El rifirrafe público protagonizado por Estados Unidos y China en la reciente cumbre bilateral celebrada en Alaska visibilizó que la cohabitación futura entre las dos potencias mundiales no sólo será muy difícil, sino que además podría escalar peligrosamente. Este escenario se intuye inevitable desde hace años, pues China no acepta el escrutinio de nadie en cuestiones que otros países creen que les afectan, pero que Pekín considera «asuntos internos»: sus prácticas comerciales, el ciberespionaje, los derechos humanos o la seguridad nacional, entre otros.
Que el desencuentro se hiciera evidente en la primera cita tras la llegada de Biden a la presidencia demuestra que éste difícilmente podrá rehuir la cuestión de fondo planteada por su predecesor. Podemos objetar sus formas, pero la esencia de lo que Trump puso sobre la mesa, es decir, que hay cuestiones estructurales en la relación de China con el resto del mundo que no están bien, es algo que viene de antiguo y que comparten gobiernos, instituciones y entidades políticas, económicas y sociales a lo largo y ancho del planeta. Esta percepción, en un contexto proclive a la idea de que la propagación mundial del Covid-19 se debió al encubrimiento de Pekín, no se va a evaporar tan fácilmente.
La cumbre escenificó claramente esa discordia, pues no se recuerda una crítica tan explícita, contundente y pública de Estados Unidos contra Pekín por los derechos humanos desde antes de la crisis de 2008. Aunque los derechos humanos han sido siempre un eslabón débil del régimen chino, Washington optó a finales del mandato de Clinton por disociarlos de la relación comercial, quedando en la práctica mayormente desatendidos o fuera de agenda. Con esta y tantas otras concesiones, EE.UU y el resto del mundo desarrollado contribuyeron de forma decisiva al fortalecimiento de China.
Por tanto, la delegación comunista no dudó en presentar en Alaska las credenciales de su modelo autoritario. Fue más allá que escenificar la equivalencia moral del sistema político chino con las democracias. En un tono áspero, cuestionó los derechos humanos y la salud de la democracia en EE.UU, al tiempo que reprochó a Washington su uso de la fuerza militar, su hegemonía financiera internacional o que se erija en representante del orden global.
Pekín aprovecha el desarrollo de su vacuna y sus logros económicos para posicionarse como una potencia científica emergente
Una enmienda a la totalidad a las democracias y una defensa a ultranza del modelo chino, que los diplomáticos comunistas presentaron como una «democracia al estilo chino», una perversión lingüística que su propaganda trata de difundir y normalizar. De hecho, la narrativa oficial china insiste, cada vez con más frecuencia, en la superioridad del modelo chino. Sus evidencias son su gestión de la pandemia, la supuesta erradicación de la pobreza en China y, en clave retrospectiva, la transición desde el maoísmo a segunda potencia económica del planeta. Todo ello apuntalado con un discurso por comparación ligado al desconcierto occidental durante la pandemia.
Las conclusiones preliminares de un estudio de Global Americans y CADAL sobre desinformación y propaganda en los medios estatales chinos, arroja que Pekín aprovecha el desarrollo de su vacuna y sus logros económicos para posicionarse como una potencia científica emergente y para presentar su sistema autoritario como un modelo de desarrollo idóneo tanto para China como para el mundo en desarrollo. De los contenidos y de la terminología, se deduce una narrativa reconocible, seductora y adaptada a las audiencias latinoamericanas.
Las menciones de las vacunas chinas suelen ir acompañadas de una terminología en positivo para mostrarlas en términos favorables, asociándolas a vocablos como eficacia, seguridad, contribución, responsabilidad, liderazgo o bien público. Ello contrasta con la vinculación de las occidentales a palabras negativas como muerte, enfermedad, problema, reacción adversa, efectos secundarios, acaparamiento o demora, que sirven para levantar sospechas sobre su eficacia y seguridad. A partir de este eje propagandístico, los medios chinos despliegan un discurso ideológico destinado a embaucar al mundo en desarrollo.
El régimen chino se posiciona así como el aliado fiel de América Latina y como el líder del mundo en desarrollo frente a la hegemonía occidental
Es un discurso envuelto en una retórica de cooperación perfectamente calculada. Al relato oficial se incorporan términos como amistad, ayuda, generosidad, multilateralismo, donación, responsabilidad o compromiso, y eslóganes oficiales como comunidad de salud o futuro compartido para la humanidad. El régimen chino se posiciona así como el aliado fiel de América Latina y como el líder del mundo en desarrollo frente a la hegemonía occidental, para lo cual exhibe la supuesta superioridad de su modelo como receta para afrontar los retos actuales y futuros. Un modelo que Xi Jinping cree que «abre un camino nuevo para la modernización de otros países en desarrollo».
En un contexto de desconocimiento general sobre China, se hace obligado desconfiar de los cantos de sirena de la «democracia al estilo chino» que difunde la propaganda comunista. No es sólo que no existe nada parecido a una democracia en China; es que es un error creer que el modelo chino es mejor sólo porque puede ser más eficaz. Los sistemas democráticos no son infalibles ni perfectos porque se basan en la libertad, los contrapesos, el respeto a la ley, la participación, la transparencia y los derechos humanos. Y la eficacia china proviene justamente de la ausencia de todos estos atributos.
*Periodista e Investigador asociado de www.cadal.org.