La Argentina es definitivamente un país viejo. No porque su población se cuente con edad avanzada. Tampoco porque su fundación date de la edad media. Lo es sólo porque su paupérrima clase dirigente se mueve con parámetros obsoletos, y apunta a llevar a la población a un status quo antiguo, sin rastros de modernidad.
Algo así como querer atarse al pasado para asegurarse prebendas y otras ventajas, con la ayuda cómplice de una población sin motivaciones que premia los reiterados fracasos y se conforma apenas con su inmovilidad.
Pero lo más preocupante, es que apenas 40 días después de un pronunciamiento popular, la dirigencia oficialista arremetió con los mismos errores y los opositores dieron por terminadas sus endebles alianzas y volvieron a la diáspora. Una muestra de la debàcle intelectual de la Argentina.
Ante el fracaso del modelo económico y el desastre fiscal, el oficialismo disparó un impuestazo sobre los consumos de gas que implica una nueva detracción al bolsillo de la población. En medio de un ciclo recesivo, la administración Kirchner intensificó el ajuste que lleva adelante desde hace meses con incidencia en los servicios. Este ajuste -con definidos contornos fiscales-, tiene múltiples efectos: baja la demanda en sectores de ingresos fijos y lleva menores recursos al Erario y sube los costos para los sectores se servicios que luego se trasladarán a precios con el consiguiente aumento de la inflación.
El estado de las cuentas públicas es particularmente delicado y la administración Kirchner apela a todo tipo de cosmética para que contablemente se muestre orden. El despilfarro se comió los impuestos de emergencia -cheque y retenciones-, los fondos de los trabajadores en las ex-AFJP, los fideicomisos y ahora apuntan a las cuentas del Banco Central generando un déficit cuasi fiscal.
Es que la política cambiaria y monetaria está sujeta a los designios de la Casa Rosada y la aspiradora de fondos está conectada directamente al BCRA.
El gobierno obliga al BCRA a girar las utilidades obtenidas por la colocación de las reservas internacionales. Sin embargo, no sólo gira la rentabilidad efectivamente percibida sino que lo obliga a girar la diferencia por la variación de las valuaciones de las distintas monedas que componen las reservas.
Dicho de otro modo, mediante un artilugio contable, el gobierno obliga a transferir el producto de la colocación de las reservas aun cuando no fueron percibidas, esto es computar como utilidades la diferencia cambiaria de las reservas, devengada pero no realizada, ni realizable puesto que no hay operaciones de compra venta.
Esto implica una caída en terreno negativo de las cuentas del BCRA y la justificación del gobierno, sin entender el riesgo en que cae el país, es que las reservas son para aplicar en políticas contracíclicas.
Además, el déficit cuasi fiscal se va ahondando porque el costo de los pasivos financieros del BCRA supera los ingresos por colocación de reservas debido al enjuague contable antes mencionado.
Pero hay un efecto más que alimenta la hipótesis de un embrión inflacionario: los mayores giros por el efecto contable implican un impacto directo sobre los agregados monetarios sin una contrapartida efectiva en divisas en el nivel de reservas. Es decir, suben los pesos en circulación pero no las divisas de las reservas.
Pero lejos de preocuparse, el gobierno fertiliza el germen inflacionario. La aplicación de licencias no automáticas a productos importados, la sanción de leyes de proteccionismo a bienes tecnológicos y el impedimento al ingreso de bienes sin contrapartida de exportación colocan mayores rigideces y trabas a la economía. Esto es menos bienes para, cuanto menos, igual demanda, lo cual implica más inflación, una feroz distorsión en todo el sistema de precios relativos y menos calidad de bienes.
En suma, la caída en el nivel de actividad en varios rubros se combina con una plataforma inflacionaria para dar como resultado un efecto devastador. El cuento de un modelo de país viejo y fracasado.
(*) Agencia DYN