Que ande viajando sola no significa que no tenga miedos o inseguridades. Tengo y un montón, pero prefiero convivir con ellos y aprender a superarlos, que esconderme en la zona de confort y dejar que la vida me pase por la cara. Puedo vivir con la fragilidad y el miedo a lo desconocido: lo que no podría es pasar toda la vida arrepintiéndome de no haberme arriesgado. Por eso, hace dos años transformé sueños en acciones y me fui desde Uruguay, donde nací, con una mochila de 60 litros al otro lado del planeta. Había pasado 27 años cumpliendo expectativas y sueños ajenos: era momento de escucharme y perseguir los míos.
Bali es una de las islas más turísticas de Indonesia, en el Sudeste Asiático. Tanto es así que varios extranjeros y extranjeras piensan que es un país independiente. Tal vez la cultura, religión e idiosincrasia, tan diferentes al resto, alimentan ese mito. Hace tiempo que perdí el entusiasmo en los destinos de folletería, pero algo me decía que más allá del maquillaje para satisfacer billeteras occidentales, hay un pueblo con mucho por decir y mostrar.
En este momento, ya debería haber partido para otro hospedaje del couchsurfing, hoy toca la casa de un jubilado holandés, en una playa al norte de la isla, que prometió tostadas para el desayuno y una ducha de agua caliente, detalles que para mí hoy en medio de la montaña tienen sabor a lujo. Hace una semana que estoy parando en una humilde aldea, Wanagiri, al norte de Bali, donde me siento una más por la confianza de la gente. El plan es continuar mi camino hacia la costa, pero una singular invitación me hace posponer el reencuentro con el pan, la manteca y los 30 grados: presenciar una riña de gallos.
Somos cinco y salimos en cuatro motos, desde la casa del Mangku, referente espiritual de la comunidad, y enseguida perdemos de vista al resto. Yo voy con Gede, mi anfitrión de couchsurfing, que no sabe dónde es el lugar y empieza a rastrillar la calle principal en busca de alguna pista. Como si fuera un detective hollywoodense, baja la velocidad y frunce el entrecejo en busca de una señal…
Ante el total desconcierto, se detiene en una gomería y le pide indicaciones a uno de los muchachos. Mientras mueve los brazos y pone cara de asunto serio, el mecánico me mira de reojo como intentando descifrar mi presencia: hay algo que no le cierra.
Después de varias idas y vueltas, divisamos al resto del grupo: están parados en una esquina donde nace un camino de tierra que serpentea hacia el monte. Un poco por hobby y otro tanto por documentar las experiencias del viaje para mi blog, hace tiempo que la cámara de fotos se transformó en una extensión de mi brazo. En medio del viaje, enfoco en un señor que carga con una gran bolsa blanca, pero una mano me tapa el lente de la cámara cuando estaba por disparar.
—Acá no, no es seguro –dice el chofer en un inglés rústico.
El camino zigzagueante muere en un campo abierto donde cientos de motos se dividen a uno y otro lado de un pasillo improvisado. Nubes de tierra saltan desde el suelo hasta mi cara, a cada paso que damos, dejándome la garganta casi tan seca como Bali. Al fondo, está la carpa: un techo de lona sostenido por varios postes de bambú y retazos de nailon para amortiguar el viento montañoso.
El aire marrón va tomando olor a transpiración y tabaco cuando entramos a la carpa y nos empezamos a chocar con las espaldas amuralladas de hombres que forcejean para ganar la visual del mayor atractivo: el cuadrilátero.
Dentro del grupo hay otra mujer, Ruth: criada en el campo australiano, con 15 huesos rotos y anillos de calaveras. Gede elige quedarse parado en la periferia, mientras ella logra hacerse camino al centro, a base de empujones, dejándome un surco liberado para avanzar fácilmente tras sus pasos. Mientras estoy zambulléndome en la marea de hombres sudados, una mano me agarra del brazo:
—No vayas ahí, es peligroso.
—Estoy con mi amiga.
—No vayas al centro.
Me lo dice un joven con cara de buen tipo y preocupación sincera. Pero antes que quedarme ahí, en medio de la jauría que vuelve a reagruparse, prefiero seguir a la robusta Ruth y sus anillos protectores. Esos segundos de conversación me roban la ventaja del pasillo abierto que deja mi compañera y en el intento de seguirla, unas cinco o seis manos se turnan para tocarme el culo.
Con el reflejo adquirido de la lucha contra el acoso en Uruguay, me doy vuelta para identificar y acusar a alguno de los agresores. Pero me doy de frente con risas, lenguas y machirulos orgullosos de haber marcado el territorio.
—Me tocaron el culo –le digo a Ruth cuando logro alcanzarla
—Ah, ¿en serio? A mí no, debería sentirme mal…
Su reflexión es un viaje instantáneo a los boliches de mi adolescencia, donde atravesar la pista era sinónimo de saber que tu cuerpo estaba expuesto al toqueteo masivo de los machos. Llegamos cerca de las gradas: explotan de hombres excitados con apuestas, muertes, mientras dos mujeres blancas se cuelan en su espacio sagrado de euforia y proyección de violencia primitiva. ¿Qué hago en un lugar así? No hay turistas, ni otras mujeres, salvo nosotras.
Charcos de sangre, colillas de cigarrillo, hilos rojos, escupitajos y plumas de colores salpican el monocromático cuadrilátero de tierra. Hincada contra un borde, trato de acomodarme, evitando tocar la singular decoración. Cientos de miradas se me clavan como dagas desde los cuatro costados y yo intento, inútilmente, hacerme la desentendida.
Son tantos los gallos que me cuesta reconocer cuáles son los siguientes en pelear, hasta que distingo a los que tienen una navaja atada a la pata. Cada pelea dura en promedio diez minutos y es a muerte, así que cuanto más letal sea un golpe, más rápido se puede pasar a la siguiente y aumentar las ganancias. Si un gallo se aleja y desiste de pelear, lo encierran en una pequeña jaula para liquidar la pelea. Al perdedor, le arrancan una pata y se la entregan al dueño ganador como un trofeo de guerra.
Dicen que es peligroso quedarnos acá, con las cuchillas que tienen en las patas nos pueden lastimar. Unos señores nos ofrecen sus lugares en las sillas y vamos para la grada.
—Están preocupados por nosotras –me dice Ruth.
Me cuesta imaginar a estos hombres, que viven como un orgasmo un ritual que involucra peleas entre animales indefensos y muertes, empatizar con el dolor de una mujer. El dato más actual que encontraré cuando salga de acá es que la Comisión Nacional sobre la Violencia Contra las Mujeres de Indonesia registró un incremento en la violencia de género, con 348.446 casos reportados en 2017, es decir, un incremento del 25% comparado con 2016. Hace una semana que estoy quedándome en la aldea y me rompe los ojos cómo las mujeres quedan notoriamente invisibilizadas en sus roles, labores, necesidades y sentires. Mientras reflexiono en este lugar inmundo, acepto con una sonrisa tímida el lugar en las sillas de plástico. Ahora me siento a salvo de las manos abusivas, pero las miradas, risas y gritos continúan.
— ¡I love you! ¡I love you! –me grita uno bastante más ancho que la media indonesia, mientras pasa la lengua por sus dedos en V.
Sin embargo, a los pocos minutos el Mangku se sienta con nosotras y rompe el hechizo de carta libre contra las bules (extranjeras, en balinés). Desconozco si les dijo algo o su sola presencia hizo que se calmaran. Evidentemente, el respeto no es con nosotras sino con él, que además de hombre es un referente de la comunidad.
Para nuestro alivio –o no– el show debe continuar y dejamos de ser el centro de atención. Ocho o nueve señores empiezan a tomar las apuestas del público, dejando a las turistas invasoras en un segundo plano. Billetes que van y vienen, gritos, ovaciones, cacareos, corridas, tajos y un gallo muerto. Todo pasa demasiado rápido.
Las peleas más antiguas de las que se tiene noticia ocurrían propiciadas por hombres en Asia. En China, ya se celebraban hace dos mil quinientos años y es posible que mil años antes se hicieran en la India. En la Antigua Roma eran usadas para adquirir valentía. Posteriormente, esta práctica fue llevada a América por los conquistadores españoles.
Mientras repiten el ritual de apuestas para la próxima pelea, Ruth me hace notar que el nombre en inglés para la riña de gallos es cockfight. Me sorprende porque siempre traduje el término “cock” como una manera vulgar de llamarle al pene. Aunque pensándolo un poco mejor, tal vez no estaba tan errada. Al fin de cuentas, no deja de ser una lucha de virilidad: demostrar, jugando con la vida de los gallos, quién es el más fuerte y macho, tanto adentro como afuera del cuadrilátero.
La jornada dura todo el día, pero con siete u ocho peleas que vimos ya nos parece suficiente y nos vamos. La vuelta ya es más tranquila porque vamos acompañadas.
Hace dos años, transformé sueños en acciones y me fui con una mochila de 60 litros al otro lado del planeta, donde estoy ahora. Mi sueño ahora es que tanto de un lado del planeta, como del otro, esta farsa del macho viril que atemoriza y asesina, de una vez por todas, se termine.
*Los nombres de los protagonistas han sido modificados por su seguridad.
**Esta crónica forma parte del portal de historias
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