Estamos en cuarentena; nuestros contratos, ¿también? ¿Hay que seguir cumpliéndolos? ¿Se suspenden? ¿Se extinguen? ¿Hay algún tipo de responsabilidad legal, bien sea por no cumplirlos, suspenderlos o darlos por terminados? Hoy parece que todo vale, pero ¿qué va a pasar cuando termine esta odisea? En buena medida, dependerá de lo que hagamos y decidamos ahora.
Negociemos, don Inodoro. La frase es trillada pero cierta: a veces es mejor un mal acuerdo que un buen juicio. Por muchas razones, lo mejor es que las partes del contrato afectado intenten ellas mismas reencauzar la relación, con un espíritu de apertura y buena fe. Y mucha imaginación. De lo contrario, será difícil llegar a buen puerto en este juego que, por lo menos en lo inmediato, parece ser de suma cero o, peor, negativa: lo que uno de los contratantes gana el otro lo pierde, si es que no pierden los dos. Habrá que otear el horizonte; tal vez allí nos espera un ganar-ganar. Como dijo Nietzsche, lo que no te mata te fortalece, y esto también es aplicable a las relaciones contractuales y comerciales.
Lógicamente, toda negociación se hace tomando como referencia qué puedo esperar si no llego a un acuerdo: cuál es mi mejor alternativa. Y acá entra en escena el marco jurídico y legal. Renegociar sin esto claro es como manotear a ciegas. La soga está, hay que sacarse la venda.
Primero lo pactado. En principio, deberá tenerse en cuenta lo que se haya convenido. Muchos contratos, sobre todo los de mayor importancia económica, suelen tener cláusulas que distribuyen el riesgo o establecen mecanismos para afrontarlo (por ejemplo, el deber de renegociar, la mediación o el arbitraje). Salvo que violen normas imperativas, son válidas y, en principio, hay que honrarlas.
Marco general: nadie fue. Dicho así, en términos generales, lo más probable es que ninguna de las partes sea culpable del descalabro contractual. El combo “pandemia del coronavirus-medidas gubernamentales (con la cuarentena a la cabeza)” es un caso fortuito o de fuerza mayor de manual: un evento imprevisible, inevitable y ajeno a las partes. Pasarán las décadas, acaso los siglos, y se lo seguirá estudiando. Estamos escribiendo la historia, de a ratos con nuestra sangre.
Lógicamente, esto incide, y mucho, sobre el encuadre jurídico de las distintas encrucijadas contractuales que pueden presentarse, liberando de responsabilidad a quienes no cumplen, o habilitando la modificación o la extinción de los contratos afectados. Pero no siempre. Insisto: no vale todo. En lo que sigue, me referiré a las tres patologías contractuales más importantes que pueden presentarse:
◆ la imposibilidad de cumplimiento;
◆ la frustración del fin del contrato, y el desequilibrio económico del contrato.
No puedo cumplir el contrato. En muchos casos, por razones jurídicas o materiales, no se puede cumplir lo acordado. Lo que en el derecho se conoce como “imposibilidad de pago o de cumplimiento”. Por ejemplo, porque el Gobierno prohibió la prestación del servicio contratado, la entrega de la mercadería vendida o la apertura del establecimiento comercial. ¿Qué reglas se aplican?
Por lo pronto, la parte imposibilitada de cumplir queda exenta de responsabilidad (no tiene que indemnizar). Lógicamente, la otra tampoco debe cumplir su obligación (la contraprestación).
¿Y qué hay del contrato? Hay que distinguir dos escenarios:
◆ si la imposibilidad es definitiva, se extingue;
◆ si la imposibilidad es temporaria, se suspende hasta que sea posible cumplirlo. (Obviamente, el escenario “pandemia + cuarentena” será transitorio, pero puede que, por el carácter esencial del plazo o porque la suspensión frustró el interés del acreedor de modo irreversible, la imposibilidad de cumplir el contrato sea definitiva).
No me interesa cumplir el contrato. Cabe, también, que, aun cuando sea posible cumplir el contrato, a uno de los contratantes ya no le interese, y que su desinterés no sea caprichoso. Por ejemplo, a una empresa no le sirve seguir recibiendo insumos si no está operando o a una persona no le interesa recibir prestaciones que pensaba utilizar para una fiesta que ya no realizará (o al menos no en la fecha programada). Se ha frustrado el fin del contrato.
¿Qué hay de este caso? La parte cuyo interés se ha frustrado definitivamente tiene derecho a darlo por terminado. Si la frustración es temporaria, en cambio, el contrato queda en suspenso en el ínterin y se reanuda cuando esta cese, salvo que impida el cumplimiento oportuno de una obligación cuyo tiempo de ejecución es esencial, supuesto en el cual la parte afectada tiene derecho a poner fin al vínculo contractual.
En cualquiera de estos casos, por supuesto, sin ninguna responsabilidad de las partes. Por excepción, puede que el contratante frustrado tenga que compensar al otro los gastos en los que ya haya incurrido para ejecutar el acuerdo, aunque esto es discutido.
Cuesta arriba cumplir. Finalmente, puede que se haya roto el equilibrio económico del contrato, de modo que resulte muy desventajoso para una de las partes. Por ejemplo, porque se han disparado locamente los costos de sus insumos. Es lo que en la jerga jurídica se conoce como “imprevisión” o “excesiva onerosidad sobreviniente”.
En este caso, la parte perjudicada tiene dos opciones a su alcance:
◆ poner fin al contrato, o
◆ solicitar su adecuación, de modo que se restablezca el equilibrio perdido, así sea parcialmente, y el contrato ya no le resulte tan perjudicial.
La solución proactiva. Este cuadro es un boceto muy rústico del panorama general. El encuadre de cada contrato requiere un análisis riguroso, indispensable antes de definir cualquier curso de acción. El deslinde de los distintos escenarios no es simple (a veces las diferencias son muy sutiles), y ni hablar de las ramificaciones que puede presentar cada uno, que deliberadamente omití. Las herramientas están, es cuestión de elegir las que correspondan y saber usarlas. Está en nuestras manos.
*Director del Doctorado en Derecho y profesor titular de Contratos de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral.