No hay lugar a dudas, como decía una exitosa publicidad de tarjetas de crédito, que “pertenecer tiene sus privilegios”. En los últimos 13 años de historia económica hemos cosechado varios récords en materia de inflación comparada, perdiendo casi diez años de estabilidad de precios con una conducta monetaria escandalosa e inmoral. Hoy ya somos miembros plenos del “club de los fracasados”. Nuestros compañeros de ruta comparten nuestra miseria, en una mesa principal, en el concierto de las naciones. Nuestros socios Irán, Venezuela, el Congo, Afganistán, Irak y un puñado más de díscolos y disparatados países competimos para ver quién ostenta el mayor grado de decadencia.
Alguna vez se dijo que el acuerdo de entendimiento con Irán, o el apoyo a Chávez y Maduro, no formaban parte de nuestra cultura. Lamento disentir con ustedes. Cada vez más, seguimos sumando puntos para convertirnos en presidentes de esta patética cofradía de países esquizofrénicos y alienados.
La Argentina está enferma, terriblemente enferma. La inflación no es más que un síntoma de una enfermedad crónica que nos afecta desde hace mucho tiempo, ochenta años al menos: el populismo. 2015 como año electoral es el espejo de nuestras miserias y horrores. Todavía no hemos tomado conciencia de nuestra dolencia, de nuestra falta de criterio. Desde cada espacio, los candidatos prometen gestión, mayores gastos, nacionalizaciones, apropiación de rentas y un sinnúmero de violaciones de los derechos individuales consagrados en la Constitución del ’53/’60, hoy sepultados en una maraña de leyes contradictorias.
La inflación, como todos nuestros males (salud, educación, cultura, justicia, seguridad), es tratada como compartimento estanco dejando de lado la visión global por las miradas parciales e incompletas. Sin dudas, el próximo gobierno podrá bajar la inflación. El síntoma de la enfermedad puede ser abordado con la última literatura y un conjunto de técnicos que pongan en orden un poco el desequilibrio monetario del país. Pero no nos hagamos ilusiones de que con eso habremos curado la enfermedad. Un manejo monetario más prolijo, basado en un plan de target a la tasa de inflación, o algún ancla nominal y un pequeño ajuste fiscal, podrían volver a engañarnos y hacernos creer que estamos curados.
La realidad es más compleja. Requiere un menor nivel de gasto público, una menor presión fiscal (hoy herramienta de asimetría entre la economía formal y la informal), una desregulación de carácter permanente de la economía, para que los precios sean determinados por los incentivos que brinda el mercado y no el arbitrio de un lobby o el capricho de un funcionario omnisciente y mesiánico. La lista es más que extensa y muchos economistas serios saben cómo llevarla a cabo; sin embargo, la solución va más allá de un gobierno y de las buenas intenciones.
Podremos salir transitoriamente del “club de los países fracasados” y recibir algunos capitales que aprovechen la rentabilidad de negocios de rápido retorno. Pero reflexionemos: ¿quién estaría dispuesto a invertir a largo plazo en una economía en franca decadencia, donde las reglas de juego han sido violadas sistemáticamente, donde los recursos han sido desviados hacia actividades de baja productividad? Conformarse con obras de dudosa eficiencia o pantallas de leds en polos tecnológicos de cartón, o cartelería en hospitales, por nombrar algunas cosas, no es progreso sino engaño.
Argentina no necesita un salvador para la República. Necesita reglas de juego claras que se consoliden, al menos, en los próximos treinta años. Demanda políticos que piensen más allá de sus horizontes electorales, que desregulen en forma permanente la economía. Los cambios transitorios sólo generan soluciones transitorias, y algo de esto ya sabemos.
*Profesor de Economía Internacional Monetaria en Ucema.