y desarrollo inmobiliario.
Una noche de agosto de 1986, por la gestión de un coronel que era su amigo, fui sin papá, aunque con dos custodios, a ver a Independiente ganarle 5 a 1 a Gimnasia y Esgrima La Plata. Era el palco 14. En realidad, pequeñas cabinas de prensa para ocho personas. Su dueño se llamaba Miguel Arcángel D’Amato y era comisario de profesión. Cuando
el partido terminó, nos llevó a un segundo espectáculo: el vestuario. Vi a mis ídolos desnudos, apenas calzados con sus Adidas Adilettes. Bochini, Claudio Marangoni, Néstor Clausen. Caminaban con las rengueras leves posteriores al trajín de una noche de barro, con las toallas al hombro y los sachets de shampoo y acondicionador. Antes de que entraran en las duchas los escuché comentar el partido que habían protagonizado y que yo había visto; los guardaespaldas me señalaron que los directivos repartían cheques porque el equipo había ganado los dos puntos.
—¡Qué patada me dieron! –le dijo el arquero Luis Islas a un amigo.
—Sí, un patadón –ratifiqué yo en voz alta, para comprobar que había ingresado a la familia de Independiente.
Esa noche me costó dormir.
En la Doble Visera sacamos nuestro propio palco: el 13, pegado al que usaba el periodista Víctor Hugo Morales cuando relataba y al de un comisario amigo. Por ese espacio reducido, nuestras dos baldosas, pasó la misma fauna que iba a nuestra casa: el cantor de izquierda Daniel Viglietti y generales del Ejército (mi memoria los une, pero papá nunca los hubiese puesto en el mismo lugar); el músico brasileño Chico Buarque, una miríada de dirigentes políticos, varios diplomáticos, policías y los compañeros de escuela de Gabito y míos.
También aparecían personajes del fútbol, relativamente marginales. Durante un semestre nos acompañó Alberto “Toscano” Rendo, vieja gloria de Huracán y de San Lorenzo. En la Selección Argentina había hecho un gol contra Perú comparable al de Diego Maradona contra los ingleses en 1986. Fue durante una tarde fatídica: la que Argentina quedó afuera del Mundial de México 1970. Rendo nos trajo el VHS de su gol y lo vimos hasta aprendernos la coreografía de memoria. Siempre llegaba con una caja de alfajores Guaymallén, una segunda marca. Pero en este caso parecían recién horneados, como si se tratara de unos Guaymallén premium. Pergeñaba un negocio misterioso con papá; en un momento pensé que exportarían los Guaymallén al bloque socialista. Una golosina argentina en los comedores infantiles moscovitas: hubiese sido un hito para la familia.
Papá afrontó en el fútbol el mayor desafío a su autoridad. En 1985 Gabito, influido por un amigo de seis años y por el juego de Enzo Francescoli, se volvió hincha de River para siempre. Con paciencia, papá insistía en llevarlo a la cancha de Independiente. Pero mi hermano no volvió al club de la familia. Al cabo de un año, Papá debió rendirse ante esa rebelión. Nos llevó al último entrenamiento de River antes de que el equipo viajara a
Tokio en 1986 para jugar la final de la Copa Intercontinental.
El de 1989 fue el último gran Independiente que vio papá y, tristemente, el último gran Independiente de los años que siguieron: como si su muerte hubiese secado, también, la historia del Rey de Copas. Fue la campaña a la que más nos dedicamos. Encuaderné todos los Gráficos de los últimos ocho partidos. Podría recitar los títulos de tapa de esa saga triunfante.
Creo que Bochini fue la persona sobre la que más hablamos con papá. Yo sabía de memoria fechas claves de su vida y su cumpleaños. Un 25 de enero de 1987 o de 1988 se produjo un milagro: volvíamos en auto por Libertador, del Centro a Vicente López, y vimos a Bochini en un 505. Bajé la ventanilla y le grité: “¡Feliz cumple, maestro!”. Se armó una conversación de Peugeot a Peugeot. Papá lo conocía. El Bocha había invertido en Building y había pedido consejo financiero. Comimos varias veces con él. Me consoló en el hotel de Montevideo, una noche horrenda de Copa Libertadores que perdimos 3 a 0 y los montevideanos gritaban: “Opa opa opa, / el Bocha no la toca”. Para mí era la peor de las cobardías: ¡meterse con el Bocha! Y esa noche, en el hotel, el 10 me dijo que no me preocupara: que había que ganar los dos partidos que seguían, y listo. Lo logró con uno: Independiente dio vuelta un 0-1 a River la noche que Funes perdió un gol con el arco libre. Con el otro, no: 2-4 con Peñarol. Yo, que solía llorar mucho en la cancha, esa noche lloré como nunca antes. Papá me abrazó con fuerza. Como mamá, era muy cariñoso con nosotros.
Cuatro meses antes de su muerte, dejamos de ir a ver a Independiente. Por la inminente quiebra del banco, él pensaba que lo podían detener en un lugar público y que su foto esposado se imprimiría en la prensa. No quería que fuese en la Doble Visera.
El rito de compartir la cancha, que nos mantuvo unidos por años, se suspendió por su depresión final. Aunque nunca me ayudó a preparar exámenes ni firmó mi boletín de calificaciones ni me llevó a comprar ropa, papá mantuvo esa ceremonia. Para mí, consistía en ver cómo se mordía los dedos mientras manejaba; observar su andar, con las piernas muy separadas en la caminata al estadio, y su cariño por los príncipes en desgracia, como Luis Fabián –el Luifa– Artime después de errar un penal definitorio en la final de la Supercopa 1988.
La elección de un club –acaso el lugar común más inevitable de la paternidad– era nuestro patrimonio. Un patrimonio irracional hecho de una serie de logros deportivos, un panteón de nombres propios, un estadio de hormigón y un color.
Dejamos de ir a la cancha en septiembre de 1990. Al renunciar al rito, papá parecía decir también que renunciaba a la paternidad.
Septiembre.
Octubre.
Noviembre.
El primer miércoles de diciembre se tiró por una ventana.