Hace poco más de tres años, en noviembre de 2016, los principales dirigentes del fútbol argentino decían esto. Textual:
◆ “La Superliga tiene estatuto y tiene comisión directiva. Ahora debemos ponernos a trabajar, sobre todo en lo económico: lo inmediato es el contrato de televisión”, indicaba el presidente de River, Rodolfo D’Onofrio.
◆ “Tenemos la obligación de sacar al fútbol argentino de esta crisis en la que lo metimos”, consideraba Daniel Angelici, en aquel momento presidente de Boca.
◆ “Hay que perder los miedos también. Se venía de un régimen desde hace 35 años y cada vez éramos más pobres”, aseguraba el presidente de Racing, Víctor Blanco.
◆ “Costó llegar a este momento, pero a lo difícil se le da más valor. Esto no es mejorar las condiciones de grandes y chicos, sino de todo el fútbol argentino”, declaraba el presidente de Independiente, Hugo Moyano.
◆ “La Superliga es un beneficio para todos”, sintetizaba el entonces vicepresidente de San Lorenzo, Marcelo Tinelli.
Analizándolo en retrospectiva, hay que darle crédito a Claudio Tapia, reelegido el martes hasta 2025. ¿Por qué? En aquel tiempo, salvo por algunos cuestionamientos que provenían desde el Ascenso, que él lideraba (“Los grandes la llaman Superliga, pero en la B Nacional la llamamos Superquiebra”, graficaba su vocero, Daniel Ferreiro), el nuevo formato de la máxima categoría no tenía objeciones: los clubes estaban fundidos y se debía romper con el viejo esquema sintetizado en una frase, en una lógica que se había instalado en los 35 años de grondonismo: “AFA rica, clubes pobres”. Era 2016 y la Superliga llegaba con un único fin: mudar a la crema del fútbol local del edificio antiguo de Viamonte 1366 a las oficinas vidriadas de Puerto Madero. Todo un símbolo de lo que se proponía.
La crisis era inocultable. Argentinos Juniors, por ejemplo, le debía 90 millones de pesos (6,5 millones de dólares) a la AFA, que le había adelantado el equivalente a treinta meses por sus derechos de TV. Independiente, el grande más complicado, debía 80 millones. Todos, en mayor o menor medida, pedían adelantos porque no podían hacer frente a sus presupuestos. Esos adelantos, muchas veces, se cursaban con cheques a 60, 90 o 120 días que los dirigentes, ávidos de efectivo, cambiaban en financieras con un costo de interés altísimo.
Pero más allá de emprolijar y controlar las cuentas, la Superliga era vendida por la mayoría de los dirigentes como la herramienta para aumentar el canon por los derechos de TV, venderle al mundo el negocio llamado “fútbol argentino”, hacer crecer esa “marca” y promover nuevos canales de ingresos.
Los dirigentes estaban convencidos de que el nuevo modelo se quedaría por décadas. Pero como pasó con el Fútbol para todos, atizado por los clubes en 2009 porque Torneos pagaba poco, y apagado por los mismos clubes en 2017 porque el Estado pagaba poco, la Superliga tuvo una corta vida de tres años y medio. Los mismos dirigentes que la promovían la dieron de baja. Una dinámica pendular.
En el fútbol argentino, se sabe, ningún proyecto dura mucho tiempo.
“Se terminó el doble comando”, remarcó Chiqui en la asamblea extraordinaria virtual en la que se oficializó este cambio de rumbo. El doble comando era, básicamente, ese poder repartido entre las oficinas de Puerto Madero y las de la AFA.
A la Superliga, que siempre hizo énfasis en su profesionalización y transparencia, siempre le faltó un costado político. De rosca. De argentinidad. De saber con quiénes se relacionaba. Es el argumento que más utilizan dirigentes para explicar las razones de su desenlace. El otro argumento funcionó para desacreditarla en lo mediático: que la Superliga era un símbolo del intento fallido del macrismo de instalar las sociedades anónimas en el fútbol. Que el macrismo lo intentó, a través de Fernando Marín, no hay dudas. Que la Superliga intentó ayudar, a nadie le queda muy claro.
“Los dirigentes no quieren un trabajo profesional. Ellos mismos aprueban una regla y después te dicen: ‘Vemos si se cumple’. No buscan una competencia profesional. Solo piensan en su club, nunca en el bien común”, dice uno de los directivos que participaron de la Superliga en estos años.
Pero lo más alarmante de esta nueva etapa que comienza no es la organización, ni quién maneja la caja, ni quién buscará nuevos sponsors e ingresos. Lo más alarmante es que uno de los objetivos de los dirigentes hace tres años era desarticular el último legado grondonista: un campeonato de treinta equipos que no convencía a nadie. Ahora, cuando faltaba menos para llegar a un número razonable, van de vuelta hacia lo que criticaban: uno de 28.
Ese regreso a lo que antes criticaban generará un campeonato menos vistoso y más desparejo, pero también generará otro problema de índole económica: el dinero que ingrese por los derechos televisivos, en lugar de repartirlo entre 22, lo deberán repartir entre 28. Y la calesita del fútbol argentino volverá al lugar del pasado: clubes más pobres. Ya sabemos cuál será la solución dentro de cuatro o cinco años.
Reclamos de colón
El vicepresidente de Colón de Santa Fe, José Alonso, evaluó que en la AFA “el nuevo poder se centralizó en los clubes grandes”, en alusión a la conformación del Comité Ejecutivo y la nueva Liga Profesional. “Colón hizo un trabajo en estos años de participación activa en Superliga y en AFA, pero este nuevo poder se centralizó en los grandes clubes y el presidente actual (Claudio Tapia) ha confiado en generar un Comité Ejecutivo donde tengan participación estos”, fustigó Alonso en diálogo con Radio Sol, de la capital santafesina.
El dirigente reconoció que todos los dirigentes sabían que cuando estaba la Superliga “se hablaba de un doble comando”, y que por eso se “volvió a la AFA para así seguir manteniendo una liga que la dirija gente del fútbol y no un CEO”, opinó sobre la nueva Liga Profesional.