“ Sin crueldad no hay fiesta:
así lo enseña la más antigua,
la más larga historia del hombre
–¡y también en la pena hay
muchos elementos festivos!–.”
Friedrich Nietzsche, El Ocaso de los Ídolos (1888).
Si fuese el Indec de la deflación y no la AFA quién contabilizara los puntos del Torneo Clausura, quizá Racing (soy hincha, sepan disculpar) estaría peleando el título y no la triste posibilidad de salvarse de la promoción. Qué lástima.
La semana pasada, en Avellaneda, la televisión inmortalizó un escena muy curiosa. Un hincha de Rácing, que esperaba junto otros exaltados la salida del equipo otra vez perdedor (generalmente sedientos de sangre, pedidos de renuncias y amenazas varias), bajó el tono y, con voz temblorosa, le suplicó a Merlo, con la distancia que separa a los plebeyos de los elegidos: “Mostaza, por favor, acá lo queremos, pero dé un paso al costado. Nos vamos a ir a la B...”. Merlo, dramático y teatral contestó: “¡Muerto me voy a ir de acá!”. Increíble diálogo entre un mito entronizado y el pueblo narcotizado por el amor incondicional. ¿Que le significa el pobre Merlo? ¿Representa de verdad un mesías, un salvador, un mago poderoso que alguna vez pudo contra el Mal, contra el Papa Rojo de Viamonte y al que se le debe fidelidad eterna? ¿Será así, nomás? Es increíble y conmovedora la ingenuidad del hincha, su pureza, su ciega pasión por los colores, lo poco que le queda en pie.
El fútbol es un fenómeno muy serio en estas pampas de crisis y valores tirados de puntín a la tribuna, amigos, y hoy presenta su mayor espectáculo: Boca-River, el Superclásico en la Bombonera. Un evento que se muestra, como pocas veces, dominado por símbolos de pasado glorioso y presente en crisis terminal con gente que no estará, precisamente, en contacto con la pelota. Diego Maradona quería mostrarse vivo en su palco, después de su última resucitación, pero fue internado una vez más. Guillermo Barros Schelotto, en el banco, intentará jugar aunque sea unos minutos para despedirse. Y Ortega, que se niega a internarse, llorará en silencio su exclusión después de la última recaída en su lucha contra el alcohol. La fantasía de todos es que ellos, estén como estén, con su sola presencia, podrían lograr que el equipo de sus amores gane, mágica y rotundamente. Son –si se me permite la comparación– como el cuerpo embalsamado de Evita, que parecía provocar aún más odio, terror y fascinación a sus enemigos que el personaje en vida. En este país salvaje, amador y pasional, como dice Borges, “...un símbolo, una rosa te desgarra/ Y te puede matar una guitarra”.
Maradona, Ortega y Barros Schelotto tienen historias diferentes. Pero significan bastante más que sus hechos y hasta sus virtudes. Vayamos por orden. Empecemos por el hombre con el oficio de deidad, Diego Maradona, ése que juega al ajedrez con la muerte y por ahora gana, aún sin saber mover las piezas. Hubiese ido a ver partido, sin duda. “Iré, con ambulancia, o con oxígeno, pero estaré en el superclásico”, prometió, heroico, trágico, sobrenatural. No podrá ser (o sí, nunca se sabe con él). Todos lo esperarán, como una aparición divina. Su misión es permanecer, más allá del dolor y las caídas. Su deber es acompañar a sus fieles. Mantenerse vivo tras cada milagro. Para que escuchar una vez más que es “el más grande”, o para seguir “creyéndose un dios”, como, perplejo, comentó el doctor Héctor Pezzella, director del Sanatorio Güemes, más acostumbrado al rigor de la ciencia que a la inasible metafísica futbolera. Maradona no estará pero si Boca gana, su gente pensará que es por él, y para él. Estará omnipresente en su ausencia. Hace dos semanas, este columnista tocó el caso Maradona, la grave adicción que este país tiene con él y el mito del eterno retorno de la tragedia en su vida. Ojalá alguna vez sienta la paz.
Ariel Ortega es la ilusión de los de River, que no tienen un héroe trágico de la dimensión de Maradona. Quieren que esté, aún con su problema de alcoholismo crónico. Se ilusionan con que su amor a la camiseta pueda impulsar milagrosamente ese cuerpo desgastado por el exceso y la falta de cuidado. Sueñan que su imagen, aún disminuida físicamente, podrá contra “ellos”, gracias a la mística, a la Voluntad. Pero el pobre Ortega jugó un ratito en tres partidos y lo único positivo que logró fue cabecear lo suficientemente mal una pelota como para que rozara en su brazo y así, de casualidad, su equipo le ganara sobre la hora a Quilmes. ¿Quién podría culpar a Daniel Passarella por no incluir a un hombre en ese estado después de haberle tenido tanta paciencia, de haberlo apoyado tanto? Pues absolutamente todos. Passarella será repudiado como un infiel en una plaza de Irán. Perdió la Copa y lo excluyó al Burrito. Si pudieran, lo apedrearían. Las masas no suelen ser amables con los que prefieren lo lógico a lo mágico, con quienes destruyen su ilusión más irracional.
Queda el caso Guillermo Barros Schelotto. Un chico de bajísimo perfil fuera de la cancha y de comportamiento comparable a los gangsters de Chicago dentro de ella. Veloz, zigzagueante, certero, frío para definir, el mellizo fue perdiendo sus virtudes físicas no por excesos, sino por falta de mantenimiento. Los Barros Schelotto (Gustavo y Guillermo) debutaron muy chicos en Primera, pero jamás fueron fanáticos del entrenamiento. Seguramente por esa falta de respuesta física, Benítez, Basile, La Volpe y Russo nunca pusieron a Guillermo como titular. Suena lógico que, harto de esperar una chance, haya decidido irse al fútbol de Estados Unidos, que es... digamos... como terminar en el Catch para un campeón de boxeo. Una especie de jubilación muy bien paga.
El Mellizo no es un romántico, parece. No tiene por qué serlo, tampoco. Guillermo no es un símbolo que fluctúa entre la luz y la oscuridad. Es un racional, un pibe que disfruta de la vida. Los hinchas de Boca lo aman. Hoy, si Russo lo pone aunque sea un rato, se despedirá con gloria. Su gente sueña con verlo descontrolar cualquier maquinaria psico-defensiva ideada por Passarella. No hace milagros como Maradona, no lucha por su vida como Ortega: es un empleado eficiente que desborda y asiste a los delanteros, hace goles o “chamuya” para sacar de las casillas a los rivales. Es un actor, no como los otros mitos que viven la tragedia en su sangre. Ocupa su rol sin jugarse el pellejo al borde del abismo, como hacen Maradona y Ortega.
Dicen que en los clásicos suele ganar el que peor llega. Que los caídos se agrandan en la adversidad. Veremos. Lo cierto es que los gloriosos fantasmas de Maradona, Ortega y Barros Schelotto –junto al condenado Passarella–, serán los protagonistas excluyentes de este clásico. Muy por encima de ese eficiente grupo de deportistas desangelados que se encargarán de la pelota en el campo de juego. Así está nuestro fútbol, colegas. Excesivo. Extraño y extrañando. Raro, rarísimo como la vida.