Yo no soy una vieja amiga de Verón. Lo conocí, eso sí, en los ochenta y pico, en la flamante Facultad de Ciencias Sociales que estaba en Callao al 900, a la vuelta del Colegio Carlos Pellegrini. El me conoció a mí mucho más tarde. Y no diría siquiera cuando empecé a dar clases en la carrera de Comunicación, que él dirigía en San Andrés. Más vale, tuve evidencia de que él sabía de mí una tarde de 2007, cuando me llamó por teléfono para preguntarme qué opinaba sobre un asunto relativo a ciertas discursividades y cómo resolvería yo unos problemas técnicos específicos. No tengo ni idea de qué le contesté, pero confieso que sentí que había alcanzado otro estatuto, como si me hubiera graduado en algo, porque percibí que la respuesta lo había satisfecho.
A partir de ahí, empezamos a frecuentarnos. A veces salíamos a almorzar. De hecho, nos inventamos un ritual cómplice: “¿Querés algo de postre?”, me preguntaba indefectiblemente al terminar el plato. “Bueno, no sé. ¿Vos?”, “Querés, querés”, decía. Y al mozo: “Yo la conozco y sé qué quiere. Traiga un panqueque de manzana, que lo vamos a compartir”.
Otras veces nos juntábamos en la universidad, al principio en su oficina de fumador empedernido, después en la mía. Hablábamos de muchas cosas. Temas académicos: asuntos de tesis, de tutorías, de cursadas. Temas profanos: su casa italiana en Monte Cerignone, vecina de la de Umberto Eco, con quien jugaba a las bochas (y a veces, no siempre, le ganaba); o la posada de Japaratinga, enclavada en el paraíso. También nos juntábamos en su casa, donde siempre compartíamos una caipirinha: “Acá, la caipirinha se toma como el mate”, decía, y pasaba el vaso gordo para iniciar la ronda.
La vida es tan rara: a mí, que lo había mirado en los ochenta y pico como sólo se mira a esos autores que uno lee y que sabe que, en algún punto, le han cambiado la vida, me tocó sucederlo en el cargo de director de la carrera. Entiéndase bien: sucederlo. Nunca podría reemplazarlo. El estaba cansado de esa dirección, muchos años con una tarea demandante que le restaba el tiempo que necesitaba para seguir produciendo conocimiento. “¿Qué es lo que NO tengo que hacer, Eliseo, en esta tarea?”, “Vos sola vas a darte cuenta”, me dijo. “Y si no, yo voy a estar”.
Me conmovía escucharlo: aunque claro y preciso, su discurso jamás era unívoco, sus palabras reverberaban en la mente trayendo otros sentidos, generando una red de efectos que, por qué negarlo, me provocaba un extraño placer intelectual. Agudo, inexpugnablemente lúcido y lapidario, había traído la semiología a la Argentina y creo que se sabía fundador de un monumento que no cesa de crecer. Por eso le encantaba estar rodeado de jóvenes: no faltaba nunca a sus clases y llegaba puntual a darlas, secretamente feliz.
En estos días, la prensa ha hablado mucho de quién era Eliseo. Y es probable que mucho de lo que se ha dicho sea cierto.
Pero no es menos cierto que fue un maestro querido por sus alumnos (que hoy lo lloran, doy fe) y valorado por sus amigos (como Oscar Traversa, su amigo entrañable, casi su hermano). Y que ha sido un padre devoto de su hijo Daniel, quien le llenaba la boca de orgullo y de ternura. Porque si Eliseo resultaba parco a veces, como distante o invulnerable, la sola mención de Daniel (su mejor obra, pero en una dimensión que no parece admitida por las biografías académicas) lo volvía vulnerable y humano. Igual que cuando sonreía, con esa especie de risita pícara con las cejas levantadas que, de pronto, lo convertía en un chico.
Yo sé que Eliseo fue un intelectual controvertido, un hombre de posturas contundentes, tal vez desafiantes. Sé que ha recibido miradas diversas. Seguramente hay varios Eliseoverones. Conmigo fue un hombre genuinamente generoso. No supe antes y ahora nunca sabré por qué.
Yo no fui amiga de él por mucho tiempo, apenas los últimos siete, seis años. Pero me honra considerarme su amiga. Y hasta tuve la oportunidad de decirle, la última vez que lo vi, apenas unas horas antes de que se fuera, que lo quería mucho.
*Directora de la Licenciatura en Comunicación de la Universidad de San Andrés.