Desde Belo Horizonte
El destino de un deportista y de un equipo (y de una patria futbolística) se cuece a fuego lento durante años de talento y esfuerzo pero se termina de decidir en un segundo, en un centímetro o en una decisión fortuita de terceros. De eso también se construyen las hazañas o las catástrofes: no sólo de creatividad y resiliencia, sino también de los guiños arbitrarios de los dioses.
Argentina no habría ganado el Mundial 78 si la pelota de Rob Resenbrink hubiese pasado a diez centímetros de donde pegó, en el palo del arco argentino en el minuto 119 de la final contra Holanda, y un rayo de fatalidad habría acompañado a César Luis Menotti, Daniel Alberto Passarella y demás. Diego Maradona entró a la inmortalidad en 1986 gracias a su genio, pero también al segundo de confusión del árbitro tunecino Ali Bin Nasser, que no cobró “la mano de Dios”. Y Chile, ayer, estuvo a diez centímetros de consumar una épica de la que se continuaría hablando dentro de 64 años, el tiempo que pasó del Maracanazo que Uruguay construyó en 1950 y que todavía sigue vigente.
Esos diez centímetros, o menos, fueron los que separaron de la gesta chilena (y de la carnicería brasileña) al misil de Pinilla que dio en el travesaño a segundos de que terminara el suplementario. El punta del Cagliari habría pasado a ser Alcides Ghiggia. Gary Medel, constructor de un partido como para volver a verlo con Carrozas de fuego de fondo, se habría convertido en el Obdulio Varela del siglo XXI. Y Jorge Sampaoli y sus bravos araucanos habrían sido comparados con la versión deportiva de los 33 mineros.
Pero como las ucronías no valen en el fútbol, la hazaña de Chile quedó inconclusa y dentro de dos días ya nadie se acordará de lo que en definitiva fue un resultado lógico para un simple choque de octavos de final. Será una injusticia: si el Mineirão fue ayer la capital del mundo durante tres horas, fue porque lo que parecía un partido de relleno reconfirmó por qué este Mundial es un Disneylandia para adultos.
La sofocante tarde también confirmó que, salvo Neymar, los brasileños no tienen quién les juegue: es una selección clase B cuyo mayor capital es la historia y la localía. Su “torcida” sí estuvo a la altura de la cacería hacia el hexa. Sin un grupo específico que comience los cantos, aunque con todos los sectores dispuestos a seguirlos (en especial las chicas), la hinchada de Brasil alienta bajo la doctrina de los Tres Mosqueteros: todos para uno y uno para todos. Y como además las tribunas eran una canilla abierta de cerveza, durante 120 minutos dieron ganas de que a Brasil le fuera bien. Lo grandioso, sin embargo, es que a la vez los de Sampaoli jugaban un partido inspirador y también contagiaban ganas de alentar a Chile.
A diferencia de su tribuna, el Brasil-equipo es una versión abstemia en la resaca post Ronaldos, Romarios y Rivaldos. Ni siquiera se ruboriza si hay que festejar goles ajenos como si fueran propios. El 1-0 fue de Gonzalo Jara en contra pero David Luiz se lo adjudicó en la celebración y la FIFA, faltaba más, lo avaló. A Chile parecía corroerlo su karma, el del equipo perpetuamente goleado por Brasil, pero con funcionamiento colectivo, un horror de Hulk y un pase a la red de Alexis Sánchez llegó al 1-1.
Entonces Chile desnudó al Brasil al que se le cerró la fábrica de cracks. ¿Dónde están los delanteros que intimidaban? ¿Cómo fue que todo se recicló en Fred, Hulk y Jo? Y encima Chile atacaba y defendía como si estuviese en juego la defensa de la Patagonia. Atrás estaban Bravo y Medel, ambos formidables. Y adelante, una ambición que quedó en manifiesto en los últimos cinco minutos, cuando Chile puso en el área a Brasil a fuerza de presión y centros.
Después llegó el alargue y, ay, ese remate de Pinilla en el travesaño. Y los penales, y Julio César atajando dos, y el palo (del mismo arco, encima) haciendo rebotar el de Jara, y el triunfo de Brasil en una tarde hermosa y trágica a la vez, y todo por un guiño de los dioses.