Torcuato era único. Todo en él era distintivo. Era un tanto excéntrico, pero a la vez era muy normal. Era un tanto soñador pero, como todo ingeniero, no se distraía ni un minuto de las cosas concretas y precisas, y tenía los pies bien en la tierra. No hay muchos como él. ¿Cuántos son socialdemócratas y, con ese objetivo en mente, proclaman la necesidad de un partido conservador? ¿Cuántos llegan a ser secretarios de Cultura y dicen que la cultura no les interesa tanto como el nivel de desempleo? ¿Cuántos son asaltados en una villa y como respuesta envían libros a ese mismo lugar? (...) No conozco a nadie que haya hecho este tipo de cosas.
Como decía, él rompía todas las reglas de pensamiento y comportamiento convencionales. Todas. Todo el tiempo. Vivir a su lado podría ser cualquier cosa, pero nunca aburrido.
Me acuerdo cuando venían visitas del extranjero y Torcuato se negaba a mostrarles lo obvio. “¿Qué querés? –me decía–, ¿que los llevemos a Puerto Madero?”. No, por supuesto que yo no esperaba eso de él. Pero tampoco me imaginaba que los iba a llevar a las zonas más desprotegidas de la Ciudad. Una vez le salió mal: cuando Natasha, mi sobrina de 16 años que vive en Estados Unidos, vino por unos días, Torcuato –entonces secretario de Cultura– la llevó a Isla Maciel, uno de esos lugares que a él le gustaba mostrar a los turistas “para que también vean la pobreza en la Argentina”, decía. Fueron asaltados por una pandilla de adolescentes. Nada serio, pero se quedaron con la cadenita de oro de Natasha. La adolescente se llevó un gran susto y no olvidó jamás esa experiencia.
Así era Torcuato, nunca se podía esperar algo “normal” de él. Cuando le pedí que eligiera el restaurante para celebrar nuestros treinta años de casados, eligió… ¡el Club Unidos de Pompeya! Si íbamos a Punta del Este, nos quedábamos en el campo y no en la playa. Durante los mundiales, hacía planes para otras actividades justo cuando jugaba la Argentina (no sabía nada de fútbol). Nunca se le hubiera ocurrido llevar a los chicos a Disney. En París nos internábamos “literalmente” en el Louvre y en Inglaterra, en el Museo Británico. Por supuesto que todos los turistas van, el tema es cómo lo hacen. Ir con Torcuato era una clase magistral que se prolongaba por horas y horas. Eso ya no era una recorrida como todas, sino un estudio exhaustivo e interminable del cual no siempre se salía en una pieza. Torcuato se preparaba antes y llevaba anotado en su libretita lo que había que ver y hasta que no terminaba no nos íbamos. Siempre éramos los últimos, prácticamente cuando estaban apagando las luces y cerrando el museo.
Cuando Torcuato hablaba, lo hacía con mucha fundamentación histórica, con ejemplos y casos exóticos, pero lo que más llamaba la atención eran sus ocurrencias, sus improvisaciones, expresadas en forma brillante e inesperada. Una vez lo escuché decir que “el amor saca a flote lo peor de cada uno”. ¿Lo peor? Sí, lo peor, y explicaba cómo el amor puede transformar a una persona perfectamente racional en un monstruo egoísta y posesivo, listo para matar en un arrebato de celos. O cuando dijo: “Tuve que pagar mucho dinero para que mis hijos pudieran entrar al Colegio Nacional de Buenos Aires”, cuando en realidad nuestros dos hijos habían ingresado con excelentes notas. La gente se quedaba perpleja y tardaba un tiempo en darse cuenta de que era un chiste.
A veces sus reacciones eran inocentes y hasta infantiles, como cuando sacudía con orgullo nuestra libreta de matrimonio, que le gustaba porque “era colorada”. Nunca explicó el porqué de esa aparentemente inmadura reacción y no valía la pena preguntarle tampoco porque seguramente iba a contestar con algún chiste de humor ácido, quizá para esconder algún hecho significativo, por ejemplo que esa fue su primera y única libreta de casamiento en la Argentina. No lo sé. Me cuenta una amiga de toda la vida, Mariana Biro Sweet, que cuando le ofreció a Torcuato ser rector de su escuela, la Escuela Del Sol, Torcuato también tuvo una reacción infantil: “¿Y me va a llevar mucho tiempo?”, le preguntó, preocupado porque estaba trabajando en un libro. Cuando Mariana le explicó que no, que el trabajo consistía principalmente en firmar papeles, Torcuato dijo: “¿Firmar? Ah, entonces sí, acepto”, y agregó: “¡Voy a ser como mi papá, que se la pasaba firmando y firmando todo el día!”. Así fue como Torcuato pasó a ser el primer rector de la Escuela Del Sol, una escuela progresista y renovadora, famosa por su excelente calidad y vanguardismo hasta el día de hoy.
Había ciertas cosas que a Torcuato no le importaban. Pero cuando digo que no le importaban, tengo que agregar que en absoluto: nada de nada de nada. La decoración de la casa, por ejemplo. Si por él hubiera sido, podría haber vivido en un depósito de muebles: le daba lo mismo. Con tal de que tuviera unos estantes para poner sus libros y un escritorio con una silla, era suficiente. No necesitaba más. (...)
Otra cosa que no le importaba nada era su atuendo personal, ni el de nadie. Yo le compraba camisas, trajes, suéteres y corbatas, todo de buen gusto, pero él abría la puerta del placar y agarraba lo primero que aparecía, sin prestar ninguna atención a lo que elegía.
Ni siquiera las dos medias del mismo par. Un día, recuerdo, nos echaron del Jockey Club. (...) Nunca llegamos a entrar porque el portero paró a Torcuato en la puerta y le dijo que no cumplía con las normas de vestimenta porque no llevaba traje. Manuel Mora y Araujo decía: “Cuando éramos jóvenes sus amigos solíamos burlarnos un poco de su manera descuidada de combinar su ropa”.
*Autora de Mis cuarenta años con Torcuato Di Tella, editorial Biblos (fragmento).