Vicente Palermo. Politólogo y ensayista.
1) El Bicentenario en sí para mí no significa nada. No voy a incurrir, como una vez dijo Borges, en la pasión por el sistema decimal. Pero admito que los números redondos –como es el caso– suscitan una cierta emoción conmemorativa, una disposición congregativa, ya que esa conmemoración no tiene lugar en soledad y, tal vez, una idea de que es posible reflexionar sobre una trayectoria y referenciarla –lo que resulta evidentemente bastante arbitrario– en un pasado, en este caso en un pasado tan lejano. Esto da pie a muchas cosas: explicaciones, comparaciones, y rituales celebratorios, entre otras. No cabe duda de que los rituales celebratorios pueden ser importantes. Hace poco Marc Augé decía que si bien los ritos tienen una dimensión histórica o de fidelidad al pasado, hay otra dimensión del ritual que es la apertura al futuro.
Yo no tengo mejores palabras para expresarlo, pero quiero agregar que para que esa apertura al futuro se manifieste, debe haber un punto de ruptura en la propia celebración, un pequeño hecho que conmueva de una manera diferente, o sea, un cambio, una innovación. Es esa discontinuidad la que introduce la posibilidad de que el ritual se abra al futuro. Modestia aparte, esto es lo que hemos hecho en la celebración del Bicentenario del Club Político Argentino, que tiene un componente inédito: será una celebración binacional, con Uruguay. Los uruguayos participarán, no como invitados, de ningún modo, sino por derecho propio, de una celebración que hasta ahora era una celebración nacional –hasta, tradicionalmente, nacionalista– de la Argentina. Creo que ésa es una buena apertura al futuro. Nos alejamos del nacionalismo y nos hermanamos con Uruguay.
2) Es una respuesta que aquellos especialistas en el siglo XIX que, al mismo tiempo, mantienen una mirada inteligente sobre el presente (pongamos apenas como ejemplos a Hilda Sábato, a Marcela Ternavasio) podrán contestar mucho mejor que yo. Pero, ya que no puedo eludirla, comienzo diciendo que probablemente no sea completamente apropiado hablar de “los principios” de hace 200 años, ya que en ese entonces los principios promocionados eran muy diversos entre sí, encarnados por un abanico de fuerzas en pugna. Es posible que se pueda decir que había un cierto ideal común, muy primigenio, convergente hacia la conformación de un Estado nacional. Aunque las provincias como unidades soberanas era una noción fuertísima y lo seguiría siendo por décadas (si algo aprendí de mis lecturas de Chiaramonte), quizás no sea del todo anacrónico pensar que los vientos del romanticismo nacionalista ya soplaban por estas playas y afectaban la cabeza de una parte importante de las élites. Pero más allá de eso, los principios se separaban y como cada uno tiene su debilidad –después de todo ésta es una entrevista y no la defensa de una tesis doctoral–, yo muestro la mía por José Gervasio de Artigas: en el extremo opuesto de los que defendían un principio monárquico (constitucional, por cierto, algo que no tenía nada de insensato), en el extremo opuesto del unitarismo porteño (centralismo menos defendible y que alzó al cabo la divisa punzó de Juan Manuel de Rosas), en el extremo opuesto de los partidarios de que Buenos Aires fuera la capital de la unidad en formación. No le fue bien, a Artigas, y sus ideas confederativas, así como sus orientaciones republicanas, fueron derrotadas.
Tuvimos república, pero una república “posible”, largamente autoritaria, poco ciudadana, nada democrática por mucho tiempo. Diría que en este fracaso de sus sueños lo acompañó Sarmiento –paradójicamente–, porque Sarmiento consideraba a Artigas una emergencia de la barbarie caudillista. Yo a Sarmiento le perdono casi todo, pero hablar así de quien fue el autor de una de las más maravillosas piezas retóricas que conozco (“sean los orientales tan ilustrados como valientes”, 1815) es patético. Pero volvamos al presente, porque creo que muchos buenos principios se mantienen, sí, pero en lucha: hay que luchar por ellos. Hay que luchar por un patriotismo republicano, cívico, que deje en las márgenes nuestro nacionalismo unanimista y territorialista, hay que luchar, ya no por una confederación, pero sí por un mayor equilibrio, una relación más justa, entre las unidades territoriales, y hay que luchar por la libertad, que aunque en gran medida la hemos conseguido al dejar atrás –espero que para siempre– a los regímenes autoritarios, es un derecho y un bien que les falta a tantos argentinos, aquellos que no están en condiciones de ejercerla porque casi no están en condiciones de vivir. O sea que en 200 años se mantienen principios porque se mantiene sobre todo la necesidad de luchar por ellos.
3) No sé. Por qué tendría que saberlo. ¿Alguien lo sabe? La globalización tiene calurosos partidarios y acérrimos detractores. Yo no me cuento ni en uno ni en otro bando, pero es un fenómeno que no podemos ignorar, como no podríamos ignorar la lluvia. Con los procesos de integración puede decirse otro tanto: avanzan, retroceden, sufren crisis como el caso tan reciente del Brexit. Pero forman parte del escenario internacional. La independencia política argentina no debería ser pensada fuera de esos marcos; si cometiéramos ese error, fracasaríamos. Por décadas, la Argentina mantuvo –y no fue por pura estupidez, hay una lógica social detrás de ello– una noción bastante demodé de la independencia, tanto en lo político como en lo económico, y hemos pagado un elevado costo por arraigar esa noción, diría casi autárquica. Pero ahora, no terminamos de salir –ni mucho menos– de esa lógica, cuando la globalización y los procesos de integración se nos vienen encima. Si los enfrentamos con la misma rigidez, sonamos.
Ese problema tiene diversas aristas, pero se me ocurren dos, una de cara para afuera, digamos, y la otra de cara para adentro. De cara para afuera un país incorporado a la globalización e integrado regionalmente tendrá que saber que no es soberano en sentido clásico de su política exterior. No puede hacer cualquier cosa, a su entero arbitrio, y cambiar como se le antoje. Formará parte de redes donde las unidades no deciden apenas por sí solas. Este es un problema frente a la tradición diría de libertinaje de nuestra política exterior. De cara hacia adentro, es evidente que hay varios factores que se conjugan limitando los grados de libertad de los gobiernos y la independencia política: los tratados internacionales, que tienen validez constitucional, la importancia de ciertos movimientos económicos que los gobiernos no pueden dejar de considerar a la hora en que toman decisiones y, los procesos de transferencias de competencias del nivel nacional al supranacional propios de la profundización de la integración (experiencia que no hemos conocido en el Mercosur hasta ahora). Dicho en otras palabras, la interdependencia, la globalización, la integración, cambian mucho la naturaleza de la política.
Conservaremos grados de libertad, pero el arte político se habrá complejizado. Todo esto si estos procesos continúan, si no sobreviene, Dios nos libre, debido a los excesos globalizadores, los fracasos en la integración, los odios nacionalistas, los neoautoritarismos (como el de Putin), una nueva edad de las sombras y los Estados se repliegan sobre sí mismos. Los heraldos de este tiempo ya están tocando sus trompetas, ojalá lo estén haciendo en falso.
Alberto Volonte. Abogado y político uruguayo, ex embajador en Argentina.
1) El Bicentenario de la Declaración de la Independencia argentina es el antecedente de la declaración de independencia de la Banda Oriental el 25 de agosto de 1825, preámbulo de la convención preliminar de paz que permitió el nacimiento de la republica oriental del Uruguay, cuya Constitución juramos el 18 de julio de 1830. Significa entonces para mí el Bicentenario argentino la razón suficiente que hoy nos permite ser una nación soberana, independiente y orgullosa de una historia y un destino común con la República Argentina.
2) Los principios fundacionales son eternos. Dime cómo naces y te diré cómo vives. No es la nostalgia ni el creer que todo tiempo pasado fue mejor, simplemente la “libertad y la independencia“ junto a la democracia y los valores republicanos son eternos y su vigencia es permanente.
3) Ser independiente, para una nación como la nuestra, es hoy, a mitad de 2016, poder mirar para atrás y comprobar que valió la pena jurar nuestra Constitución el 18 de julio de 1830 y así los que habitamos esta bendita tierra ser quienes hemos resuelto todos nuestros avatares. Los uruguayos fuimos los actores de nuestro pasado, construimos nuestro futuro y resolvemos nuestro presente. No es retórico. Tan uruguayos somos que en el error o en el acierto elegimos nuestros gobiernos como las mayorías disponen y tenemos una cultura política que envidia la región y el mundo reconoce.
Pablo Alabarces. Investigador del Conicet y profesor de la Universidad de Buenos Aires.
1) Las efemérides suelen ser ocasiones para hacer balances (como los cumpleaños, después de todo), y las cifras redondas se prestan especialmente para ello (como cumplir 50 años, para insistir en el ejemplo). Es preciso ser antipático: la Declaración de la Independencia llegó retrasada (Artigas ya la había reclamado en el año XIII), tironeada por la máscara de Fernando VII y administrada por las élites terratenientes o mercantiles. No fue, de modo alguno, un proyecto democrático ni mucho menos, y por eso apenas podía inaugurar lo que le sucedió: 64 años de guerras civiles. Pero, claro, es el comienzo de un largo proceso jurídico que desemboca en la invención de una Nación Argentina (no en el inicio: se trataba sólo de unas presuntas Provincias Unidas) y entonces es como celebrar el nacimiento de un nene al que luego veremos crecer durante 200 años. El nene nos ha salido un tanto tarambana, egoísta, presumido, pedante y muy injusto, básicamente, de modo que celebrarlo se vuelve difícil. No cuenten conmigo.
2) Sí, porque eran tan elitistas y antidemocráticos como falaces. La tesonera vocación de nuestras clases dominantes por despreciar a sus clases populares y por ocultar sus intereses bajo la fachada del “bien común” se mantiene incólume, posiblemente hoy más que nunca.
3) La independencia tuvo y tiene más efectos jurídicos que políticos. El proceso inaugurado en 1816 desembocó 64 años más tarde en unidad territorial, administrativa y jurídica, pero nunca en independencia política: la Argentina jamás dejó de estar organizada por los intereses de sus clases dominantes y sus alianzas –cambiantes– con potencias e intereses extranjeros. La soberanía popular expresada en el voto (que comenzó sólo un siglo después de la consabida Independencia, y sólo masculina) es condición necesaria pero no suficiente para la construcción de una sociedad democrática. Entonces, la independencia política depende siempre de la efectiva construcción de una sociedad radicalmente democrática e igualitaria. Me temo que al respecto no tenemos nada que celebrar.
Victor Ramos. Historiador, fundador del Inadi.
1) Una tragedia. A 200 años de la Declaración de la Independencia no logramos constituirnos como los Estados Unidos del Sur. Desde ese instante fuimos partidos en treinta países. El general San Martín fue quien más impulsó a los delegados, muchos de ellos temerosos, a votar por la Declaración de la Independencia. Pero de inmediato caímos en la “dependencia” y de allí su decepción.
Norteamérica logró su independencia conformando los Estados Unidos. Su lema fue: “Unidad o muerte”. Y para bien de ellos el sector industrial se impuso al agroexportador.
Nosotros, por el contrario, nos separamos del Uruguay, Paraguay, Chile, Bolivia, Perú y el resto de América. No somos “estados unidos”, sino “estados desunidos”. El proyecto porteño pro británico triunfó sobre el federal latinoamericano. Y para peor, la burguesía comercial porteña agroexportadora aplastó el proyecto industrialista. Los objetivos de Martín de Güemes, Bernardo Monteagudo, Felipe Varela, Gervasio Artigas y José de San Martín no pudieron concretarse. Algunos de ellos fueron desterrados y murieron en el exilio, los otros, asesinados. Fue una verdadera tragedia. Logramos la independencia de España para caer en la británica, pero divididos. El gesto de mayor autonomía política y económica de los últimos 200 años fue la puesta en marcha del Mercosur y no lo estamos cuidando.
2) Sí. Vemos al país gobernando al estilo unitario de Rivadavia o Mitre. Desde Buenos Aires se aplasta a las provincias. Se vuelve la espalda a América Latina y se busca la asociación con Europa y los Estados Unidos. El colonialismo financiero y cultural mantiene los mismos principios. Ayer era Inglaterra quien nos despachaba ponchos y manufacturas producidas por los obreros de Manchester o Liverpool a cambio de carne vacuna. Hoy es China quien nos exporta baratijas tecnológicas a cambio de granos. No es un “neo” liberalismo, sino el liberalismo económico de siempre. En el plano cultural la televisión juega el papel de formador de consumidores. Ya no hace falta un ejército de ocupación para ganar mercados. Como vemos, los principios de los cipayos de ayer siguen vigentes para los de hoy.
Pero también como ayer se mantienen las banderas de la Patria Grande y la unidad latinoamericana, la “Nación inconclusa”, como decía un cercano pensador.
3) Vivimos una independencia formal, en una semicolonia real. No hay duda que la “tercera posición” durante el siglo XX fue una postura valiente e independiente ante el mundo imperialista y estalinista. Hoy el terrorismo es la contracara del Estado policial norteamericano. Uno u otro.
Y en nuestro país pareciera que la contracara del macrismo es el kirchnerismo. Es como si se necesitaran mutuamente para existir. Es difícil ser políticamente independiente cuando el maniqueísmo obliga a optar por los polos. La falsa antinomia deja poco espacio a las mayorías.
El pensamiento político y cultural independiente que se observa con claridad es el del papa Francisco. Defiende e ilumina la situación de los inmigrantes, de los sin techo, de los desocupados, de los sin tierra y de todas las personas que desecha el injusto sistema que predomina.
Fabian Harari. Doctor en Historia, miembro de Ceics y docente universitario.
1) Más allá de cada número redondo, se conmemora el inicio de una experiencia histórica llamada “Nación Argentina”. La evocación de la Independencia remite a dos fenómenos. El primero es la revolución, es decir, la transformación social consciente. Estos territorios pertenecían a la nobleza española, con sus leyes y sus relaciones económicas (servidumbre y esclavitud). Fue así como una clase entonces revolucionaria decidió desobedecer las leyes y las autoridades, y constituir una fuerza social para tomar el poder por asalto para transformar la sociedad toda. El segundo es la construcción de una dominación y de un sistema social particular. La dominación de la burguesía y el sistema capitalista. Por lo tanto, este año se cumplen 200 años de la hegemonía de la burguesía nacional. Una clase que nos llevó adonde estamos.
2) Los principios sí. Las promesas no. Nos prometieron muchas cosas, pero sabían muy bien que sus principios eran otros. La revolución y la independencia no se hicieron para beneficiar a toda la población, sino sólo a los principales propietarios, perjudicados ellos por el régimen colonial. Los verdaderos principios fueron “propiedad” y “seguridad”. Propiedad, porque querían asegurar sus tierras, sus vacas, sus depósitos y sus barcos. Seguridad, porque había que mantener el orden suficiente para que ningún desposeído, y mucho menos una asociación de ellos, quisiera hacer realidad las promesas de “igualdad” y “fraternidad”. El legado se mantiene hasta hoy en día. Los principios liberales de ese momento son los que rigen nuestra Constitución. Vivimos en esa sociedad que ellos querían construir: el capitalismo. Un sistema en el cual la ganancia decide qué es lo importante y la propiedad, quién es realmente un ciudadano. Ambas están por encima de la vida. Miles de personas pueden morir de hambre, sin que ninguna responsabilidad caiga sobre dueño alguno de fábricas o supermercados. En cambio, quien intente evitar la muerte, suya o de sus semejantes, por sus propias manos, irá preso, porque la vida no es sagrada, pero la propiedad sí.
3) La independencia en sentido abstracto no existe. Ni de los individuos, ni de las naciones. Desde que salimos del estadio de horda carroñera, todos los seres humanos dependemos de la sociedad para vivir. A su vez, todo lo que hacemos “molesta” o “beneficia” a algún otro y todo el tiempo estamos siendo afectados por pensamientos y acciones de gente cercana o lejana (dirigentes, pensadores, artistas, etc.). Lo mismo sucede con los países. Independencia nacional sólo puede referirse a la capacidad de una burguesía nacional de controlar el territorio, lo que sucede aquí desde casi 200 años. En el sentido económico, no hay ningún espacio “independiente”, casi desde el siglo XVI (por lo menos, en América), ni puede haberlo. Hay una sola economía mundial, que se impone en todos los espacios nacionales. En todo caso, sí hay una dependencia de la que vale la pena liberarnos: la de la ganancia como ordenador de las relaciones y de los recursos. Esa sería nuestra verdadera independencia: la libertad de toda la humanidad de decidir, en forma colectiva y racional, cómo usar sus riquezas.
Gabriel Di Meglio. Doctor en Historia e investigador del Conicet.
1) Lo que se independizó en 1816 no fue Argentina, sino las Provincias Unidas en Sudamérica, un Estado en el que había provincias que hoy son argentinas, pero también algunas que hoy son bolivianas, y en el que no quisieron ingresar provincias que estaban dentro de un proyecto político alternativo, la Liga de los Pueblos Libres, ni tampoco territorios entonces indígenas que más tarde serían ocupados por ejércitos argentinos. Si bien ese experimento de 1816 se derrumbó en 1820, todos los proyectos políticos posteriores tomaron el 9 de Julio, junto con el 25 de Mayo de 1810, como punto de partida, como referencia ineludible de construcción nacional. Por lo tanto, son fechas con un peso enorme, como todo mito de origen. E interpelan a cada generación. Son una celebración comunitaria, una reafirmación de identidad.
2) La Independencia de 1816 fue parte de un período de cambios profundos, "la era de las revoluciones" –la estadounidense, la tupamarista-catarista, la francesa, la haitiana, las de emancipación iberoamericana–, que puso las bases del mundo moderno. Ideas como la aspiración de libertad e igualdad, aunque eternas asignaturas pendientes, y la soberanía del pueblo como fundamento del poder ascendieron al primer plano. Hoy parece difícil poder mantener esos principios.
3) En la actualidad ser independiente es poder tomar decisiones soberanas en política, economía, cultura. Esto es muy difícil y podemos imaginar que las futuras luchas por la independencia serán protagonizadas por Estados queriendo poder tomar decisiones soberanas frente al gran poder del "mercado", de las grandes corporaciones multinacionales, que realmente dirigen todo. Es decir, defender la idea de soberanía del pueblo ante poderes que no son elegidos pero que tienen una fuerza descomunal.
Hilda Sabato. Historiadora e investigadora del Conicet.
Como cualquier conmemoración histórica, la del Bicentenario tiene su propia historia, que nos habla más de cómo se construyeron los mitos nacionales que de cómo sucedieron las cosas. Es una excelente ocasión, por lo tanto, para reflexionar sobre las dos cuestiones: sobre qué pasó y sobre cómo elegimos recordar lo que pasó. Esta reflexión puede alimentar nuestros debates actuales no sólo sobre el pasado, sino también sobre el presente y el futuro. En este caso, conmemoramos una fecha que evoca un hecho real: la declaración que proclamó, el 9 de julio de 1816, a las Provincias Unidas en Sudamérica libres e independientes de la corona de España así como –se agregó enseguida– “de toda otra dominación extranjera”. Esa fecha adquirió, con el tiempo, un enorme valor simbólico, pues se la revistió de un carácter fundacional, como el momento en que se habría producido la “independencia de la Argentina”. La situación en 1816 era, sin embargo, mucho más incierta. Quienes se reunieron en Tucumán como representantes de diferentes provincias o espacios que habían pertenecido al Virreinato del Río de la Plata bajo dominio español tenían objetivos más inmediatos. Era un momento dramático, pues la mayor parte del territorio hispanoamericano había vuelto al control de los leales a la corona –tanto españoles peninsulares como americanos– y sólo la región del Río de la Plata seguía en manos de quienes reclamaban el autogobierno bajo el principio de la soberanía popular. Proclamarse independientes comportaba un desafío mayor, no sólo al imperio, sino a buena parte de sus socios europeos. Quienes en estas tierras tenían a su cargo librar la guerra contra los leales –como San Martín, entre otros– reclamaban una formal declaración de autonomía, para reforzar la causa que llamaban “patriótica” y presentarse al mundo como un Estado independiente y no como simples rebeldes dentro del imperio. En esas circunstancias, la resolución de los congresistas fue un gesto de decisión política clave para avanzaren su lucha contra la condición colonial. De todas maneras, lo que siguió no fue un camino lineal de consolidación nacional, sino un proceso largo y conflictivo, de resultados impredecibles. Tiempo después, cuando se fue perfilando una República Argentina que buscaba afirmarse como nación, aquella declaración de las Provincias Unidas fue incorporada al mito de origen y desde entonces, reiteramos los rituales que marcan esa tradición. Es difícil transpolar los valores vigentes a principios del siglo XIX a nuestro tiempo. Por lo tanto, más que tratar de explorar qué queda y qué no de todo aquello, interesa cómo redefinimos en cada momento de nuestra historia esos conceptos que fueron centrales en esos años, como soberanía popular, igualdad, libertad e independencia, y que todavía resultan fundamentales en nuestra constitución y reconstitución como comunidad política.
*Producción: Agustina Grasso