El 9 de julio, el entonces presidente del Congreso, el sanjuanino Laprida, leyó: “Nos, los representantes de las Provincias Unidas en Sud América, reunidos e invocando al Eterno que preside el universo, en nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos, declaramos solemnemente a la faz de la Tierra, que es voluntad unánime romper los violentos vínculos que nos ligaban a España, recuperar los derechos de que fuimos despojados e investir el alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando séptimo y sus sucesores… Comuníquese a quienes corresponda para su publicación. Y en obsequio del respeto que se debe a las naciones, detállense en un manifiesto los fundamentos de esta solemne declaración. Dada en la sala de sesiones, firmada de nuestra mano, sellada con el sello del Congreso y refrendada por nuestros diputados secretarios”.
El 12 de julio, hubo una discusión sobre la forma de gobierno, al proponer el diputado Acevedo que se adoptase la forma monárquica constitucional con Parlamento, y cuando predominaba la opinión de iniciar tratativas para nombrar un rey, el fray Santamaría de Oro exigió que, antes de tomar ninguna determinación, se consultara “a los pueblos”. Entonces, la discusión se detuvo y el tema no pasó de ahí.
El 19 de julio, en sesión secreta, el diputado Medrano hizo aprobar una modificación a la Declaración de la Independencia, agregando después de “… independiente del rey Fernando séptimo y sus sucesores…” la frase “y de toda otra dominación extranjera”.
La Declaración leída por Laprida alteraba el nombre del país, llamándolo Provincias Unidas en Sud América, algo que no se había oído hasta entonces. Según algunos historiadores, eso tenía una intención: declarar la Independencia de todas o casi todas las colonias españolas en América del Sur.
Días más tarde, fue redactado un Manifiesto a las Naciones, anunciando la Independencia de las Provincias Unidas al resto del mundo. No obstante, ningún país la reconoció en ese momento y ninguno lo haría hasta siete años más tarde.
Recién el 10 de septiembre de 1816 llegó a Buenos Aires la noticia de que el 9 de julio de ese año se había declarado la Independencia de las Provincias Unidas en el Congreso de Tucumán. Tres días después hubo, en la Plaza de la Victoria (que se llamaría Plaza de Mayo a partir de 1867), una impactante celebración popular, presidida por Pueyrredón, el Director Supremo.
La Pirámide de Mayo fue engalanada en celeste y blanco, y se la rodeó con jarrones y estatuas decorativas. El palco de honor fue armado con 180 sillas de terciopelo. Hubo un gran desfile militar. Frente a la bandera se hizo la jura de jefes castrenses, que se comprometieron a defender con la vida la Independencia argentina ante el mundo.
Carros alegóricos de los distintos barrios porteños pasaron ante la plaza. Un coro de niños entonó el Himno Nacional. Y se dispararon salvas desde el Fuerte de la ciudad y desde los buques cercanos a la costa.
A la noche, la Catedral y la Pirámide impactaron, iluminadas por los reflejos de los fuegos artificiales. Tañeron todas las campanas de la ciudad. En la Recova, ubicada entre la Plaza y el Fuerte, se prendieron 1.141 velas de sebo. Hubo exhibición de trajes y danzas, se premió a los artesanos más destacados por las obras presentadas ese día y se repartió dinero a los pobres.
Para los que creen que recién a partir de octubre de 1945 se celebró allí lo importante en este país, corresponde informar que eso es inexacto. Esa costumbre comenzó en junio de 1580, cuando el fundador de Buenos Aires, Juan de Garay, fue a esa plaza (denominada entonces Mayor) y plantó un símbolo de la justicia: un árbol en el que los nada ecologistas funcionarios españoles de entonces clavaban bandos informativos para los pobladores de esa pobre aldea.
Garay había elegido ese lugar (de unas 2 hectáreas, ubicado en parte entre las actuales calles Rivadavia, Balcarce, Hipólito Yrigoyen y Bolívar) para que se construyeran dos plazas separadas por una recova (demolida en 1884) en medio: la que hoy se conoce y una ubicada enfrente (donde está la Casa Rosada), que contenía el Fuerte de la ciudad.
Desde entonces, esa plaza fue el centro de la vida ciudadana, celebrándose allí los actos más importantes, tales como, entre otros, la Reconquista y la Defensa en las Invasiones Inglesas, en 1806 y 1807, cuando pasó a ser llamada Plaza de la Victoria; la Revolución de Mayo, en 1810; la mencionada jura de la Independencia de la Patria, en 1816, y la Constitución Nacional, el 21 de octubre de 1860.
La Pirámide de Mayo existe en la plaza desde 1811, cuando se festejó el primer aniversario del movimiento revolucionario que derrocó a Baltasar Hidalgo de Cisneros, el último virrey español en lo que sería la Argentina. Es una construcción hueca de dieciocho metros de alto, hecha con ladrillos y parecida a un obelisco. Ciento treinta años después, en 1941, le pusieron placas de bronce donde se puede leer la leyenda que sintetiza su historia; los nombre de Felipe Pereyra de Lucena y Manuel Artigas, los dos primeros oficiales que perdieron la vida en los campos de batalla luchando por la independencia argentina; una frase de Belgrano, del 13 de febrero de 1813 (“Este será el color de la nueva divisa con que marcharán al combate los defensores de la Patria”), y otra de Laprida, emitida el 25 de julio de 1816, en el Congreso de Tucumán (“La Bandera celeste y blanca que se ha usado hasta el presente ondeará en los ejércitos, buques y fortalezas de las Provincias Unidas del Sur”).
La plaza no sólo sirvió para las celebraciones. Ya en 1580, Garay hizo poner un cadalso con su correspondiente soga para ahorque al lado del Arbol de la Justicia.
Allí, durante más de un siglo, se ató a los reos para el castigo que se hacía en forma pública y delante de los niños del colegio, que eran aleccionados moralmente por los maestros. Las penas iban de azotes a crueles ejecuciones.
Hasta la celebración de la Declaración de la Independencia, varias fueron las víctimas. En 1802, un tal Martín Ferreyra y sus secuaces fueron juzgados por un Consejo de Guerra que los condenó a ser ahorcados y descuartizados por asaltar un pueblo bonaerense. El virrey Joaquín del Pino y Rozas, muy bondadoso él, modificó esa sentencia y dispuso que, luego de ahorcados, sólo Ferreyra fuera descuartizado, mientras que al resto sólo debían cortárseles las manos luego de ser decapitados.
Nueve años después, fueron fusilados ahí diez cabecillas de lo que se conoció como el “motín de las trenzas”, que comenzó en el Regimiento de Patricios. Cuatro suboficiales y cuatro soldados fueron degradados delante de las tropas, ejecutados, y sus cadáveres puestos en exhibición pública.
En 1812, se reitera, por orden de Rivadavia fueron fusilados en la plaza Martín de Alzaga y mucha gente por sospecharse que conspiraban contra el Primer Triunvirato. Y fue ahorcado el fray José de las Animas, el primer religioso ejecutado en la ciudad.
Por último, el domingo de Pascua de 1814 fue fusilado en el Fuerte el capitán Marcos Ubeda, por conspirar contra el gobierno, y su cuerpo fue exhibido en la plaza. Este episodio fue muy criticado porque era costumbre indultar a los condenados durante las fiestas religiosas, y porque se consideró de muy mal gusto que las familias que iban a la misa en la Catedral se encontraran con el cadáver expuesto.
Más allá de esos “cuadros” no aptos para espíritus sensibles, la primera corrida de toros en Buenos Aires se realizó en 1609 en la Plaza Mayor, y fue presenciada desde el piso alto del Cabildo por autoridades y gente “bien”. Recién en 1805 se cambió el escenario de ese espectáculo, pasándolo a la actual Plaza San Martín, cerca del Retiro.
Poco antes de la Declaración de la Independencia, fuerzas portuguesas iniciaron una campaña militar para apoderarse de la Banda Oriental, lo que finalmente se produjo en agosto de 1816. La excusa para esa invasión luso-brasileña era la acción del jefe de los federales, Artigas, que desconocía la autoridad del Directorio y del Congreso.
El propio Director Supremo, Pueyrredón, no vio con malos ojos esa invasión. Pensaba que no era mal negocio perder una provincia para librarse de la amenaza de los federales, y que si Artigas era derrotado por los portugueses sería fácil recuperar para la obediencia al gobierno central a Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes. No ocurrió así: con la única excepción de Córdoba, las provincias federales no pudieron ser domadas y no enviaron representantes al Congreso de Tucumán ni a su continuación en Buenos Aires.
Al general invasor, Carlos Federico Lecor, Pueyrredón no le exigió la inmediata retirada de su ejército de la Banda Oriental y hasta pretendió lograr su apoyo para luchar contra Artigas. El resultado de tal política fue la ocupación de Montevideo a principios de 1817 y una larga guerra defensiva de los orientales, hasta la derrota definitiva allí de los portugueses y los brasileños, en 1820.
Al comenzar el año 1817, la situación militar en el norte del país se había tornado muy delicada. Creyendo que nuestra frontera norte estaba desguarnecida, el general español José de la Serna lanzó repetidos ataques sobre la provincia de Salta. Aunque repelidos por el general Güemes, se pensó entonces que estaba en peligro la seguridad del Congreso. Por ello, el 17 de enero de 1817, en la última sesión en Tucumán, dando como pretexto que los representantes de las provincias tenían que estar más en contacto con el Director Supremo, se decidió su traslado a Buenos Aires.
Los diputados cordobeses Cabrera, Del Corro y Pérez de Bulnes se opusieron al traslado, exigiendo que se consultara a las provincias. En respuesta, fueron expulsados del Congreso y sufrieron algunas semanas de arresto.
Desde entonces, el Congreso dejó de ser “de Tucumán”, aunque los historiadores suelen citarlo con ese nombre también en el período posterior. Asimismo, dejó de ser la caja de resonancia de los intereses de las provincias del interior, para ser sometido a una intensa influencia del Poder Ejecutivo, de la prensa y de la opinión pública de la ciudad de Buenos Aires. En pocas palabras, se había convertido en un mero congreso unitario.
A pesar de que uno de los principales objetivos del Congreso era sancionar una Constitución Nacional, hubo una muy larga discusión sobre su oportunidad. Y los diputados Sáenz, Serrano y Aráoz objetaron: “No teniendo el Congreso, en virtud del sistema representativo que el país ha adoptado, la decisión para disponer la suerte futura de las provincias, que por sufrir el yugo de los enemigos carecen hoy de representación competente, tampoco las tiene para dar una Constitución que las comprenda”. Pese a ello, prevaleció la opinión contraria, sostenida por los diputados porteños.
Un cambio que empezó en Europa
Uno de los valores de Rotas cadenas es la posibilidad de contextualizar los sucesos que terminaron (o, mejor dicho, que tuvieron su punto cumbre, en julio de 1816). Andrés Bufali narra los seis años y cuarenta y cinco días que van desde el 25 de mayo de 1810 al Día de la Independencia.
También los relaciona con otros eventos que sucedían en el continente y en el mundo. “Rotas cadenas cuenta ese difícil proceso emancipador y el rol de los próceres de primera línea de la historia argentina, algunos de ellos no exentos de perdurable polémica, pero también el de otros actores presuntamente secundarios, que en algunos casos resultaron fundamentales. El libro retrata vicios y virtudes de dirigentes y dirigidos, en lo que bien podría pensarse como un conjunto de aspectos no necesariamente virtuosos de nuestra siempre cuestionada identidad nacional”.
Bufali, su autor, no sólo tiene formación en la historia, sino también una carrera importante como periodista y escritor. Publicó obras de no ficción como: Secretos de gente muy famosa, El libro negro de los mundiales de fútbol, Secretos presidenciales y Con Soriano por la ruta de Chandler.
El tono de su crónica sobre la independencia argentina es precisamente ése: una mirada desde la no ficción sobre los aspectos más secretos de un momento de nuestra historia que nos parece conocido pero de cuyos detalles esenciales muchos no tenemos noción.
*Periodista y escritor.