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Alemania: el regreso de los viejos demonios

La cuarta potencia económica sufre el escándalo de Volkswagen y la crisis de los refugiados. Golpe al orgullo y fortalecemiento de la derecha xenófoba.

En aprietos. Merkel ya no recibe el apoyo masivo de sus compatriotas, en gran parte por la crisis de los cientos de miles de solicitantes de asilo. Directivos de la Volkswagen al admitir que los vehíc
| AFP

Desde París
Una noche a fines de enero, la canciller alemana Angela Merkel acudió a un concierto de piano de Antonio Acunto en el Konzerthaus de Berlín. Aunque es una melómana refinada, no asistió por la música, sino porque se trataba de una velada a beneficio de los refugiados, un acontecimiento que representaba una excelente ocasión para reforzar su popularidad en acelerada disminución.

Durante el entreacto, la canciller caminó unos pasos hasta el palco donde estaba el reverendo Rainer Eppelmann, una referencia moral del país. En 1990, después de la caída del Muro de Berlín, ese pastor protestante dirigió Despertar Democrático, un partido formado en la República Democrática Alemana (RDA) para tratar de impulsar la reunificación: “¿Qué hay que hacer para que vuelva la esperanza a este país?”, le dijo la canciller al borde de las lágrimas.

Merkel era consciente del desmoronamiento psicológico y de la pérdida de confianza que están martirizando a Alemania desde hace meses. Hace un año y medio, cuando ganó el Mundial de fútbol, se decía que Alemania había perdido definitivamente el complejo de culpa que arrastraba desde la Segunda Guerra y que había empezado una nueva era en el país.

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Nueva caída. Ahora, con el escándalo de Volkswagenla crisis de los refugiados, el país volvió a caer otra vez presa de sus viejos demonios hasta el punto de que puede terminar precipitando la caída de Merkel.

En apariencia nada cambió. El país más poblado de Europa  –con 81,2 millones de habitantes–  sigue siendo la cuarta potencia económica del mundo (con un PBI nominal de 3,9 billones de dólares en 2015), centro de gravedad de la Unión Europea (UE) y polo dominante de la zona euro, el tercer exportador mundial (detrás de China y Estados Unidos), con un total de  1,1 billones de euros en 2014, con un excedente comercial de € 217.000 millones.

Individualmente, los alemanes son los europeos que, estadísticamente, mejor resistieron la crisis. A pesar de un crecimiento relativamente débil (1,8%), pero con una tasa de desempleo de 6,2% de la población activa, una inflación de 0,3% para el total de 2015 y un excedente presupuestario de € 12.100 millones, el país mantiene un vigor y una estabilidad que le permitieron lograr un aumento récord del salario real de 2,5% en un año y elevar el ingreso promedio a € 48.226 anuales.

Alemania es, para decirlo en una palabra, el país más dinámico, estable y próspero de Europa. Pero al mismo tiempo es un gigante con pies de barro, probablemente debido a esa fisura psicológica que arrastra desde el final de la Segunda Guerra Mundial y que no pudieron curar ni el milagro económico de los años 60, ni la reunificación del país concretada en 1990, ni los títulos acumulados en los mundiales, en la Champions League, en automovilismo con Michael Schumacher y en tenis con Boris Becker y Steffi Graf.

Cada vez que parece llegar al apogeo de su gloria, entra en una fase de depresión que replantea las dudas existenciales que arrastra desde hace más de 70 años. Una de las últimas crisis de confianza fue provocada por el escándalo del fraude cometido por Volkswagen en los motores diésel de los modelos que se venden en Estados Unidos.

Ese episodio  ­–vergonzoso en un país puritano que no cesa de proclamar las virtudes de la honestidad y la transparencia–  hirió el orgullo nacional porque salpicó el prestigio de una empresa considerada hasta ese momento como modelo de la excelencia industrial alemana.

El otro impacto emocional que no pudo metabolizar el país fue la llegada de casi un millón de migrantes en 2015. Ese desplazamiento masivo de refugiados, sin precedentes en Europa desde el final de la Segunda Guerra, suscitó al principio una ola de euforia de dimensiones casi deportivas. En ese período de euforia, Angela Merkel abrió las fronteras sin ninguna discriminación y llegó a decir que el país estaba dispuesto a recibir un promedio de 800 mil refugiados por año hasta 2017. Fue la medida más audaz que adoptó durante sus diez años en el poder, lo que justificó la decisión del semanario norteamericano Time de nombrarla Persona del Año, mientras varias organizaciones y personalidades internacionales propusieron su nombre para el Premio Nobel de la Paz.   

También se dijo, una vez más, que esa política de generosidad probaba que, finalmente, Alemania había superado sus demonios del pasado.

Ese espejismo duró pocas semanas porque, a medida que aumentaba el flujo de inmigrantes y crecía la admiración internacional, también se potenciaba el rechazo de amplios sectores de la opinión pública excitados por la retórica xenófoba de movimientos populistas como Alternativa para Alemania (AfD) o abiertamente racistas como Pegida (sigla en alemán de Europeos Patriotas contra Islamización de Occidente).

El punto definitivo de inflexión ocurrió la noche del 31 de diciembre en la ciudad de Colonia, donde “varios centenares” de hombres jóvenes “de origen árabe y norafricano” robaron, acosaron sexualmente y violaron a más de 500 mujeres.

Ese episodio también sirvió para mostrar que la cara oscura de Alemania todavía no desapareció por completo: como ocurría en la ex RDA o en la época del nazismo, donde la ley del silencio era una garantía de tranquilidad política y hasta de supervivencia, durante casi cinco días la policía e incluso la prensa silenciaron la saturnal de la noche de Año Nuevo. Aplicando una interpretación sui generis del principio de políticamente correcto, creyeron que denunciar esos desmanes perjudicaría la causa de los refugiados, según confesaron en las semanas siguientes.

Como era previsible, ese episodio sirvió para avivar el odio racista e islamófobo. Un partidario de Pegida le exigió a Merkel que asumiera la responsabilidad por haber “dejado entrar a esa chusma”. Al mismo tiempo, los grupos xenófobos y los movimientos de extrema derecha encontraron el pretexto ideal para intensificar la ola de ataques e incendios contra albergues de migrantes y agresiones personales contra refugiados.

“Alemania tiene un problema de xenofobia”, admitió en Berlín el ministro de Interior alemán, Thomas de Maizière, durante un debate con los responsables de la policía criminal federal. Para sostener sus afirmaciones, el ministro exhibió dos cifras elocuentes: los ataques racistas se quintuplicaron en el último año (pasaron de 199 en 2014 a 1.005 en 2015). El jefe de policía de Leipzig fue aún más drástico: el país vive “un ambiente de pogroms”, aseguró aludiendo a las persecuciones de judíos en los años del nazismo.

En pocos meses ese encadenamiento de episodios de violencia provocó un cambio abrupto del clima político en Alemania.
Alarmado por esa escalada, el columnista Ross Douthat del New York Times escribió recientemente que para evitar “un resurgimiento del estilo de violencia política de los años 30”, la mejor solución era que Angela Merkel se fuera.

No es el único que piensa eso. Las críticas contra Merkel que llovieron en las últimas semanas y la rebelión de 100 diputados democristianos indican que existe una conspiración en marcha para precipitar un cambio en la cúspide del gobierno. El grupo rebelde que opera en la penumbra cree que, en una primera fase, el hombre ideal para asegurar el relevo es el actual ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, de 73 años. Condenado a desplazarse en una silla de ruedas desde que fue baleado por un desequilibrado en 1990, cuando era ministro de Interior en el gobierno de Helmut Kohl, es uno de los políticos más populares de Alemania, gracias al prestigio que cosechó como artífice del nuevo milagro económico alemán.

A diferencia de Franklin D. Roosevelt, que ocultaba su incapacidad bajo una frazada, Schäuble sabe explotar su “diferencia”. En una entrevista que concedió al semanario Der Spiegel en 2011 admitió que cuando sueña se ve caminando. En estos años demostró que, a 12 km por hora  –la velocidad que desarrolla su silla de ruedas– puede ir mucho más rápido y es capaz de llegar más lejos que cualquiera de sus adversarios.