Te has ganado tu merecido”. Una frase tan lapidaria como anticuada, ¿qué solía significar? Que la persona en cuestión se había portado mal y, por eso, se la castigaba para compensar su falta y restaurar así cierto equilibrio universal. O bien lo contrario: que obtendría su justa retribución por una acción loable. En síntesis: para merecer algo, había que haber hecho algo.
Tarde o temprano, cada cual cosecharía su siembra. ¿Pero qué significa ahora cuando un anuncio susurra tú te lo mereces o tú lo vales, mientras nos invita a probar —es decir, a comprar un jabón, un chocolate o un paquete turístico, cualquier cosa? No supone que hayamos hecho nada demasiado edificante para ser dignos de tal oferta.
El énfasis reside en ese tú, que es tanto el destinatario como la causa del merecimiento. Solo por ser tú (o vos o usted), te lo mereces y deberías poder disfrutarlo. Y yo estoy de acuerdo, por supuesto: aunque no haya hecho absolutamente nada, lo merezco todo por ser yo. Parece banal, pero quizás no lo sea. Las múltiples pantallas de nuestra cotidianeidad incitan a la búsqueda de bienestar y autorrealización, así como su entusiasta ostentación, sin culpas ni vergüenzas ni otros pesares heredados de la vetusta moral judeocristiana. Aquella que nos llevaba a creer en la dura necesidad de “hacer para merecer” o “penar si has hecho el mal”.
Al mismo tiempo, por todas partes hay depresión, ansiedad, aburrimiento, cansancio, pánico, odio, resentimiento, crisis, peleas, destrucción. Podría seguir largamente esa lista de palabras sombrías, cargadas de afectos tristes que resuenan tanto en el imaginario como en la implacable realidad del mundo contemporáneo. ¿Cómo conjugar esas dos tendencias aparentemente opuestas? ¿Somos más libres y felices que nunca, o jamás nos sentimos tan frágiles y frustrados? ¿Empoderamiento total o impotencia paralizante?
Tal vez sea una falsa oposición o una ecuación más bien tramposa, repleta de desafíos que invitan a pensar en un cambio de época radical. Entre las muchas transformaciones que están sucediendo, es imposible no prestar atención al reemplazo digital en las tecnologías de comunicación. La influencia de ese factor es inconmensurable. Sin embargo, hay otro ingrediente de esa metamorfosis, mucho más sutil o imperceptible, que puede ayudar a comprender la envergadura de semejante sacudida histórica.
¿De qué se trata? De un terremoto que agrietó las bases sobre las cuales fue construido el sueño de la modernidad y, ahora, nos lleva a recomponer ese “suelo moral” con recursos imprevistos. Esa alteración subyace a varias rupturas entre el régimen moderno y el contemporáneo: aquello que estamos abandonando y hacia donde nos dirigimos. Cada vez se nota más la erosión de ese terreno irrigado por valores que fueron agotándose, carcomiendo así los pilares de una era gloriosa o nefasta, según se la vea cuya finitud hoy constatamos.
Si la moral burguesa era hipócrita por definición, aun cuando lo fuera de manera tácita, ingenua, o convenientemente disimulada bajo sus mejores intenciones, el mundo actual parece haber asumido desconcertantes tonos cínicos. Algo que se refleja en fenómenos perturbadores como la posverdad, los negacionismos científicos, las fake news, los trolls y los haters de internet. Ya no se finge respetar las reglas del juego, ni que se posee un talante del cual se carece; en cambio, la apuesta se redobla descaradamente para obtener lo que sea sin cuidar las formas ni preocuparse por los demás.
La sociedad moderna se fundó bajo la égida de un contrato social imaginario, un pacto mítico firmado por todos los ciudadanos de un determinado Estado nacional, que habría instaurado la democracia representativa con sus dignísimas promesas de igualdad, libertad y fraternidad entre los signatarios. Esos grandes lemas componían una trama aparentemente sólida y consensual, afincada en un humanitarismo universal y una ética vagamente protestante que la hacía no solo legítima sino incontestable. Aunque las bellas ideas y las buenas voluntades nunca llegaron a integrarse por completo a la vida terrenal, sus principios fueron impresos en innumerables códigos y constituciones, manuales de conducta y corazones henchidos al cantar el himno de la patria.
Pero las prácticas inspiradas en esos reglamentos no lograban disfrazar sus fisuras, casi siempre soterradas en falsos pudores o culpas inconfesables. Desde las relaciones laborales y comerciales, obviamente desiguales, hasta la diplomacia internacional o la mismísima democracia de cada país, instituciones que ni siquiera intentaban esconder demasiado sus abismos jerárquicos en la distribución de los poderes, sus arreglos de bastidores, sus consabidas componendas.
Para no hablar de los asuntos de alcoba y otras menudencias de la vida privada, bajando del plano macro al micro. El adulterio en primer lugar, tan romantizado y semiconsentido (al menos para algunos), mientras se lo execraba con gran escándalo en la arena pública. Por más rectitud y solemnidad que se adujera, todo estaba lleno de costuras deshilvanadas y parches ignominiosos, como delatan las infinitas cláusulas solapadas en la “letra chica” de escrituras, tratados y contratos.
Esa mala fe típicamente burguesa era conflictiva en su esencia; por eso, siempre que se insistía en barrer la mugre bajo la alfombra, la conciencia también se rehusaba a quedar del todo limpia. Lo cual generaba aristas difíciles de limar, que solían estallar en serios dilemas morales, destilando un malestar que fue interpretado como el inevitable precio a pagar por algo digno de cualquier sacrificio: la civilización.
Ese desasosiego emanaba de la necesidad trágicamente imposible— de reprimir los instintos individuales en nombre del bien común. O sea, aquello que le convenía a la colectividad y se entendía como prioritario, aunque perjudicara a sus miembros en particular. Semejante abnegación constituye, de hecho, uno de los principales diagnósticos de Sigmund Freud en su célebre ensayo El malestar en la cultura, publicado hace casi cien años.
Pero ya mucho antes, en los siglos XVII y XVIII, pensadores fundamentales como Hobbes, Locke y Rousseau formularon sus versiones de la misma disyuntiva: ¿individualidad y libertad por un lado, seguridad y comunidad por el otro? Michel Foucault lo sintetizó en una frase intrigante, que revertía de un sopapo toda la liturgia metafísica: el alma, cárcel del cuerpo, plasmada en su libro Vigilar y castigar, de 1975. Con ella revelaba el secreto del disciplinamiento de los cuerpos, que la sociedad moderna operó gracias a la interiorización de las normas por los ciudadanos dóciles y útiles de la epopeya mecanicista.
Es decir, la alabanza del poderío socioeconómico por medio de un desarrollo industrial alimentado con fuerza de trabajo humana. Esos engranajes psíquicos y sociales se vieron reforzados por la jaula de hierro que la ética protestante forjó en cada sujeto moderno o civilizado, retomando la metáfora de Max Weber en su famoso veredicto fechado en 1905. No han sido pocos —de Kafka a Dostoievski, de Balzac a Nietzsche— los denunciantes de esa triada que balizaría las conciencias modernas: el sentimiento de culpa, la represión de las pulsiones y el respeto a la ley.
Ese suelo moral fue labrado por las premisas racionales y universalistas del Iluminismo europeo de fines del siglo XVIII; y contrariado así como tortuosamente complementado por los influjos románticos que aportaron singularidad, expresividad, sentimentalismo e irracionalidad. Esa confluencia gestó un perfil muy peculiar: el Homo psychologicus, una especie de cuerpo-máquina entrenado para obedecer y trabajar, aunque dotado de una delicada interioridad psicológica. Un núcleo personal, oculto y palpitante, más verdadero y trascendental que las vanas apariencias, pero capaz de absorber —no sin dolor— las exigentes demandas socioculturales, políticas y económicas del capitalismo industrial.
Aunque toda esa constricción haya funcionado con bastante eficiencia —y un consenso considerable— a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, siempre tuvo que vérselas con resistencias, embates y transgresiones. Esas críticas se intensificaron en las décadas de 1960 y 1970, movilizando una serie de rebeliones y negociaciones que se consolidaron en el viraje del siglo XX hacia el XXI. No quedó ilesa casi ninguna de las instituciones que vertebraron al proyecto modernizador: desde la escuela hasta la prisión, el cuartel, el museo, la biblioteca, el cine, la fábrica y el hospital, pasando por la familia nuclear hasta llegar a la prensa y la ciencia.
Ese socavamiento dejó a la vista el lado oscuro del Humanismo, que se soñó universal aunque esclavizaba, colonizaba y abusaba de una vasta porción de la especie humana encuadrada en categorías como anormales, inferiores, exóticos, alteridades o minorías, mientras violentaba a las demás criaturas terrestres en nombre de su bienestar y de un progreso incuestionable.
Ya no hay cómo ocultar la hipocresía intrínseca a esa moralidad que fue hegemónica durante el último par de siglos y, ahora, está desacreditada. Se derrumban estatuas de próceres en plazas de aquí y de allá. Caen viejos mitos que parecían de hierro, reprobando efemérides antes conmemoradas y exigiéndose reparaciones o pedidos de disculpas. Los grandes museos metropolitanos se ven constreñidos a devolver sus tesoros más valiosos, rapiñados en las antiguas (y no tan antiguas) colonias. Se ventila toda suerte de corrupciones y las vergüenzas más impensables salen a la luz, se filtran o subastan sin ningún miramiento.
Muchas de esas acusaciones circulan por internet, donde seis mil millones de personas se conectan mediante pantallas y cámaras siempre encendidas. La mayoría participa activamente en redes sociales: el equivalente al 62% de la población mundial. Allí pasan un promedio de dos o tres horas al día, que en algunos países de América Latina llegan a más de nueve, usando plataformas como Facebook, Instagram, X o Twitter y TikTok. Esa interconexión global horizontalizó el debate público, autorizando muchas manifestaciones otrora amordazadas por la trama un tanto escabrosa del “proceso civilizador”.
Desenmascarar la hipocresía burguesa era una tarea necesaria. Sin embargo, con la desertificación de esa superficie moral que se ha vuelto estéril, surgió un terreno fértil en el cual también germinaron otras hierbas. Entre ellas, un conjunto de discursos inéditos, capaces de cambiar el paisaje con una velocidad y una virulencia que dejó a mucha gente desorientada.
Se han alzado voces antes inaudibles y todavía discriminadas en términos de clase, género o raza, entre otros indicadores de desigualdad social. Ahora empoderados, esos individuos y colectivos reivindican derechos injustamente confiscados y denuncian las artimañas con que durante siglos se los explotó bajo argumentos cada vez más insostenibles. Pero esas voces no fueron las únicas en levantarse tras el desplome del viejo mundo; ni, tal vez, las que supieron actuar de modo más estratégico y decisivo en el nuevo escenario.
Ese mismo sustrato reconfigurado permitió la proliferación de otras arengas, que también eran impronunciables poco tiempo atrás. Afinados con el ideario neoliberal ya implantado, pero en sintonía con renovadas tendencias autoritarias, estos otros “empoderados” del siglo XXI desprecian los antiguos consensos acerca del bien común y la democracia, mientras defienden libertades individuales estrictamente mercadológicas e irrumpen con su irreverente violencia explícita en diversos ámbitos.
De modo que no fueron solo los oprimidos del régimen en declive los que mostraron su disgusto tan pronto les fue posible; asimismo, lo hicieron quienes podrían salir perdiendo con el desmonte de la opresión hipócrita. Desilusionados, furiosos, resentidos, los miembros de esa contraofensiva reaccionaria también descubrieron maneras imprevistas de hacerse oír. Dispensando las formalidades decadentes de la ritualística burguesa, los nuevos cínicos son poshipócritas a su manera: aprovechan el momento propicio —ese suelo fragilizado y en mutación para vociferar sus “verdades” sin recatos ni contemplaciones diplomáticas.
Desde los angry white men retratados por el sociólogo estadounidense Michael Kimmel hasta los defensores del “liberalismo autoritario que analizó el filósofo francés Grégoire Chamayou en La sociedad ingobernable, pasando por un inesperado renacer de los fascismos, los nacionalismos y los fundamentalismos religiosos. Aunque parezcan retrocesos civilizatorios, esos insólitos arcaísmos son frutos genuinos de la contemporaneidad: solo han podido brotar sobre un piso macerado con nuevos componentes.
El fenómeno tiene múltiples rostros y no pocas contradicciones, pero algo los unifica: cierto “empoderamiento” logrado en tiempos recientes por posiciones políticas y de costumbres radicalizadas con respecto a lo que antes era usual o se vislumbraba en el horizonte. Algunas de ellas se sitúan a la extrema derecha del espectro ideológico, mezclando ciertas quejas que a fines del siglo XX se habrían considerado residuales por demasiado recalcitrantes, con actitudes disruptivas y provocadoras nunca antes vistas. Esos personajes parecen haber recuperado cierto orgullo herido tras salir del sótano con sus reclamos altisonantes; y, para sorpresa de muchos, refundaron los populismos al erguirse como una poderosa fuerza política innovadora.
A pesar de su explosiva novedad, el fenómeno emitió señales desoídas durante su incubación. Algo se empezó a intuir con el aluvión de trolls y haters que ya contaminaba al cotilleo en internet a principios del siglo XXI, un griterío que se generalizaría poco después con el triunfo de la sociabilidad enredada y el traslado del debate público a los feudos digitales. Ese entrenamiento en la diatriba rabiosa, sacándoles chispas a los teclados desde sus trincheras anónimas, terminó siendo contagioso. En pocos años, esas criaturas irascibles se reprodujeron insolentemente. Con el aliento que brinda el apoyo mutuo, se sintieron habilitadas a capitalizar la (in)moralidad de los algoritmos para imponer sus insultos, memes, teorías conspirativas, delirios pseudocientíficos y una agresiva descalificación de los rivales.
Yo digo lo que se me ocurre y hago lo que quiero, en síntesis, porque me lo merezco. Sin menospreciar la compleja diversidad de este movimiento de escala multinacional y en flamante ebullición, sus manifestantes tienen en común algo que no es su exclusividad: solo han podido florecer en este suelo moral recientemente adobado, en el cual los nuevos cinismos crecen con más vigor que las viejas hipocresías. (…)
Las tecnologías no son neutras
¿Qué sería un uso excesivo, desmesurado, abusivo o adictivo de celulares y redes? ¿Cómo diferenciarlo de las demás formas de usarlos, supuestamente sensatas o correctas, válidas, quizás civilizadas? ¿Dónde está el límite, cómo identificarlo y evitar transponerlo? Probablemente sea imposible responder esas preguntas. Uno de los motivos está inscripto en la moralidad contemporánea y se plasma en la expresión que nos convoca: yo lo merezco. Lo cual equivale a decir que si yo quiero, debería poder hacer lo que se me ocurra con mi teléfono o con lo que sea. Nada ni nadie tiene derecho a impedírmelo.
Otro motivo es un concepto clave de la filosofía de la técnica en que se basan estas reflexiones: las tecnologías no son neutrales. Ni las computadoras ni internet, ni los teléfonos celulares ni la inteligencia artificial, ni siquiera la escuela o el parlamento, una mesa o un pincel, un par de anteojos o una tenaza, un revólver o una linterna, para mencionar solamente algunos de los muchísimos dispositivos inventados por nuestra cultura, ninguno de ellos es una mera herramienta neutra.
Ninguno está desprovisto de valores en sí y, por tanto, se podría usar para hacer cualquier cosa, de modo correcto o incorrecto. Para entender mejor esa visión de la técnica hay que ampliar el foco y, al mismo tiempo, hacerlo más preciso.
Desde el punto de vista antropológico y genealógico, sabemos que los cuerpos humanos y las subjetividades no son universales o eternos, siempre idénticos en su esencia por tratarse de una misma especie biológica. Los modos de vivir pueden ser sumamente diversos, van cambiando junto con las épocas y dependen también de las geografías o de muchos otros factores: nos adaptamos a los distintos contextos socioculturales y, junto con esa flexibilidad, desarrollamos varias habilidades, actitudes, creencias, costumbres, tecnologías.
No es el mismo ser humano aquel que se criaba en la Edad Media, en la Antigua Grecia, en una tribu nómade de Oriente Medio o del sur de África hace miles de años, o en los pueblos originarios del continente americano en tiempos previos a la llegada de los europeos, para mencionar solo algunos ejemplos aleatorios. Algo comparable puede decirse con respecto al presente: la experiencia de ser alguien aquí y ahora no es igual a la de nuestros ancestros un par de generaciones atrás, tampoco incluso a la que tuvimos en la infancia o la juventud quienes estamos vivos hace unas cuantas décadas.
Podríamos argumentar que nos volvemos compatibles con ciertas tecnologías, retomando aquella metáfora de la simbiosis humano-máquina y usando la expresión tecnologías en sentido amplio, como artefactos culturales típicos de cada época o cultura. Más que con los diversos aparatos, de hecho, nos compatibilizamos con los modos de vida que esas tecnologías proponen, suponen y estimulan, que evidentemente también son históricos.
Todavía estamos pasando de una sociedad mecanicista, mecanizadora, mecanizante, que industrializó a la vida bajo la impetuosa metáfora de la máquina analógica compuesta por puro hardware y encarnada en la locomotora, el telar, el reloj o las cadenas de montaje fabriles— hacia una cultura que tiende a digitalizarlo todo: cuerpos, subjetividades, modos de vivir. Volviendo, entonces, al punto que nos interesa: las tecnologías no son neutrales. Todas las herramientas llevan la marca de una época porque son históricas, traen incorporados valores y creencias del contexto sociocultural que las gestó, imaginó e inventó para luego adoptarlas y propagarlas.
Aunque todo eso sea obvio, menos evidente es lo que se deriva de esa premisa: justamente por tal motivo, no es cierto que se las pueda usar de cualquier forma o que su provecho dependa del modo en que se las use. Por más amplios y abiertos que sean, y aun cuando a veces haya imprevistos, esos modos de usarlas tienen sus restricciones. Toda y cualquier herramienta supone ciertas formas de manejarla, nos propone un tipo de uso y, por tanto, nos estimula a que hagamos con ella exactamente eso y no otras cosas. Esas maneras de apropiarse de cada tecnología implican, también, ciertas formas de vivir bastante específicas e igualmente históricas.
Siguiendo este razonamiento, el uso que solemos hacer de los celulares o las redes sociales es siempre “excesivo”, ya que de eso se trata, para eso se los inventó y con ese objetivo se fueron perfeccionando: es así como funcionan (y nos hacen funcionar). Ese uso considerado desmedido, abusivo o adictivo es precisamente el uso que esos dispositivos suponen, proponen y estimulan. Esos artefactos son fruto de esta época, nuestra sociedad los imaginó y los asimiló para ser usados compulsivamente.
Al mismo tiempo en que esas tendencias se arraigan, las formas de vida modernas van quedando anticuadas. Durante el auge de aquella cultura decimonónica, la escuela desempeñó un rol fundamental, valiéndose de un conjunto de tecnologías analógicas de lectura y escritura: lápiz, papel, cuaderno, pluma, escritorio, biblioteca, tintero, pizarrón, tizas.
☛ Título: Yo me lo merezco
☛ Autor: Paula Sibilia
☛ Editorial: TAURUS
Datos del autor
Paula Sibilia nació en Buenos Aires y vive en Río de Janeiro, donde es docente de Estudios Culturales y Medios en la Universidad Federal Fluminense (UFF) e investigadora de las agencias públicas brasileñas CNPq y FAPERJ.
Estudió las licenciaturas de Comunicación y Antropología en la Universidad de Buenos Aires (UBA), una maestría en Comunicación (UFF), un doctorado en Comunicación (UFRJ), otro en Salud Colectiva (UERJ), y posdoctorados en París VIII y la UBA. Es autora de El hombre postorgánico (2005), La intimidad como espectáculo (2008) y Redes o paredes (2012).