En el día de hoy, la Presidenta tendrá su cuarto encuentro con el papa Francisco. Si bien –a diferencia de las anteriores– esta visita se presenta como breve y protocolar, es un eslabón más de una cadena de encuentros absolutamente impensados si nos remitimos a la tensa relación que tanto Cristina como su esposo tuvieron con el cardenal Jorge Bergoglio en sus tiempos de obispo de Buenos Aires. Desde que el 13 de marzo de 2013 el frágil cardenal protodiácono francés Jean-Louis Tauran anunció que el nuevo papa era el argentino, un torbellino de sensaciones y decisiones sacudió a la Presidenta, a su gobierno, a sus escribas y a la militancia. Tan sólo con recordar que la TV Pública no dudó en continuar transmitiendo Paka Paka mientras se conocía la noticia y que el bloque de diputados del Frente para la Victoria se negó a pasar a un cuarto intermedio pedido por la oposición para escuchar las palabras del nuevo pontífice bastaría para asombrarnos con este presente de relaciones estrechas. ¿Qué decir del ahora arrepentido Luis D’Elía y sus primeras reacciones ante el anuncio, o del silenciado Horacio Verbitsky? ¿Quién podría imaginar que tan sólo un año después de su asunción la mismísima Hebe de Bonafini iba a enviarle una carta que lo llenó de elogios?
Apoyada en un movimiento político ecléctico y variopinto, la Presidenta contó también con quienes le permitieron que la transición hacia el apoyo del popular y querido Francisco fuera menos traumática. No sólo el siempre diplomático Daniel Scioli colaboró en la tarea, sino que también mostraron satisfacción por la elección del Pontífice el vicegobernador Gabriel Mariotto (por aquel entonces fuertemente alineado con el kirchnerismo puro), el secretario de Comercio (hoy agregado económico en la embajada argentina en Italia) Guillermo Moreno, y el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez.
¿Qué llevó a la Presidenta a modificar su enfrentamiento con el otrora cardenal Bergoglio? Influyó sin dudas una explosión de fervor mundial y local por la figura de un papa atípico, cercano y asceta, del cual un gobierno que se autodenomina nacional y popular no podía quedar alejado. Además, el kirchnerismo fue comprendiendo que Francisco, como jefe del Estado Vaticano, debía guiarse por las reglas de la diplomacia mundial, lo que le quitaba posibilidades de realizar los señalamientos puntuales que como obispo local solía hacer. Cristina Kirchner se convenció, a su vez, de que –como presidenta del país de origen del nuevo pontífice– era mucho más lo que podía obtener de una relación cordial, amistosa y cooperativa que de una postura distante y combativa.
La breve pero profusa relación gestada entre ambos nos recuerda la influencia que tuvo sobre Eva Perón su confesor –jesuita como Bergoglio–, Hernán Benítez. Aquel sacerdote cordobés, a quien Eva escuchó por primera vez en radio Belgrano durante los sermones de cuaresma, se convirtió en pocos años en una figura importante dentro del gobierno peronista. Tanto es así que fue quien organizó la gira europea que la primera dama realizó en el año 1947 y que la llevó también hasta la Santa Sede. Pese a las prevenciones de la autoridad eclesiástica de aquella época, encabezada por el papa Pío XII, la imagen que intentó transmitir “la jefa espiritual de la Nación” fue la de un compromiso en la persecución del mito de la nación católica –apoyado en la enseñanza religiosa en las escuelas– y la lucha por la justicia social, pariente cercana de la doctrina social católica, expresión introducida por el papa Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno. Estas posturas fueron complementadas con la adhesión a la denominada Tercera Posición, la que quiso contraponerse tanto a la sociedad materialista, individualista y egoísta representada por los Estados Unidos como a la marxista-leninista y antirreligiosa impulsada por la Unión Soviética.
Eva, aun sin contar con cargo formal en el gobierno de su esposo, tuvo especial influencia en las relaciones sostenidas tanto con la iglesia local como con el Vaticano, una relación que fue sin dudas conflictiva. Por un lado, ella sostuvo su fe católica, mientras que por el otro, tanto sus apetencias políticas como las del propio Perón fueron complicando un nexo que había comenzado de manera auspiciosa.
Luego de los primeros años de gobierno, el peronismo se abocó a la intervención directa sobre viejas instituciones asistenciales que se encontraban hasta el momento en manos de damas de alta sociedad vinculadas con la Iglesia católica para ponerlas en manos del Estado, que a su vez reasignaba recursos y tareas en la Fundación Eva Perón.
El kirchnerismo, por su parte, se enfrentó a la Iglesia por el dominio de la agenda social. La intervención de la Iglesia a través de documentos, informes y declaraciones sobre la realidad no fue bien tolerada por los Kirchner. La exaltación de la personalidad, presente en ambos matrimonios, empujó también hacia la colisión con una institución que nunca se llevó bien con las religiones seculares.
Más allá de los avatares de la acción política, tanto Eva como Cristina comparten una visión religiosa de la vida, que también se plasmó en políticas concretas. Cabe repetir que Evita, aconsejada por sus colaboradores (la mayoría de ellos de origen nacionalista católico), fue una ferviente impulsora de la ley de enseñanza religiosa en las escuelas públicas (que imperaba por decreto desde 1943) y, por ende, contraria a la laicidad. Por su parte, la actual presidenta se ha negado sistemáticamente a tratar los numerosos proyectos (gran parte de ellos presentados por miembros de su propio partido) de despenalización del aborto, basada en su convicción religiosa.
En términos políticos, los puntos de coincidencia entre el peronismo/kirchnerismo con la Iglesia se afirmaron en una visión organicista y corporativa del Estado, en las críticas hacia el constitucionalismo liberal y en la exaltación de las instituciones tradicionales de la nación católica, tales como patria y familia.
Si bien los nuevos tiempos obligaron a los gobiernos de Néstor y Cristina a aceptar y promover nuevos modelos de familia (algo que no agradó a la Iglesia), todos los planes sociales impulsados desde su conducción tuvieron como eje y modelo a la familia católica tradicional, tal como sucedió durante el primer gobierno de Perón.
Los frecuentes diálogos de Cristina con el Papa y las interpretaciones siempre elogiosas y alentadoras hacia la Presidenta hechas por los medios afines al Gobierno recuerdan las tareas de divulgación que el sacerdote Hernán Benítez realizó a raíz del encuentro entre la esposa de Perón y el nuncio apostólico Angelo Roncalli (luego Juan XXIII, “el papa bueno”) en París. En los diálogos –o al menos en la transcripción que hizo Benítez de ellos–, el nuncio supuestamente alentó a Eva a perseverar en su obra y evitar la burocracia; todo lo que la primera dama quería escuchar.
A diferencia de lo que ocurrió durante el gobierno de Perón y Eva, donde su versión de catolicidad estuvo emparentada con la que imperó en la Italia de Mussolini y continuaba en la España de Franco, la contemporaneidad y el entendimiento de Cristina Kirchner con el papa Francisco han sido determinantes para que la Presidenta llegue al final de su mandato contando con apoyo espiritual y político del Estado Vaticano.
*Politólogo y miembro del Club Político Argentino.