Las tecnologías digitales, que en los últimos veinte años provocaron una disrupción radical en la industria de medios, van por más. Ya era preocupante que un hogar norteamericano consuma hoy 0,4 periódicos impresos por día contra los 1,2 que consumía en 1950, que en 2015 se hayan vendido unos 52 mil millones de dólares de publicidad online contra unos 28 mil millones en la prensa escrita, y que en 2018 se espera que supere aún a la TV en ventas. Bastante serio es que por primera vez un candidato presidencial haya ganado una elección en ese país contra la opinión casi unánime de la prensa. Pero parece que va a ser peor aún. Empezamos a avizorar un mundo donde la tecnología, además de alterar el modo en que los contenidos se distribuyen, empiecen a cambiar lo que parecía el último punto de resistencia humana, el proceso de agregación y edición, y en la generación misma de los contenidos. Quizás se nos acercamos a un mundo sin medios. Los bárbaros están a las puertas. O eso parece.
Veamos el asunto desde un punto de vista más general. Es razonable pensar, tal vez con temor, en el avance de las máquinas en terrenos que parecían exclusivamente humanos. Si en la década del 60 se afirmaba con convicción que jamás una computadora podría derrotar a un gran maestro de ajedrez, en 1978 David Levy perdió, por primera vez para un jugador de esa categoría una partida contra una computadora. En 1997 Deep Blue, una computadora especialmente construida por IBM, derrotó a Garry Kasparov en una competencia a seis partidas, y en 2009 Deep Fritz, desde una pequeña computadora de bolsillo, ganó el Torneo Mercosur en Buenos Aires, ganando nueve partidas y haciendo tablas en la restante. De lo imposible a lo posible, y de ahí a lo común.
Diez años antes. Más sorprendente aún fue, en marzo de 2016, la derrota del coreano Lee Sedol, uno de los más destacados jugadores de Go del mundo, frente a AlphaGo, un programa desarrollado por DeepMind, una compañía de Google. Inesperada, decimos, porque el consenso de la comunidad de investigación era que faltaban unos 10 años para que esto fuera posible. El consenso cambió: no hay juegos de tablero en que los humanos tengan alguna chance contra algoritmos como el de AlphaGo, que aprenden de jugar contra sí mismos. Y si los juegos parecen apenas un divertimiento o un problema académico, un equipo de investigación integrado por gente de DeepMind y varias universidades de los Estados Unidos y la India anunció, en noviembre de 2016, que un algoritmo de este tipo, entrenado en el reconocimiento de imágenes de retinas fue capaz de diagnosticar retinopatías diabéticas, una condición que puede causar ceguera con una precisión del 90%. En octubre de 2016, Otto, un startup asociado a Uber, realizó exitosamente un viaje de 190 kilómetros con un camión que se maneja solo. Empresas de las nuevas economías, como Google, Uber o Tesla, o empresas tradicionales, como Daimler-Benz, están invirtiendo fuertemente en este tipo de desarrollos.
Supersónicos y Picapiedras. La historia es un ángel al que el progreso empuja de espaldas hacia el futuro, escribió por ahí Walter Benjamin. La clave para nosotros es entender que va hacia el futuro de espaldas, que no es capaz de verlo, y que lo que pueda decir del futuro es más bien el producto de su imaginación. De Malthus a Marx, nuestras proyecciones tienden a equivocarse, a trasponer el presente con otros ropajes. O, pasando de la filosofía alemana a los dibujitos animados, que nuestra imaginación del futuro es como un episodio de Los Supersónicos donde, si rascamos la pintura superficial de robots domésticos y viajes a la escuela en cohete, vemos a una típica familia norteamericana de los años 50 o 60. Un sociólogo que intentara definir la estructura de la familia, o el desarrollo de la tecnología en este siglo exclusivamente en base a las peripecias de la familia Sónico haría un papelón.
Para entender por qué no podemos hacer buenas predicciones sobre las capacidades de las máquinas, tenemos que entender que las máquinas no son personas mecanizadas. Déjenme darles un ejemplo: Cuando los humanos desarrollamos el vuelo, no copiamos los mecanismos de vuelo de otros seres vivos (pájaros, murciélagos, insectos), sino que inventamos otros, adaptados a los materiales y fuentes de energía a nuestro alcance, distintos de los que son biológicamente posibles. Los aviones, helicópteros, globos aerostáticos, drones y cohetes vuelan usando otros mecanismos, otros materiales. Desplazan otras magnitudes de tonelaje, y desarrollan otra escala de velocidad. Y por eso, el que hubiera extrapolado las posibilidades de la aviación comercial pensando en el volumen de carga de un albatros, o la velocidad de una libélula, se habría equivocado seriamente. Y lo mismo se repite en innumerables ejemplos.
Naranjas y mecánicas. La tecnología, si bien a veces puede cumplir funciones similares a las que ejecutamos los humanos, lo hace de otro modo, con otras capacidades y limitaciones, con otras condiciones de funcionamiento. Los autos no tienen patas, las herraduras no están hechas del mismo material que los cascos de los caballos, y ni un cañón es una lanza muy potente ni una sociedad anónima funciona como un cuerpo, o como una colmena. (Y del mismo modo, YouTube no se parece a los canales de televisión, y los diarios de papel no han sido reemplazados por sus ediciones online sino por otras formas, aún no del todo establecidas, de acceder a las noticias. Las disquerías no fueron reemplazadas por disquerías online –¿alguien se acuerda de CDnow?–, sino por otros productos, de Napster a Spotify). La máquina más eficiente para reemplazar a Riquelme pateando tiros libres probablemente imitaría bastante poco la sutileza de la pegada de Juan Román, y más bien consistiría de un cañón capaz de impulsar una pelota a 500 kilómetros por hora, apuntado a la cabeza del más bajo de la barrera.
Este no es el lugar para describir cómo funcionan estas máquinas, estos algoritmos, que realizan tareas que antes considerábamos provincia exclusiva de la inteligencia humana. Hay maneras de ver el problema que se centran en reproducir, de algún modo, los mecanismos de nuestro proceso mental, y otras que se basan en principios estadísticos, en el análisis de enormes cantidades de datos. Sería ir más allá del propósito (y la ya excesiva longitud) de este artículo.
Pero así como debemos rechazar el pesimismo tecnológico (que, presente en todas las épocas, es apenas un mecanismo la nostalgia), tenemos que cuidarnos también del optimismo que ve un camino inevitable y brillante delante de nosotros. El ángel viaja de espaldas. El futuro no está hecho, y para hacerlo necesitamos examinar cuáles son nuestras herramientas, qué implican, qué viejos problemas resuelven y qué nuevos generan.
Verdadero, falso (y ambas cosas). Volviendo al comienzo del artículo, el problema de la verdad es un problema serio para cualquier medio de comunicación. Pero el hecho de que Facebook contenga una enorme cantidad de noticias falsas no puede responderse diciendo que los diarios de William Randolph Hearst también las tenían. Sería un mero lugar común e inútil, un modo de eludir el problema. El asunto no es el de establecer la superioridad moral de una época de la historia sobre otra, sino el de definir cuáles son los modos y condiciones de la aparición de la falsedad en cada época, para cada tecnología, y cómo combatir esa plaga. Podríamos decir lo mismo de la parcialidad de los editores: si un editor humano tiene una tendencia (intencional o no) a favorecer un cierto punto de vista, los mecanismos para corregirlo, o descubrirlo, son distintos que los mecanismos para hacerlo cuando el editor es un algoritmo que selecciona noticias utilizando un conjunto de propiedades estadísticas o semánticas. Algunos problemas desaparecerán, otros nuevos aparecerán. Pero los problemas centrales, la verdad, la objetividad, los intereses de la audiencia y los anunciantes, y tantos otros, seguirán necesariamente ahí, sólo que transformados, y a la espera de nuevas soluciones, necesariamente incompletas y temporales, esperando que hagamos lo que es estrictamente humano: desarrollar nuevos métodos, nuevas herramientas, para seguir transformando nuestro mundo. No, los bárbaros no están a las puertas. Tal vez ni siquiera existen. Me alegra. Y tambien sé que esto apenará a algunos, que creen que los bárbaros, al menos, aportaban una solución.
*Consultor en temas de Tecnología, Modelos y Análisis de Datos.