Talleres pierde 1-0 y está en problemas. Se frustra, naufraga en su impotencia. No es ni la sombra del equipo que se ganó la simpatía del mundo del fútbol por mostrar un estilo de juego vistoso. Hasta que entra en acción Roberto Barreiro, el hombre de negro. Como un superhéroe, aparece en el momento que más se lo necesita. Van 15 minutos del segundo tiempo, Valencia toma un rebote en el borde del área, por el sector del puntero izquierdo, y se perfila para tirar el centro. Rubén Pagnanini cierra apurado, a la carrera, y estira la pierna derecha para interceptar el disparo, pero la pelota le pega en el cuerpo. ¡Penal! ¡Penal! ¡Penal!, cobra Barreiro. Es el primer escándalo. Pagnanini, un cuatro con oficio, intentó interrumpir el centro de Valencia con los brazos pegados al cuerpo, como indica el manual, y la pelota le impactó en una zona imprecisa entre el pecho y el brazo. Ni siquiera miraba la pelota cuando Valencia tiró el centro. Es una de esas jugadas que suelen quedar a criterio del árbitro. Que le pegó en el brazo, que no le pegó en el brazo, que hubo intención, que no hubo intención. Para Barreiro, le pegó y hubo intención. Los reclamos de los jugadores de Independiente los encabeza Enzo Trossero, como es habitual. Pero no hay caso: el penal está cobrado.
Ricardo Cherini es el valiente. Había convertido el empate en la primera final. Ahora va por todo. Está a doce pasos de la gloria. Apoya la pelota sobre la mancha blanca de cal, la gira, la acomoda, le habla, le pide, le ruega, le suplica que entre, por el amor de Dios. El delantero está en las pupilas del plantel, de la provincia, de ese palco repleto de uniformes. En Avellaneda, la pelota había entrado por el medio del arco, a media altura. Ahora patea rasante, con fuerza, a la izquierda de Roberto Rigante. El arquero llega a tocarla, pero la pelota entra. Independiente y Talleres están ahora mano a mano. Uno a uno en la Doble Visera, uno a uno en La Boutique. Si Bochini y Valencia no desequilibran, si los delanteros no reaccionan, si
Barreiro no se excede, para conocer al campeón del Torneo Nacional tendrán que jugar treinta minutos más y, en caso de que se mantenga el uno a uno, definir por penales.
Va media hora del segundo tiempo, tiro libre para Talleres. Luis Ludueña toca corto para Cherini, devolución para Ludueña, el Hacha amaga, engancha y mete un centro pasado, la pelota sobra a la defensa y cae por el segundo palo, Norberto Outes salta, Hugo Villaverde también, Rigante sigue la jugada, el árbitro mira, Angel Bocanelli estira el brazo izquierdo y mete un puñetazo. La secuencia ahora debería seguir en cámara lenta: la pelota va a un rincón, Rigante se tira pero le pasa por debajo del cuerpo, el delantero de Talleres levanta los brazos y grita gol, el árbitro lo cobra, los jugadores de Independiente reclaman la mano, el árbitro intenta trotar hasta el círculo central, Trossero lo detiene, Rigante le reclama, Rubén Galván pide explicaciones, el grito que baja de las tribunas es un eco que tapa todo.
Barreiro está rodeado. De jugadores de Independiente, de fotógrafos, de policías. Empuja a cada camiseta roja que tiene adelante. Le gritan todos a la vez, le exigen explicaciones. Rigante le tira una piña. Lo único que hace el árbitro es repetir “gol legítimo, gol legítimo, gol legítimo” y cubrirse de los golpes. Pagnanini le pega puntinazos cortitos en los tobillos, otros lo empujan, todos lo insultan. Trossero, otra vez, es el más intenso entre los intensos. Tarjeta roja. En las tribunas celebran la expulsión como si fuera otro gol. El Negro Galván se enfurece aún más: “¡Les está robando la plata a mis hijos, écheme, écheme…!”. Segunda roja. Los expulsados no se quieren ir. Barreiro, todavía rodeado, les hace señas para que abandonen el campo de juego. Larrosa sigue con su protesta: “Nos cobraste un gol con la mano, nos echaste a dos jugadores… ¡Echame a mí también!”. El árbitro obedece. Tercera roja. En diez minutos el mundo quedó patas para arriba. Dos goles y tres expulsados. Independiente no está acostumbrado a que lo despojen de una manera tan burda. Esta camiseta copera, que ganó finales de Libertadores, que sacó pecho en tierras hostiles, ahora parece un trapo estrujado y descolorido. Barreiro lo logró. En el palco, los uniformados están satisfechos.
La tercera tarjeta roja es letal. Bochini se va de la cancha. “¡Nos están robando! ¡Está todo arreglado, Pato!”, le grita al técnico José Omar Pastoriza mientras encara para los vestuarios. Al Bocha lo sigue el resto. Todo es demasiado evidente como para ser cómplices de semejante farsa. El único jugador que quiere quedarse y pelearla es el Beto Outes. Es la primera final que juega en su vida y no piensa entregarse aunque el mundo conspire en su contra. En medio del descontrol mantiene cierta calma y trata de convencer a los otros siete de que se queden, que sigan jugando, que en una de ésas... “¡Paremos, paremos! ¡Ya está!”, les ruega el Beto. Pero no hay caso. El caos le gana al sentido común: todos hablan, todos gritan, todos insultan, nadie escucha. Outes necesita de un aliado que le dé una mano, alguien que esté sereno como él y convencido de que el milagro es posible.
El presidente del Rojo, Julio Grondona, sigue todo desde el palco. Con discreción llama al vice, Jorge Bottaro, que está en la platea detrás de los bancos de suplentes junto con otros dirigentes, y le dice: “Pedile a Pastoriza que sigan, Independiente no se retira”. Bottaro baja hasta el alambrado, llama a los gritos al entrenador y le exige que se queden, que deben terminar el partido pase lo que pase. El Pato, entonces, actúa. Ya es tarde para evitar las expulsiones, pero por lo menos intenta impedir que la tragedia sea aún mayor. Primero se ocupa de Trossero, Galván y Larrosa: los abraza, los consuela y los acompaña hasta la boca del túnel. Ahora debe convencer al resto de que tienen que jugar lo que queda del partido. Le habla a uno, a otro, a los ocho. El Beto Outes está de su lado. Son dos para entusiasmar a siete. Vamos muchachos, sólo necesitamos un gol, vamos que se puede, un gol nada más, un gol y festejamos en Avellaneda, un gol y firmamos la hazaña, un gol y se termina todo, vamos muchachos, un gol, que esto es Independiente. ¡Vamos, carajo! Al Bocha le cambia la cara. Acepta seguir. El resto se suma. Si el Pato lo pide y el Bocha quiere, están todos.
Más allá de la arenga del Pato, están golpeados. Perder un campeonato por una injusticia tan evidente es desolador. ¿Qué queda? Evitar la goleada y el papelón, que la derrota sea lo más digna posible. Pero desde el banco de suplentes llega un gesto que les devuelve la confianza: Pastoriza hace entrar a Daniel Bertoni y a Mariano Biondi. El Pato se la juega con dos que juegan. Con dos que saben tirar paredes.
Así llega el gol, a pura pared. Pagnanini corta una pelota en campo propio, avanza unos metros y se la da al Bocha. Entonces arranca la sinfonía: Bochini encara y se la da a Bertoni, Bertoni se la devuelve a Bochini, Bochini busca a Biondi, ya están en el borde del área, Biondi encara a Guibaudo y hace un enganche, el arquero queda en el camino, a Biondi la pelota se le va larga y le cae a Bochini, un defensor al borde de la desesperación intenta cerrar y Bochini, de zurda, define alto, por sobre la cabeza del defensor desesperado. El alarido que llega desde la tribuna que está detrás de ese arco estremece. El mutismo del resto de la cancha también. ¿Cómo se le explica a un hincha de Independiente lo que acaba de pasar? ¿Cómo se le explica a un hincha de Talleres? Los del Rojo lo veían lejos y ahora lo tienen. Los cordobeses lo tenían y se les escapó. Esto no está ocurriendo. Es demasiado bueno para ser cierto, es demasiado malo para ser cierto.