DOMINGO
LIBRO - Cuando la política se sumó a la memoria y la justicia

¿De quién son los Derechos Humanos?

A partir de su propia y dolorosa experiencia –la desaparición de su hijo Pablo, cuando tenía 17 años- Graciela Fernández Meijide repasa el recorrido de la lucha de los familiares de víctima de la dictadura militar a lo largo de los años y reconstruye el paso del Nunca Más a la politización partidaria y la reivindicación de la lucha armada. Reedición actualizada de un libro fundamental para entender el legado del período más oscuro de nuestra historia reciente.

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Derechos Humanos. | salatino

El 24 de marzo de 2004, en el acto de creación del Museo de la Memoria en lo que fue la ESMA, Néstor Kirchner dijo: “Como presidente de la nación argentina, vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia por tantas atrocidades”. Con esa contundente afirmación, el presidente se arrogaba todo hecho de justicia y de reparación sobre los terribles crímenes cometidos por el terrorismo de Estado durante la dictadura militar. 

Fue una operación desde el PEN –que no invitó a la cabeza de los otros poderes, ni a la oposición, ni a diplomáticos, ni a gobernadores peronistas, excluidos a instancias de Hebe de Bonafini– que imponía, a partir de ese momento, un carácter fundacional a la política de derechos humanos del gobierno kirchnerista. Ese gesto invocaba una idea de corte absolutista: antes de mí, el desierto. 

Al día siguiente, Kirchner llamó a Raúl Alfonsín –quien, como es obvio, había objetado los gigantescos olvidos y la injusticia flagrante que entrañaba la manifestación del entonces presidente– y en una breve conversación se disculpó. 

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Se ha analizado ese discurso desde diversos enfoques. Algunos sostienen que no tenía una intención descalificadora, sino que se trató simplemente de un exabrupto, consecuencia de un acto con alta intensidad emocional y política; para otros, esa frase apuntaba a desbarrancar las leyes que habían obturado la continuidad de los juicios a los militares; finalmente, estuvieron quienes conjeturaron que en realidad intentaba, a través de gestos contundentes y de gran carga simbólica, señalar el lugar primordial que tendría la política de derechos humanos en su gobierno. Pasados el tiempo y los hechos, no tengo dudas de que se trató de un acto deliberado, en el cual las posteriores disculpas a quienes se habían jugado con coraje para enjuiciar a los jefes de las juntas militares también estaban previstas. 

La intención real de quien hasta entonces no podía exhibir ni un mínimo interés en el tema de la defensa de los derechos humanos era la de expropiar la bandera de los derechos humanos. Néstor Kirchner, con su aguzado olfato de político de la vieja escuela, especulaba con acierto que le rendiría frutos en muchos frentes. En lo interno contaría con el apoyo de un amplio sector de la población, sobre todo de clase media, de los medios de comunicación, de muchos ámbitos académicos, estudiantiles y de gran parte del arco político que reivindicaba, con sus matices, el enjuiciamiento al terrorismo de Estado y a sus responsables. En lo externo, la reivindicación del respeto a los derechos humanos era –todavía lo es– para los países americanos y europeos una política de Estado que regulaba un aspecto importante de las relaciones internacionales. En este sentido la Argentina y su gobierno podían seguir mostrando avances y liderazgo. 

En resumen, Kirchner sabía que su determinación no se reflejaría tanto en votos –ahí tallan más otros temas en orden de prelación: la economía, la seguridad, la salud, la educación–, pero sí que el adueñarse de la bandera de los derechos humanos sería para su gobierno pura ganancia en un valor intangible, aunque poderoso, como es la buena imagen. En esos primeros momentos de su administración necesitaba construir gobernabilidad y consenso, ya que Menem le había  negado el ballottage y partía de un segundo lugar y de un magro 22 por ciento de los votos. Es decir que tenía plena conciencia de la urgencia en acrecentar su legitimidad. 

Además de cambiar la integración de la Corte Suprema de Justicia para terminar con la llamada mayoría automática menemista –decisión que tuvo un apoyo casi unánime de la opinión pública–, en lo específico de la política de derechos humanos el gobierno promovió dos importantes decisiones. El 11 de agosto de 2003 firmó el decreto de adhesión del Estado argentino a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad. Pocos días más tarde, el Congreso transformó en ley la nulidad de las leyes de obediencia debida y de punto final. 

Desde el punto de vista de las defensas de los militares ya condenados, o de los que aún están siendo todavía juzgados cuando escribo estas páginas, la debilidad jurídica de la nulidad es que vulneró el principio de cosa juzgada. No obstante, es necesario aclarar que las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final no habían sido el resultado de la compulsa y libre determinación de las instituciones, sino la consecuencia de presiones y resistencias militares. Estas incluyeron incluso –tanto en el gobierno de Alfonsín como en los de Menem– el uso abierto de la fuerza y la desestabilización del sistema democrático. Por lo tanto, las llamadas leyes del perdón y los posteriores indultos tuvieron serios vicios de legitimidad en su origen. Y, en consecuencia, su anulación avanzaba sobre un sentido de mayor justicia en el orden moral y ético. 

Néstor Kirchner completó su esquema de abordaje de los derechos humanos cultivando una relación intensa con los organismos y sus dirigentes. Varios de ellos pasaron a ocupar puestos importantes en la administración pública y, en otros casos, estimuló que algunos de esos organismos recibieran dineros públicos para obras ajenas a su tarea específica, como fue el caso de Madres de Plaza de Mayo, cuya presidenta intentó –tan insatisfactoriamente que su gestión terminó en tribunales– gerenciar Sueños Compartidos, una empresa constructora de viviendas sociales. Kirchner logró así su propósito de que algunos de los organismos más emblemáticos de defensa de los derechos humanos se identificaran absolutamente con su gobierno. En particular, la Asociación Madres de Plaza de Mayo y Abuelas de Plaza de Mayo estuvieron, y aún están, monolíticamente unidas a la política kirchnerista. 

¿Significan todos estos hechos e iniciativas que debemos dar por cerrado el análisis del período, por buena toda su política de derechos humanos y por sepultadas todas nuestras diferencias? 

Los derechos humanos antes de Kirchner 

Había aquí una batalla cultural ganada por el sentido de aquella época, que se resumía en el concepto Nunca más y que antecedía al matrimonio Kirchner. Un concepto entendido –tal como lo mencionan varios cientistas políticos e investigadores vinculados a los derechos humanos– como el Contrato Social del Nunca más. Es decir, una masa crítica de acuerdo y consenso, extendido por las instituciones y por la sociedad toda, que ponía en escena el horror vivido, el inenarrable dolor físico y moral infligido a las víctimas y el incalificable pisoteo a toda forma del derecho y de las garantías mínimas constitucionales que deben proteger a todas las personas de cualquier condición, en cualquier circunstancia. El sentido común había comprendido que el Estado nunca más podía trazar un plan criminal para instaurar el terrorismo de Estado, un plan que había quedado palmariamente demostrado en el juicio a las juntas militares. 

Las razones por las que habíamos arribado a este consenso admirable son muchas y variadas. No solo comprendieron nuestras reacciones virtuosas en cuanto sociedad, sino aspectos azarosos de la política internacional y otras muestras de nuestro carácter nacional difíciles de asimilar, que expusieron nuestros defectos desnudos ante el espejo de la historia. Tales razones están documentadas en una amplia bibliografía y también me he referido a ellas en otras secciones de este libro. 

Desde ya que entre las que hay que destacar, a los fines de este capítulo, figura, en primer lugar, la lucha de los organismos de derechos humanos que resguardaron el último bastión de civilidad, encarnado en ellos mismos, en razón de su búsqueda inclaudicable de justicia. Pero también hubo otras circunstancias históricas favorables, independientes de la voluntad de los argentinos, como la nueva política de derechos humanos de los Estados Unidos a partir de la administración Carter en la década del 70. Posteriormente, el dislate y la derrota de la dictadura en la Guerra de Malvinas –otro espanto que tuvo un efecto acumulativo sobre el horror de la autodenominada “guerra sucia” y sobre el intento frustrado de guerra con Chile– contribuyeron decisivamente a la retirada de los militares y al resquebrajamiento del muro de silencio que habían construido. 

La sociedad argentina parecía estar lista –no sin grandes dificultades– para reflexionar sobre su pasado violento y sobre su desprecio por las instituciones. El juicio a las juntas sería el catalizador de un nuevo consenso que incluía el respeto al Estado de derecho, a las garantías jurídicas y a resolver los conflictos en el marco de instituciones democráticas y pluralistas. 

Es necesario decir que, en el aspecto de la institucionalidad republicana, la presidencia de Raúl Alfonsín fue el fundamento para que la Argentina avanzara por este camino. 

En la cuestión de los derechos humanos, Alfonsín afrontó circunstancias muy difíciles, que no guardan comparación alguna con las que encaró Néstor Kirchner veinte años después, momento en el cual el factor militar ya no existía como alternativa de poder. El primer gobierno posdictatorial inauguraba una democracia en pañales, con militares que amenazaban el orden constitucional recién recuperado y todavía en actividad, y gran parte del personal de las Fuerzas Armadas involucrado en la represión ilegal del período inmediatamente anterior. A pesar de estos condicionantes adversos, el gobierno de Alfonsín llevó adelante el juicio a los comandantes, respaldado por jueces, fiscales y testigos valientes. 

Al adueñarse de esa bandera, Kirchner sabía que ganaba un valor poderoso como la buena imagen

El Contrato Social del Nunca más pudo fraguar, en ese contexto de relativa debilidad de las instituciones, gracias a esa decisión política que cosechó el apoyo de la mayor parte de la sociedad civil y sus instituciones políticas y sociales. Era, tenemos que recordarlo, un acuerdo transversal, cuya “propiedad” –si podemos llamarla así– no correspondía ni al gobierno ni a ningún actor social y político en particular, sino a la sociedad toda. Así lo entendió Alfonsín y actuó en consecuencia. Ese es un gran mérito que la historia debe reconocerle. 

Es decir que, gracias a esa visión, el Nunca más se transformó en una política de Estado, junto al consenso democrático, la dupla de coincidencias básicas que los argentinos hemos mantenido en pie e incólumes desde 1983. Pero debemos ser realistas y considerar que nada es de una vez y para siempre. Consolidar estas conquistas valiosas, lograr que permanezcan en el tiempo y se adapten con éxito a las contingencias históricas del presente es una tarea compleja y de atención permanente. 

Es en este punto, a mi entender, donde radica el daño que infringió a este bien social, arduamente conseguido y sobre cuya eventual fragilidad debemos estar alertas, el intento de los gobiernos kirchneristas de apropiarse de la política de derechos humanos. Entiéndase bien: la objeción no es en contra de la anulación de las leyes del perdón, o la prosecución de los juicios por los crímenes cometidos, o el constituir a los derechos humanos como una política activa de gobierno. 

Tengo diferencias notorias en cuanto al modo de instrumentar esas políticas. Pero el agravio al que quiero referirme, sutil pero profundo, consiste en la apropiación misma del tema, en adueñarse de él como un programa de gobierno exclusivo, en partidizarlo, en transformarlo en una política de facción. El modelo instituido por Néstor Kirchner, en el cual los “derechos humanos” fueron un insumo más de la política cotidiana, perfora la condición más relevante del Contrato Social del Nunca más: su naturaleza consensuada, transversal a los partidos políticos, a las instituciones y a amplias franjas sociales. 

En palabras de Hugo Vezzetti: “En la posdictadura, la conmemoración del 24 de Marzo reunía a todos. Pero se pasó a una creciente visión, yo diría miliciana, de los derechos humanos. Pasaron a ser un frente de lucha. Y aparece la idea, que es una figura muy vieja en la Argentina, de que hay dos países irreconciliables, que ni siquiera pueden tener una idea común acerca de lo que es un derecho”. 

Como mencioné unos párrafos más atrás, ni Néstor Kirchner ni Cristina Fernández de Kirchner se habían destacado hasta 2003 como defensores de los derechos humanos, tanto en la provincia de Santa Cruz como a nivel nacional. Estuvieron al margen de esas luchas y sus avatares en los veinte años anteriores. Hasta entonces, nunca el tema había sido el foco principal de sus preocupaciones públicas. Su modo de hacer política tampoco había contemplado la reivindicación de la militancia de los 70 que los caracterizó luego de 2003, con la excepción de algún homenaje al ex gobernador Jorge Cepernic. Más bien practicaban el clásico estilo tacticista de disputar, ocupar y negociar espacios de poder propios del partidismo tradicional. Funcionarios del Estado, él desde 1987 y ella desde 1989, habían construido sus carreras dentro de las estructuras del PJ. 

Esta trayectoria probablemente concurre con otros factores a la hora de explicar el sentido instrumental del uso de los derechos humanos que ejercieron a lo largo de sus mandatos presidenciales. También –hay que decirlo– el sentido de la oportunidad para comprender que el contexto nacional e internacional estaba maduro para aceptar una revisión profunda de la política de derechos humanos y reanudar los juicios por los crímenes de lesa humanidad. El problema que nos legaron es que, al hacerla parte de la lucha facciosa, la sustrajeron al bien común y les concedieron impensados argumentos y protagonismo a sectores negacionistas y de la derecha vernácula que decían combatir.

El resquebrajamiento del consenso 

En mayo de 2018, en el marco de una actividad convocada por la Mesa de Discusión sobre Derechos Humanos, Democracia y Sociedad, Patricia Tappatá Valdez propuso trasladar el interrogante “¿cuándo fue que se jodió el Perú?”, famosa frase de la primera página de Conversación en la catedral, a la actualidad de la cuestión de los derechos humanos en la Argentina: ¿cuándo fue que se jodieron? Es decir: ¿cuándo dejaron de ser un punto de encuentro y consenso? ¿Cuándo dejaron de ser un acuerdo moral y jurídico fundante para la convivencia democrática dentro del cual las diferentes ideas, durante años, pudieron debatirse sin demonizar al otro? 

En mi opinión, el momento simbólico de esta ruptura lo marca el discurso de Néstor Kirchner en el acto de creación de aquello que se presenta como Museo de la Memoria en lo que fue la ESMA. Es paradójico que esta institución, cuyo modelo es asimilable al de sus pares alemanes que recuerdan el Holocausto judío, se haya transformado en uno de los instrumentos de partidización y confrontación política durante la administración de los Kirchner. 

En el caso alemán, la conservación de los antiguos campos de exterminio tiene el propósito opuesto. Es el recordatorio más potente para todos los alemanes de aquello que no debe volver a ocurrir. Que el horror no cayó del cielo, se produjo en el seno mismo de la sociedad, y no puede, no debe, repetirse. El odio, la discriminación, la deshumanización y la masacre de ciudadanos indefensos no pueden ganar la partida de la aceptación en el imaginario colectivo. O de la resignación. O de la colaboración. La fortaleza de este acuerdo radica en que hoy es transversal a todas las instituciones de Alemania, las que incluyen, como es obvio, a los partidos políticos. 

Entre nosotros y salvando las distancias, el mismo concepto fue debilitado al trasladarlo a la arena de la confrontación por quienes se proponían en apariencia resguardarlo. El consenso sobre el respeto a los derechos humanos no puede abandonar su esencia de bien cultural que nos interpela a todos sin excepción. En cambio, de ello, por mezquinos intereses de poder, devino en mero instrumento para alimentar la grieta, la división paralizante, que nos lleva directo a un callejón sin salida. 

Por supuesto que siempre existieron diferencias entre los organismos de derechos humanos y entre las expresiones políticas que los defendían. Ya durante el tiempo aciago de la dictadura existían tensiones y entredichos tanto al interior de los organismos como entre ellos mismos, situación que intenté describir con la mayor objetividad posible en los primeros capítulos de este libro. Pero la amenaza constante de la represión obligaba, sin embargo, a dejarlos de lado y a concentrarse en lo esencial, y no en las divergencias. 

Por otro lado, deben tenerse en cuenta las circunstancias reales. Los familiares de desaparecidos y de presos políticos carecían de una historia común de convicciones éticas e ideológicas compartidas. La imperiosa necesidad y la urgencia de hacer frente a la tragedia que los avasallaba fue el motor que los impulsó a organizarse. El objetivo era mínimo: disminuir en algo su absoluta orfandad y soledad ante el poder arbitrario y omnímodo del gobierno militar. Así nacieron Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo y Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas. También, mediando la dictadura, Emilio Mignone fundó el CELS. A estas organizaciones se sumaban instituciones preexistentes, como la LADH, el MEDH, la APDH y el Serpaj. 

El daño mayor es apropiarse del tema, partidizarlo, convertirlo en una política de facción

El advenimiento de la democracia en 1983 fue una oportunidad histórica que los argentinos supimos aprovechar. Se avanzó en una agenda ambiciosa que no solo contemplaba restaurar las bases republicanas destruidas y el Estado de derecho, sino también inaugurar una nueva época, que incluyera a todos los sectores políticos y sociales. El objetivo prioritario era romper el ciclo repetitivo de golpe de Estado-elecciones-golpe de Estado, que se había prolongado durante cincuenta años desde 1930. Ese fue, sin duda, el gran éxito del gobierno de Raúl Alfonsín: las instituciones dieron un salto de calidad, consistente y proyectado en el tiempo. Fue un momento de inflexión, de mirarse en el espejo de la historia reciente y de establecer criterios irrenunciables de verdad, justicia y respeto a normas de convivencia democráticas para resolver los conflictos de interés. También para los organismos de derechos humanos fue un puente que les permitió pasar de ejercer puras estrategias defensivas a colaborar en el diseño de políticas perdurables. El esfuerzo que compartieron en la investigación de los crímenes del terrorismo de Estado y el juicio a las juntas permitió lograr el consenso del Nunca más, aun con las diferencias que sostuvieron en varios aspectos. No todos estaban de acuerdo con la creación de la Conadep, por citar un ejemplo notable. También hubo discusiones intensas acerca de la llamada teoría de los dos demonios. Tampoco todos aceptaron la reparación económica posterior a los juicios que el Estado dispuso como beneficio para las víctimas y sus familias. Sin embargo, esas diferencias no impidieron la gestación de un compromiso extendido del Nunca más que abarcó no solo el respeto a los derechos humanos básicos, sino también la adhesión, sin restricciones, al sistema democrático y a la erradicación de la violencia como herramienta política. 

Casi cuatro décadas después, nos encontramos con que, de un tiempo a esta parte, la polarización acerca de la interpretación simbólica de lo sucedido en los 70 se ha incrementado exponencialmente, y rompe aquellos difíciles y constructivos acuerdos de la posdictadura. Por un lado están quienes, a partir de las políticas kirchneristas, se apropian del tema, hasta el punto de que, en 2006, el entonces secretario de Derechos Humanos de la Nación, en nombre del PEN, escribe un segundo prólogo del Nunca más que corrige al original, reivindican retóricamente los ideales de la lucha armada de un modo anacrónico y pretenden hacerse dueños absolutos de lo que es verdad y de lo que es justicia. Por el otro, están los que quisieron obturar el pasado a libro cerrado por encima de los desgarros que siguen doliendo y que la evidencia nos dice que no están resueltos. En un centro muy amplio nos ubicamos quienes estamos dispuestos a sostener los valores del Consenso del Nunca más dando las discusiones que sean necesarias para acercarnos –lo más que se pueda– a la verdad. Y también están aquellos que se sienten alejados del tema no solo por sus diarias preocupaciones acuciantes, sino además por una disputa que no les interesa porque han dejado de comprenderla. 

La polarización acerca de la interpretación simbólica de los  ‘70 impide acuerdos

Estas condiciones dificultan que voces diferentes pero necesarias para sostener la continuidad de políticas de Estado puedan argüir, como quería Hannah Arendt, sobre qué ocurrió, cómo ocurrió y por qué ocurrió. Lamentablemente, para mí, en las últimas conmemoraciones condenatorias del golpe de 1976, las Madres y Abuelas, algunos partidos políticos y organismos afines han incluido párrafos en la declaración que se lee cada año que reivindican –alguna vez en forma directa y otras en forma tangencial– la lucha armada y los ideales de aquella generación diezmada. Está claro que, por este camino, la discusión se torna antihistórica: ni la situación actual tiene que ver con las condiciones políticas que imperaban en los 70, ni entre los ideales de las organizaciones revolucionarias estaba la instauración de la democracia ni era especialmente apreciado el concepto “derechos humanos”. Destaquemos que las palabras no son inocentes y tienen poder: o son semillas del odio y la confrontación o bien lo son del consenso y el pluralismo. En cada uno de nosotros está su uso responsable, sobre todo en los referentes 

de aquellos organismos cuyo propósito fue y debería seguir siendo el resguardo y la promoción de los derechos humanos. 

Hoy, objetar algún punto de la política sobre derechos humanos de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, como lo venimos haciendo en este texto, significa exponerse a acusaciones y descalificaciones de todo tenor que impiden un debate real. De inmediato se impone la estrategia de la grieta, que crea monstruos a medida de una y otra vereda. Así, un gobierno democrático, en este caso el de Mauricio Macri, puede ser calificado de “dictadura”, aunque haya mantenido sin cambios la caracterización negativa y la condena oficial sobre los crímenes de la dictadura o mantenido y aumentado políticas que pueden considerarse de derechos humanos ampliados, como la Asignación Universal por Hijo (AUH). 

Recurrir a las categorías políticas setentistas es invocar un mundo que ha dejado de existir con el objeto de combatir dictaduras que tampoco existen. Es apelar a una batalla “fantasmal” que, sin embargo, no es inocua, porque alimenta el enfrentamiento y la división. Su peligro radica en la construcción de un estereotipo del adversario al que se le niega toda racionalidad, representatividad o buena fe y, por el contrario, se le adjudican las peores intenciones.

 

 

 

☛ Título

La historia íntima de los Derechos Humanos en la Argentina

☛ Autora

Graciela Fernández Meijide

☛ Editorial Sudamericana 
 

Datos sobre la autora:

Es profesora de francés, actividad que ejerció hasta 1976, cuando desapareció su hijo Pablo.

Desde entonces colaboró con la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, y en 1983 integró la Conadep.

Fue diputada nacional, senadora y ministra de Desarrollo Social.

Hoy preside el Club Político Argentino.