¿Quién podría suceder a Perón? A medida que el líder envejecía, la pregunta se fue haciendo más pertinente. “Mi único heredero es el pueblo”, solía decir él, eludiendo la cuestión; pero nadie imaginaba al peronismo sin un líder, como un mero partido. En septiembre de 1973 Perón tuvo que elegir un vicepresidente que lo acompañara en la elección. Era toda una decisión, pues ya tenía 78 años y una salud mediocre. Se especuló con el nombre de Balbín, para sellar la alianza con la oposición política, y también con algún político vinculado con el sindicalismo, columna de su gobierno. Pero eligió a su esposa, María Estela Martínez, o Isabel.
¿Sabía lo que hacía? ¿Imaginaba lo que vendría? Podemos entender muchas de sus razones. La figura de la “pareja militante” cuadraba bien en el peronismo, y además no quiso inclinarse por ninguno de los sectores peronistas, que ya protagonizaban una pelea feroz por la sucesión. Por otro lado, sus fuerzas flaqueaban y necesitaba recostarse en su círculo íntimo, es decir su esposa y López Rega. Pero aún así, no podía ignorar cuáles eran los méritos, capacidades y límites de Isabel, y cuál habría de ser previsiblemente su desempeño si él moría.
Perón buscó su propia tranquilidad, dejando a sabiendas una herencia complicada, que no auguraba nada bueno. Pero no debe haber imaginado que los tormentosos años de Isabel resultarían ser, en definitiva, el puente entre un régimen democrático de base popular y la más terrible de las dictaduras que conoció la Argentina, y que su esposa y heredera abriría el camino recorrido luego por la dictadura militar.
Todos los problemas que desbordaron a Isabel ya estaban planteados en la breve presidencia de Perón, quien los sobrellevó combinando su autoridad personal y un cuidadoso manejo de los equilibrios políticos. Una pieza importante fue el apoyo de los partidos políticos, con quienes en 1972 estableció un acuerdo de trascendencia histórica, sellado en el abrazo con Balbín. El acuerdo tendría importantes proyecciones en el futuro, pero resultó de poca utilidad en esos años, pues los violentos conflictos no pasaron por el Congreso ni por otros ámbitos de la política institucional, sino por las movilizaciones y las armas.
El problema principal fue el conflicto de intereses desatado en torno de un Estado que, desde hacía varias décadas, podía inclinar la balanza en favor de un sector u otro, pero era incapaz de ordenarlos o disciplinarlos. El momento era difícil pues la economía entraba en una de sus crisis cíclicas, anunciada por la creciente inflación, que hasta entonces se solucionaban con la conocida receta de la devaluación, la recesión y la caída de salarios. Ese camino era muy difícil para un gobierno de base popular. Perón eligió el Pacto Social, un gran acuerdo, sostenido en su enorme autoridad personal, que evocaba la Comunidad Organizada y apuntaba a recuperar la robustez del Estado. Forzó a los diferentes grupos de interés a alinearse en dos grandes corporaciones –la CGT y la CGE–, que firmaron un pacto para contener la suba de precios y salarios. Pero no pudo conseguir que funcionara, entre otras razones porque la CGT, muy presionada por sus bases, no cesó en el reclamo de aumentos. El 12 de junio de 1974, en su última aparición en público, Perón confesó que el Pacto había fracasado, culpó a los firmantes infieles y casi anticipó su retiro definitivo.
El otro gran problema era la lucha desatada en el peronismo por el poder y por la sucesión. Montoneros y sus aliados tenían algunas posiciones en el gobierno; también tenían fuerza en la calle y en las movilizaciones, arraigo en las organizaciones sociales y un respaldo armado de cierta dimensión. Todos los otros sectores del peronismo se encolumnaron en la llamada “ortodoxia”, encabezada por la CGT y por López Rega, que manejaba el poderoso Ministerio de Bienestar Social. Desde el 20 de junio de 1973 Perón hizo público que optaba por ellos. Comenzó entonces una confrontación sorda con Montoneros y la JP, Fueron desalojados de las universidades y los gobiernos provinciales, y respondieron con el asesinato de alguien muy cercano a Perón, el secretario de la CGT José I. Rucci. El conflicto estalló finalmente en el conocido episodio del 1° de mayo de 1974.
Poco después Montoneros anunció su vuelta a la acción armada, una decisión ya tomada por el ERP en enero de 1974, cuando asaltó un cuartel en Azul. Perón siempre había dicho que la cuestión de la guerrilla se resolvía con la Policía. En cierto modo, así lo hizo, pues alentó a López Rega a organizar la Triple A, una organización terrorista clandestina que reunió a policías, y grupos de choque de derecha. Antes de que Perón muriera, la guerra de aparatos estaba lanzada y en las calles aparecieron frecuentemente cuerpos acribillados, de uno y otro bando.
Isabel al gobierno. El 1° de julio de 1974 murió Perón e Isabel se hizo cargo de un gobierno que terminó catastróficamente el 24 de marzo de 1976. ¿Era inevitable el final? Ciertamente la crisis económica y política siguió avanzando inexorablemente. Pero Isabel le añadió su incapacidad para la gestión y para la política, y la carta blanca que dio a López Rega, un personaje nunca suficientemente execrado. Las decisiones deliberadas que esta pareja tomó llevan a preguntarse si los veinte meses de su gobierno fueron el último tramo del gobierno popular y democrático, o mejor, la proto historia de la dictadura militar.
Fue suya la decisión de peronizar al gobierno, cortando todos los puentes que Perón había conservado con diversos grupos sociales y políticos. El ministro Gelbard fue desplazado y concluyó la prolongada alianza con el grupo de empresarios nucleados en la CGE. Lo reemplazó Alfredo Gómez Morales, un técnico que ya había afrontado la crisis de 1952 y trató de encontrar un camino intermedio entre la ortodoxia económica y la tradición peronista. Isabel se alejó de los políticos opositores, que encabezaba Ricardo Balbín, y de los dirigentes moderados del Congreso, como el senador Italo Luder. Lejos del espíritu conciliador de Perón, retomó el discurso peronista del pueblo y la antipatria. Tensó el conflicto con Montoneros y la JP, encargó a Oscar Ivanissevich la depuración de las universidades, y autorizó el desplazamiento de todos los gobernadores que en 1973 habían mirado con simpatía a la JP. Los sindicalistas, encabezados por Lorenzo Miguel, hicieron lo mismo con sus competidores, como Agustín Tosco, Atilio López o Raimundo Ongaro.
Por un momento el poder se concentró en la CGT y en López Rega, pero la alianza fue transitoria, pues López Rega apuntaba a una fórmula sin duda original, pero no absurda: conseguir el respaldo de las fuerzas armadas y del establishment económico.
En el caso de las organizaciones guerrilleras, el tenue equilibrio logrado en 1973 se rompió definitivamente, recrudeció la acción armada, y especialmente los asesinatos. El ERP inició la instalación de un foco armado en Tucumán, de acuerdo con la tradición del Che Guevara.
Montoneros pasó a la clandestinidad y retomó las acciones terroristas, aunque mantuvo abierta la alternativa política con el Partido Auténtico, creado para competir en una elección provincial. Fue el momento de apogeo de la Triple A, desembozadamente organizada desde el Ministerio de Bienestar Social, apoyada por la Policía Federal, encargada de lo que luego se llamó terrorismo clandestino de Estado. Hubo amenazas, listas de condenados a muerte y muchos asesinatos, incluyendo destacadas personalidades, como Silvio Frondizi. La respuesta de las organizaciones armadas fue similar, y el número de cadáveres abandonados en la calle creció vertiginosamente. El asesinato terminó siendo algo natural, y lo único que despertaba curiosidad, en algunos casos, era la bandería de los asesinos.
Los militares no vieron con buenos ojos esa usurpación de sus funciones por la Triple A y demandaron al gobierno el control de la represión. En febrero de 1975 Isabel dio un paso importante con el decreto que ordenó al Ejército y a la Fuerza Aérea aniquilar el foco subversivo en Tucumán. Queda alguna duda sobre el sentido del “aniquilamiento”, pero de hecho la presidenta de la Nación estaba poniendo a las Fuerzas Armadas en el camino de la represión irrestricta, que posteriormente recorrerían en profundidad.
Después del fracaso del Rodrigazo (ver recuadro), el gobierno de Isabel estaba muerto, aunque sobrevivió nueve meses. Hubo un débil intento de los políticos para negociar una salida que no rompiera la legalidad –Luder pudo haber encabezado un gobierno de transición– pero nadie los apoyó. Isabel no dio un paso al costado, y los dirigentes peronistas no se animaron a empujarla, quizá porque sabían que el destino del gobierno democrático estaba sellado. Mientras la inflación se desbocaba, la violencia llegó a un nuevo pico. En los meses siguientes, mientras el Ejército hacía en Tucumán la primera experiencia de represión integral, la Triple A y las organizaciones armadas acumularon varios cientos de muertos.
Isabel y López Rega habían vislumbrado cuál era el camino de la Argentina luego del fracaso de Perón. Adivinaron que una salida posible consistía en combinar el ajuste económico con una represión total, que eliminara simultáneamente las organizaciones armadas y la resistencia social.
Creyeron que podían embarcar en ese camino a un gobierno de origen democrático, base popular y sustento sindical. Fracasaron, pero abrieron el camino para que los grandes empresarios y las Fuerzas Armadas, aprovechando el vacío de poder y el caos general, tomaran el poder e impusieran esa salida.
Cuando se hacen periodizaciones de nuestra historia reciente, es común establecer un corte en el 24 de marzo de 1976. Quizás corresponda colocarlo en el 1º de julio de 1974.
Rodrigazo, el cambio más drástico
En el frente económico y social hubo también un cambio drástico, que esbozó lo que sería el camino de la dictadura. Liberados del compromiso del Pacto Social, los sindicalistas reclamaron abiertamente aumentos salariales. En marzo de 1975 las paritarias acordaron aumentos del 50%, razonables para el momento. Pero en junio estalló una bomba: Gómez Morales dejaba su puesto a Celestino Rodrigo, un hombre de López Rega, quien lanzó el “Rodrigazo”. Consistió en una devaluación del 100%, un aumento similar en las tarifas de servicios públicos, y otro del 180% en los combustibles. Se trataba de un ajuste clásico, pero más extremo. Los sindicatos reaccionaron y reclamaron aumentos del 200%, y los empresarios los concedieron, pues habían decidido no participar del conflicto. El gobierno, que había jugado mucho en esto, intentó resistir y no convalidar los aumentos. Los sindicalistas convocaron entonces a un paro general de dos días, una medida habitual antaño, pero inusitada con un gobierno peronista. El paro fue masivo y lo acompañó una amplia movilización, a la que se sumaron disconformes de toda clase. Nadie respaldó a Isabel, que finalmente convalidó el aumento y despidió a Rodrigo y al propio López Rega.
*Historiador. www.luisalbertoromero.com.ar