En un mundo que cada día vive más acelerado, para Messi todo transcurre en cámara lenta. Tiene otra percepción, sus sentidos son diferentes a los del resto de los mortales. Es por eso que todo para él resulta tan fácil: dar pases donde nadie cree que puede hacerlo, eludir defensas como si estuviesen petrificados, hacer goles que desafían a la física, fabricar jugadas como si en realidad estuviese pintando un cuadro. En cada partido que juega se espera algo nuevo. Y él lo da. Sin pedir nada a cambio. Nunca defrauda. Para qué cambiarle el carácter callado e introvertido que tiene, como dijo Maradona, si Messi no necesita gritar ni levantar la voz ni tener cara de enojado para demostrar que puede ser líder. Su liderazgo nace de sus goles, sus jugadas, sus gambetas, sus amagues, sus asistencias. Es voraz para competir, un diablo con cara de ángel vestido de celeste y blanco (o de blaugrana, según el caso) que no tiene contemplaciones con quien se le plante adelante. Ayer fue Brasil, en un amistoso, en el último partido de la temporada antes de sus vacaciones. Tres goles. Como si fuese algo normal.
Estratosférico. Messi hace de lo extraordinario algo ordinario. Acostumbra mal a quienes lo ven. Agota las descripciones, los elogios. Es una leyenda con 24 años. Igualó a otros mitos como Maradona, Jordan o Federer, de los que ya nadie sabía –y sabe, en el caso del suizo– qué más decir cuando tenían –y tienen– una actuación extraplanetaria.