Los últimos treinta años han sido en la Argentina escenario de diversas estrategias y políticas en el ámbito de las relaciones internacionales.
En 1983, la democracia heredó una serie de problemáticas resultantes de las políticas implementadas en la última dictadura militar que signaron la inserción internacional y los debates en los años siguientes. Cuestiones como la deuda externa y la relación con los organismos internacionales de crédito, Malvinas, las violaciones a los derechos humanos, el desmantelamiento del desarrollo industrial y la ratificación de una inserción económica internacional dependiente basada en la venta de unos pocos productos de origen primario, constituyeron ejes centrales de la política exterior del período 1983-2013.
La política exterior no está solamente en las relaciones diplomáticas, en los tratados internacionales o en los discursos en los foros mundiales, sino que tiene dimensiones económicas, políticas y estratégicas. Es decir que decisiones de política económica interna también van estructurando un tipo de relación con el mundo, por ejemplo, las condiciones en las que ingresan e invierten los capitales extranjeros, si se toma o no deuda de los organismos internacionales de crédito, el grado de extranjerización de la economía, si el FMI monitorea o no la política económica doméstica, o si se afectan los capitales extranjeros recuperando soberanía como en la estatización de las AFJP o del 51% del accionario de YPF.
Alfonsín y Estados Unidos
Durante los dos primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín se pusieron rápidamente a prueba las expectativas y límites de una propuesta que pretendía establecer políticas de relativa autonomía respecto de los Estados Unidos, sobre la base de las buenas relaciones con la socialdemocracia europea y con la Unión Soviética –principal comprador de los productos agroexportables hasta 1986–. Ello dio lugar a los intentos de armar el famoso “Club de Deudores”, la reunión de Berna donde se estancaron las negociaciones sobre Malvinas y el fracasado plan económico de la Multipartidaria. En cuanto a las cuestiones más puramente políticas, el gobierno de Alfonsín buscó retomar el perfil histórico de los períodos democráticos de la política internacional argentina (compromiso con la solución pacífica de controversias, respeto por la autodeterminación de los pueblos y la no injerencia de las potencias en los asuntos internos), lo que se evidenció en la posición del gobierno adoptada en el caso del conflicto de Nicaragua y la participación en el Grupo Contadora, su voto en la Organización de Naciones Unidas, su negativa a firmar el Tratado de No Proliferación Nuclear y a la desactivación del misil Cóndor II, y en la permanencia en el Movimiento de Países no Alineados.
A partir de 1985, la tensión entre, por un lado, el “giro realista” y el ajuste económico acordado con el FMI en oportunidad del Plan Austral, y por el otro, la citada política de “alto perfil”, le generó acusaciones provenientes de distintos frentes, es decir, de quienes, criticaban la política económica partiendo de argumentos vinculados al nacionalismo económico y la defensa de la industrialización y el mercado interno, y por otro, de quienes bregaban por el abandono del alto perfil político, caracterizándolo peyorativamente de “principismo”. Esas discusiones atravesaron tanto a la Unión Cívica Radical como al Partido Justicialista. Para 1988 en ambos partidos había importantes corrientes que se volcaron a la segunda de las opciones.
Durante los dos primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín se pusieron rápidamente a prueba las expectativas y límites de una propuesta que pretendía establecer políticas de relativa autonomía respecto de los Estados Unidos, sobre la base de las buenas relaciones con la socialdemocracia europea y con la Unión Soviética –principal comprador de los productos agroexportables hasta 1986–. Ello dio lugar a los intentos de armar el famoso “Club de Deudores”, la reunión de Berna donde se estancaron las negociaciones sobre Malvinas y el fracasado plan económico de la Multipartidaria. En cuanto a las cuestiones más puramente políticas, el gobierno de Alfonsín buscó retomar el perfil histórico de los períodos democráticos de la política internacional argentina (compromiso con la solución pacífica de controversias, respeto por la autodeterminación de los pueblos y la no injerencia de las potencias en los asuntos internos), lo que se evidenció en la posición del gobierno adoptada en el caso del conflicto de Nicaragua y la participación en el Grupo Contadora, su voto en la Organización de Naciones Unidas, su negativa a firmar el Tratado de No Proliferación Nuclear y a la desactivación del misil Cóndor II, y en la permanencia en el Movimiento de Países no Alineados.
A partir de 1985, la tensión entre, por un lado, el “giro realista” y el ajuste económico acordado con el FMI en oportunidad del Plan Austral, y por el otro, la citada política de “alto perfil”, le generó acusaciones provenientes de distintos frentes, es decir, de quienes, criticaban la política económica partiendo de argumentos vinculados al nacionalismo económico y la defensa de la industrialización y el mercado interno, y por otro, de quienes bregaban por el abandono del alto perfil político, caracterizándolo peyorativamente de “principismo”. Esas discusiones atravesaron tanto a la Unión Cívica Radical como al Partido Justicialista. Para 1988 en ambos partidos había importantes corrientes que se volcaron a la segunda de las opciones.
El consenso neoliberal
Entre 1987 y 1991 (los dos últimos años de Alfonsín y los primeros dos de Menem) se fue adoptando una serie de políticas en línea con el neoliberalismo ya hegemónico en el mundo. Fue la etapa de gestación del consenso neoliberal. Hay que recordar que la UCR fue quien puso en la agenda la necesidad de privatizar las empresas públicas, la necesidad de la apertura comercial, abandonó la distinción entre deuda legítima e ilegítima, estatizó la deuda pública, y acordó los planes económicos de ajuste con el Fondo Monetario Internacional. Es bueno no perder la memoria, ya que las consecuencias fueron la profundización del desempleo y la desindustrialización y una hiperinflación que alcanzó el 200% mensual y el tres mil por ciento anual.
La abrupta modificación del escenario internacional, con la caída del Muro de Berlín y el proceso hiperinflacionario condicionarían el triunfo de las líneas políticas conservadoras y liberales en uno y otro partido, y el desplazamiento de otras. Eso explica en parte la paradoja de que Menem, candidato triunfante con el discurso de la “Revolución Productiva” y el “Salariazo”, llevara adelante el plan económico que proponía Eduardo Angeloz, candidato de la UCR, basado en el ajuste del famoso “lápiz rojo”. Fue una etapa en la que el acuerdo fue un mal augurio. Los consensos no siempre son positivos.
La asunción presidencial anticipada fue el escenario para que se adoptaran las dos leyes que permitieron la aplicación de un neoliberalismo extremo, “ejemplar” en la región: la Ley de Reforma del Estado y la Ley de Emergencia Económica. Contra su tradición histórica, entre 1989 y 1991 el PJ inició el feroz proceso de desguace del Estado, y para 1991 la reforma cobró forma acabada con la Ley de Convertibilidad. En esos primeros años, con Cavallo en el Ministerio de Relaciones Exteriores, se produjo un gran viraje en la política exterior argentina, sustentado en toda una serie de interpretaciones que lo justificaron. Ese golpe de timón se plasmó en el envío de tropas al Golfo Pérsico, quebrando la tradicional neutralidad argentina, el cambio de voto respecto del tema Cuba en Naciones Unidas, alineándose con Estados Unidos, desactivando el citado proyecto que dio origen al misil Cóndor, en la firma con Gran Bretaña de los Acuerdos de Madrid que instalaron la fórmula del “paraguas de soberanía”, profundizando el camino de la “desmalvinización”, entre otros aspectos.
A partir de 1991, con privatizaciones, convertibilidad y “relaciones carnales”, la Argentina consolidó su inserción internacional dependiente. Esto implicó: la extranjerización en la producción de bienes y servicios y, por lo tanto, la restricción a la capacidad para generar y difundir tecnología; el aumento de la oligopolización de los mercados y del poder de las grandes empresas para formar precios; la consolidación de un proceso de desindustrialización iniciado en la última dictadura militar; la fragmentación del sistema productivo y del mercado de trabajo; la profundización de la concentración económica; la depredación de los recursos naturales en función de la obtención de ganancias extraordinarias por parte de empresas extranjeras; el sometimiento de las definiciones de política económica a los dictámenes de organismos internacionales que responden a los intereses de las grandes potencias del sistema internacional, etc. En el área específica de la política exterior, este tipo de inserción económica redujo ampliamente el margen de autonomía en la toma de decisiones por parte del Estado y subordinó los objetivos de la Cancillería a la implementación del modelo económico neoliberal. Las políticas exteriores vinculadas con la seguridad internacional y la no proliferación fueron utilizadas como gestos para obtener el beneplácito de las potencias, esperando –en mayor o menor medida– una contraprestación en términos económicos o, por lo menos, construir una imagen de confiabilidad para los capitales extranjeros.
La integración regional –cuyos inicios se vinculan con los acuerdos entre Alfonsín y Sarney de 1985 que luego derivaron en proyectos de vinculación sectorial– se orientó exclusivamente a la integración comercial, con un modelo de “regionalismo abierto” que pensó al Mercosur como plataforma para la integración en el ALCA (fracasado en 2005 y que actualmente Estados Unidos busca reactivar a través de la alianza con los países del Pacífico, México, Colombia, Perú y Chile) y fue utilizado como espacio para la multiplicación de los beneficios de empresas transnacionales.
Consenso y miseria
El gobierno de De la Rúa fue continuidad y profundización. Fue la confirmación de ese consenso de fondo que se había gestado, y que fue mantenido a costa del empobrecimiento de la población que alcanzó niveles de miseria inusitados. Recesión, desempleo, endeudamiento, hambre, luchas populares, parecieron no ser suficientes para que el radicalismo en el poder no sólo no abandonara los dictámenes del Fondo, sino que profundizara las mismas estrategias que habían llevado a la crisis.
En lugar de “carnales”, las relaciones con EE.UU. buscaron ser “intensas”, diferencia que en los hechos no se notó más que en la intención discursiva de renovar el impulso de la integración regional a partir de mejorar la relación bilateral con Brasil. A pesar de esa declamada necesidad no hubo grandes cambios, en especial a consecuencia de la devaluación del real en 1999 y la creciente crisis económica.
Por todo esto, la etapa 1991-2001 es la del despliegue del consenso neoliberal, que se rompió desde abajo. El default y la devaluación fueron los hitos económicos de 2001-2002.
¿Aislados de quién?
El siglo XXI trajo importantes modificaciones en cuanto al balance del poder a nivel internacional, entre las que se pueden contar las siguientes: la estrategia de “guerra preventiva” de los Estados Unidos a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001; el ascenso de China; la valorización de las commodities agrícolas y materias primas en general a partir de 2003 y hasta la crisis de 2008, y la consecuente mejora de la situación de los países exportadores de esos bienes primarios como la Argentina; la recesión y la crisis económica en los Estados Unidos y en Europa, y sus consecuencias mundiales; el nuevo rol de países como Brasil, Rusia, India y Sudáfrica, que pretenden coordinar posiciones y acciones como nuevos protagonistas en el escenario político internacional; y el cambio de signo político de gran parte de los gobiernos de los países latinoamericanos.
En América Latina se inició un nuevo período caracterizado por políticas heterodoxas de diverso tipo, pero que cuestionaron –también en grado diverso– el modelo anterior. En la Argentina se abrió una nueva etapa, caracterizada por importantes cambios y significativos debates. Entre ellos se destacan: la problemática de la deuda externa, su canje, el pago al FMI, e incluso la actual defensa frente a los fondos buitre; la posición política frente al reclamo de la soberanía de las islas Malvinas; la reconfiguración de las alianzas internacionales dando nueva entidad al continente latinoamericano, profundizando el comercio exterior hacia China; y el fuerte y necesario debate el rol del Estado en la recuperación de resortes fundamentales de la estructura económica nacional que permitan realmente ampliar la soberanía sobre los recursos, y en consecuencia, la autonomía en la toma de decisiones.
Hoy, algunos sostienen que la Argentina se encuentra “aislada”. La pregunta será aislada de quiénes, o aliada con quiénes. ¿De Estados Unidos, de Europa, de China, de Venezuela, de Brasil, de Africa, de Uruguay, del G20, del Grupo de los 77, del Ciadi? El argumento del aislamiento ha ido cobrando diversos matices a lo largo de nuestra historia, y en especial desde la recuperación de la democracia. Fue y es caballo de batalla del liberalismo más conservador que busca la asociación con las potencias hegemónicas del sistema internacional –que no siempre fueron las mismas en estos treinta años–. Recuperada la democracia, la Guerra de Malvinas fue sinónimo de aislamiento. La historiografía liberal sostuvo la tesis del “aislacionismo argentino” para criticar toda la etapa del primer peronismo y la intervención estatal ampliada, así como las distintas versiones de autonomía en política exterior, que fueron interpretadas como desafíos absurdos que confrontaban particularmente con los Estados Unidos.
Para estas corrientes, el aislamiento cuyo origen estaba en la política neutralista y autónoma, había llegado a su punto máximo ante el comportamiento de aquel gobierno militar de Galtieri a todas luces ilegítimo y sangriento. Este argumento tristemente sirvió para justificar el seguidismo de la etapa menemista, y en el caso del conflicto bélico, también para descartar la validez del reclamo por la soberanía de las islas. En la primera etapa del gobierno radical y a juicio de sus funcionarios, ese aislamiento debía combatirse instalando una nueva imagen de la Argentina: la democracia, el Juicio a las Juntas Militares responsables por los crímenes contra los derechos humanos y el alto perfil de la política exterior en función de la defensa de valores universales pacíficos. Avanzada la década, líneas internas conservadoras del radicalismo y algunas del PJ que más adelante se harían hegemónicas, comenzaron a modificar el sentido del argumento, para hacia fines de los ochenta, criticar la falta de adecuación de la economía del país a las transformaciones operadas en el mundo, en el marco de la avanzada del neoliberalismo. De allí en más, la divisoria de aguas no era aislamiento-democracia, sino aislamiento-globalización.
En los últimos años, el planteo de políticos e intelectuales opositores es que la Argentina se encuentra aislada porque se mantiene relativamente al margen de algunos flujos de inversiones –pero no de otros– y líneas de endeudamiento con el FMI, porque ha elegido otra orientación de sus relaciones internacionales, no priorizando el vínculo con los Estados Unidos y ha aumentado las barreras a las importaciones. Han revivido el mito de la Argentina aislada. El mito sirve tanto para desprestigiar, como para ocultar el análisis profundo de quiénes son y pueden ser los principales socios de la Argentina actual. Es necesario tener en cuenta que a lo largo de nuestra historia reciente, este argumento fue utilizado, en general, por quienes han bregado por una inserción internacional cada vez más dependiente, justificaron la pérdida total de autonomía y pujan actualmente para criticar y revertir hasta los pequeños atisbos de soberanía.