No estoy seguro de que haya muchas crónicas más tristes para escribir que la de una eliminación en un Mundial de fútbol.
Las imágenes que, hasta ayer, habían sido las de ingleses, franceses, italianos o mexicanos llorando por la derrota de su seleccionado, hoy son las nuestras. Debe haber decenas de argumentos para justificar por qué cala tan hondo en nuestro corazón de hinchas una eliminación mundial. Yo no encuentro ninguna que me convenza más que la de la fiesta que, a partir de hoy, no sólo deja de ser propia sino que, durante una semana, seguirá siendo de otros. Porque un Mundial, para quienes venimos de la tierra del fútbol/barra brava, es la paradoja de la celebración posible, la reencarnación del fútbol que algunos llegamos a vivir; ese en el que dos camisetas pueden convivir en la misma tribuna, en la que el hincha neutral tiene derecho a festejar los goles del rival sin que por semejante afrenta se tire rodando por las escaleras. Una ceremonia en la que aquellos mismos mercenarios de la pelota que mandamos desde casa no sólo terminaron pasando casi inadvertidos y estuvieron lejos de simbolizar el auténtico aguante celeste y blanco, que realmente representaron decenas de miles de compatriotas hinchas de ley, sino que hasta los escuálidos bombos de los que sobrevivieron a las deportaciones fueron una mueca absurda de su propia presunción tribunera.