Los recientes sucesos latinoamericanos nos recuerdan que la democracia en la región es precaria, que está jaqueada por una profunda fractura social. Como se decía hace algunos años, las nuestras son sociedades belgindia, donde algunos viven como en Bélgica y otros como en India. Es el dato más actual e importante de nuestra vida en común, a la que ningún país latinoamericano ha podido escapar. Además, mucha gente que vive entre esos dos países internos se siente bloqueada, humillada, sin esperanza en un futuro mejor para ellos o sus hijos.
El diagnóstico de por qué somos belgindia incluye al periodismo. Hay una masiva extracción de clase media blanca en las redacciones que tiende a priorizar ese prisma para entender la actualidad, y su mirada no incluye a amplios sectores subalternos. Cubrir la pobreza para un periodista suele ser un trabajo de corresponsal de guerra o de antropología: sale hacia los márgenes y vuelve luego a su espacio normal. Pero eso en América Latina es muy problemático pues nuestros márgenes sociales son amplísimos, a veces incluso mayoritarios. Siempre es claro desde dónde se comunica. Los sectores populares son una audiencia secundaria en la recepción del discurso periodístico, y un lanzador inexistente en la emisión de ese mismo discurso.
Urbanitas. El periodismo habla desde zonas urbanas progresistas de buen pasar, y hasta su humor tiene que ver con esa realidad específica. En los medios se habla sobre todo de las enfermedades de la clase media, de sus derechos, de sus diversiones, de sus barrios. Así, la voz de los medios no suele abarcar toda la mancha urbana, sino que cada zona tiene su cotización mediática muy diferenciada. Por lo tanto, no solo es distinta la cobertura de salud en América Latina, sino también la cobertura mediática. Eso implica, como corolario, una desigualdad crónica de ciudadanía. Bajo el techo de la misma democracia, hay ciudadanos muy desiguales.
¿Para qué los sectores populares van a escuchar a los periodistas, si estos no les están hablando a ellos? En Argentina, los resultados electorales son un indicador de esto. Es evidente que el discurso de gran parte del periodismo profesional no es escuchado, no llega, o no es creído, que es lo mismo, por una amplia franja de la sociedad. El voto clasista es la consecuencia de dos conversaciones muy diferentes en la pirámide social, y los medios principales solo contienen una sola. Hay un eslogan adecuado para definir la meta: un medio generalista de calidad es la comunidad que se habla a sí misma. Si eso no ocurre, hay que cambiar.
Y esto únicamente podría cambiar cuando las redacciones y la comunidad profesional sean un espejo demográfico de nuestra sociedad. Así como se avanzó con la incorporación de las mujeres, resta avanzar con la incorporación de periodistas provenientes de los sectores populares. Si eso no ocurre, es difícil contener a todo el país en la conversación mediática. En los últimos cuarenta años, en las redacciones estadounidenses se hizo una marcha forzada para que su composición sea un espejo de la comunidad a la que sirve. Las antiguas redacciones blancas, anglosajonas y masculinas, ya casi no existen.
La pantalla televisiva suele ser un retrato deformado de la cara social. En la mayoría de nuestros países la diversidad de colores de piel se reduce en los noticieros. Cada vez existe una presencia más plural, pero todavía suele ser reducida.
Además, la construcción de una conversación realmente inclusiva no es solo la incorporación de esas nuevas caras y voces, sino que será entre todos los que tengan oportunidades de voz en los medios que se irá construyendo una mirada más integral. Puede ocurrir que las nuevas voces sean apenas réplicas de otras voces ya establecidas. Por eso, no se trata de hablar sobre los excluidos, en un discurso quejoso de redención, sino de incluirlos en forma efectiva y producir una nueva síntesis de la conversación nacional.
Hay que aprovechar las crisis. Como dijo un informe sobre los acontecimientos recientes en Chile, presentado por la profesora Claudia Lagos Lira y otros profesores de la Universidad de Chile, se “reventó la frontera de lo moral y socialmente aceptable”. Siempre ocurre que esas barreras invisibles gobiernan la sociedad, regulan el cumplimiento de las leyes, son el corralito de lo posible y de lo que no lo es. Y esas líneas invisibles cambian con la historia, separan épocas, y nos vuelven irreconocibles las costumbres de generaciones anteriores, incluso las nuestras de hace unos años.
El periodismo incide en la construcción y demolición de esas barreras invisibles. En la memoria histórica de nuestra prensa, existieron momentos en que esas barreras se cruzaron. Eso ocurrió con la temática obrera a fines del siglo XIX. Las organizaciones de trabajadores construyeron un bloque de publicaciones, dándole gran relevancia a que cada sindicato tuviera su periódico. La fe ciega que muchos de sus dirigentes repudiaban en la religión, ellos la tenían en la palabra impresa: “¡Bandera de combate, foco de luz que irradia cerebros, ala amparadora de todo dolor! Eso es nuestro periódico”, decía la publicación obrera argentina El Pintor a principios del siglo XX.
De a poco, esa ola de prensa obrera alternativa fue incidiendo en la gran prensa de la época, hasta que finalmente permeó su agenda. Nada menos que el diario La Prensa, en 1901, impactó con una serie de notas sobre las condiciones de la clase obrera. Hasta el diario anarquista La Protesta reconocía esa mayor atención unos días después: “La prensa que ayer estaba dispuesta a negarlo todo, hoy ante la inflexible demostración de los números pone el grito en el cielo y manifiesta la esperanza de que la acción del gobierno…tratará de mejorar la situación”. Esa preocupación que, como suele ocurrir, viajó desde la prensa alternativa hacia la principal, terminó en una ola de opinión que llevó al gobierno a elaborar el célebre “Informe sobre el Estado de las Clases Obreras Argentinas”, redactado por el médico Juan Bialet-Massé, que se convirtió en un hito en la formación de la conciencia social argentina.
Cambio y militancia. El periodismo decisivo en el cambio social no es el militante, sino el profesional, el que abre y explora los temas abarcando sus diferentes perspectivas. Para romper el estigma sobre el otro, que frena el cambio social, se requiere dar el paso de conocerlo, y un periodista es un mecanismo viviente de aprendizaje permanente. Es fácil saber cuándo un periodista decidió retirarse, aunque siga trabajando: cuando ya no aprende más. Por definición, una amplia mirada, y esa curiosidad periodística que cruza barreras, son un vector del cambio social. Si esa curiosidad está atrapada en el corralito de una guerra mediática, o en la mirada sesgada de una clase social, su potencia se reduce al mínimo.
Por su parte, el periodismo activista puede ser cerrado, militante, blindado, e incluso difusor de medias verdades o fake news. En cambio, lo más reformista es describir la realidad con la mayor cantidad de matices posibles; así se expone y convence con más fuerza que un megáfono monocausal. El trabajo de un periodista profesional es siempre más sustentable y llega a más audiencia, no solo a los convencidos. Los derechos se consolidan solamente cuando son apoyados por una mayoría social que desborda las fronteras partidarias.
Varios de los medios de referencia en América Latina surgieron de la elite, pero aquellos que han logrado construir una cultura de buen periodismo se han convertido en promotores de transformación social, dando a luz de a poco una visión más integral, y menos sectaria, de la sociedad de la que forman parte. El buen periodismo, necesariamente, es una institución de cambio social reformista.
Hay una segunda forma de invisibilidad que es cuando las voces de “abajo” pueden ser cooptadas por organizaciones políticas o sociales. Esos sectores son “representados” por referentes que los invisibilizan. Una cobertura mediática integral permitiría romper ese bloqueo de conocimiento, llegar a los sectores sociales en su propia textura y no convertidos en bloques de fuerza políticos e ideológicos, subalternados por su propia dirigencia.
Siempre los mejores medios han sido un equilibrio virtuoso entre verdad y esperanza. Y la esperanza, como dice Katherine Viner, editora en jefe de The Guardian, es, “sobre todo, una fe en nuestra capacidad de actuar juntos para hacer un cambio”.
El gran desafío de América Latina es fortalecer las democracias y avanzar en el cambio social, y en eso el periodismo tiene un rol. Va a ser difícil sostener las libertades si no se transforma el horizonte para una amplia franja social. Esto es como andar en bicicleta: si no avanzás, te vas a caer.
*Profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral.