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El ocaso del carisma en la presidencia moderna

Una reflexión a la luz de las ideas de Max Weber sobre una forma de ejercer el liderazgo que ha recorrido la Argentina desde la mitad del siglo XX, encarnada en figuras como Perón, Evita, Alfonsín o Menem. Un estilo que plantea una relación de fe entre el líder y sus seguidores, que se vuelve cada vez más difícil en estos tiempos de redes sociales, información constante, minorías estrechas o crisis de representatividad y del discurso público.

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Los regímenes con fuerte carácter presidencialista, como pueden ser los de Argentina, Francia o los Estados Unidos, han conocido un tipo de liderazgo que se puede calificar de carismático. Quizá sería pertinente explorar sus características, en la medida en que el término “carismático” sigue siendo atribuido a tal o cual dirigente, sobre todo a quien quiere ser portador de una misión. 

El modelo conceptual fue definido principalmente por Max Weber, en su obra Economía y sociedad, publicado en 1922. Weber define tres tipos de “dominación” que representan paradigmas: la “racional-legal”, la “tradicional” y la “carismática”.

Los rasgos relevantes que atribuye a la “dominación carismática” son:

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* Un tipo de autoridad fundado en el sentimiento de los adeptos que el líder está dotado de una cualidad extraordinaria, como si ésta fuera conferida por un don divino.

* Un fenómeno de comunidad emocional por el cual el líder, que se siente elegido para cumplir una misión, espera y obtiene la fe de sus adeptos.

El poder no procede de la cualidad inherente a un individuo, sino de la manera en que los discípulos valoran esta cualidad.

Siempre se da en el contexto de  una coyuntura crítica, o sea una situación de crisis profunda de la sociedad.

Es un liderazgo inestable que, pese a su carácter “revolucionario”, está destinado a hacerse rutinario, ya que la fuerza del carisma es decreciente. 

En democracia, según Weber, el líder carismático dice: “‘Ahora, únanse y obedézcanme’. El pueblo y los partidos difícilmente pueden inmiscuirse en lo que hace. Pero más tarde el pueblo puede constituirse en tribunal. Si el líder lo engañó, puede caer la cuchilla”.

Francia. Tomemos un caso emblemático de la Francia del siglo XX, el de Charles de Gaulle, personaje surgido de la derrota militar del país en 1940. Su famoso llamamiento del 18 de junio en la BBC de Londres exhorta a continuar la guerra, y profetiza la victoria final: “Francia ha perdido una batalla, pero Francia no ha perdido la guerra. Nada está perdido. Francia no está sola. Esta guerra es una guerra mundial… Podemos vencer en el futuro. Pase lo que pase, la llama de la resistencia francesa no debe apagarse y no se apagará. Un día, Francia volverá a recuperar su libertad y su grandeza”. 

De Gaulle se encuentra en aquel momento solo y con un pueblo francés que no lo conoce. Su día será el 26 de agosto de 1944, la Liberación, cuando se convierte en el jefe carismático. Escribe en sus memorias: “Ante mí, los Campos Elíseos. ¡Ah! Es el mar. Una muchedumbre inmensa. Quizá dos millones de almas. Sucede uno de esos milagros de la conciencia nacional. Y yo, en medio de este de-sencadenamiento, me siento cumplir una función que supera por mucho mi persona, que sirve de instrumento al destino”. 

Su liderazgo hace de él el nuevo jefe del gobierno (agosto de 1944-enero de 1946) de la Francia liberada. Su “travesía del desierto” durará 13 años, hasta su regreso al poder (1958-1969). ¿De qué manera calificará la fuerza que lo empujó a arriesgarlo todo en 1940? No es la “función” o la “inteligencia” las que lo movieron, sino la “voluntad” y el “instinto”.

Argentina. La Argentina ha conocido esencialmente cuatro figuras carismáticas, aunque se puede considerar que la figura de Hipólito Yrigoyen tuvo rasgos carismáticos. En el sentido weberiano, las principales son las de Perón y Evita. 

El gran momento del carisma histórico de Perón fue su discurso del 17 de octubre de 1945, desde el balcón de la Casa Rosada. Ya era conocido, desde 1943, por su obra social que había realizado como secretario de Trabajo y de Previsión en el gobierno del general Farrell. Liberado después de su detención en la isla Martín García y de su paso por el Hospital Militar, su discurso-diálogo con la muchedumbre (“¿Dónde estuvo?”) establece el contrato con el pueblo: “Trabajadores, masa sudorosa, pueblo sufriente, hermanos del interior, ustedes representan el dolor de la tierra madre… Quiero seguir siendo el coronel Perón… ponerme al servicio integral del auténtico pueblo argentino”. 

Se retira entonces del Ejército para lanzarse en la carrera presidencial. Su carisma en el gobierno irá poco a poco declinando, mientras que el de Evita, en el mismo período, va cristalizándose ya en un mito. El apogeo Evita lo alcanza en el momento del Cabildo abierto del 22 de agosto de 1951, cuando la CGT pretende designarla como futura vicepresidenta. En aquel momento es la voz del pueblo, un pueblo simbolizado por sus “descamisados”, sus “grasitas” y sus “cabecitas negras”. Una voz que relega la de Perón, que aparece al margen, casi en oposición. 

Evita es transportada por la fe. Sobre sus discursos, el testimonio de Aurora Venturini, que trabajó con ella en la Fundación, es revelador: “Salía al balcón sin saber lo que iba a decir. Se asomaba y podías ver un temblor de posesión, cómo se estremecía, y yo y la gente nos estremecíamos al escucharla. Cuando terminaba parecía más flaca, demacrada, sufría un desgaste de amor”.

Las otras dos figuras carismáticas son las de Alfonsín y Menem. El momento carismático de los dos ocurre en su campaña electoral y cuando asumen el poder. Alfonsín, en 1983, es a la vez un libertador y un redentor llegado para “rescatar la Nación”. 

Su carisma es un carisma de diferenciación y de austeridad. Con un acento profético, hace campaña con ese “rezo patriótico” que es el Preámbulo de la Constitución. En el Cabildo, promete “una etapa de cien años de libertad, de paz y de democracia”. En su gestión será el “gallego mandón”, tal como lo definió Adolfo Canitrot, que fue su viceministro de Economía.

El periodista Joaquín Morales Solá relata que, en el verano de 1986, para cerrar en Olivos un largo debate sobre el proyecto de reforma constitucional, golpeó la mesa con su bastón de presidente y exclamó: “La capital de Argentina se hará en Viedma”. En su mente, el reto consistía en ir hacia el sur y el frío, para “endurecerse y afrontar la intemperie del futuro”. 

Años después, cuando el autor de estas líneas le preguntó, en 1994, durante la Asamblea Constituyente, sobre el hecho de que tenía un estilo muy personalista en su liderazgo, Alfonsín suavizó, con una sonrisa: “Tengo que ejercer la responsabilidad, pero soy muy democrático en mi liderazgo. Creo que cuando avancemos en el perfeccionamiento democrático, es bueno que vayamos abandonando el personalismo”.

Menem aparece, ya en 1988, como un salvador, después del fracaso del proyecto alfonsinista. Su carisma es un carisma de identificación y de fraternidad. El del “hermano”, del “tipo común”. Con su “Síganme” se dirige a los “desposeídos”, a los “sumergidos”, pero también a la gente de la calle, cuyo arquetipo es el mozo de café. 

“El pueblo vio mis ojos, vio mi alma. Encontró en mí un igual”, decía. Los dos convocan el registro religioso. Alfonsín, que ofrece “a la Argentina del futuro nuestra conmovida oración laica de modestos ciudadanos”, también dirá: “Siempre apelo a la fe de los argentinos. Sé que la fe no es suficiente, pero sé también que nada puede construirse sin fe”. Y Menem advertía: “Hay que mantener muy firme el concepto de religión que tiene nuestro pueblo”.

Revolución. No se puede negar que este modo de autoridad, en los casos expuestos, haya sido “revolucionario” en el sentido cultural del término, y por ende transformador. Pero el carisma de estas figuras fue un recurso inestable. Según Max Weber, la cobertura de las necesidades económicas es el factor principal de desgaste de este tipo de liderazgo. “En esto, la economía es dirigente, y no dirigida”, escribe Weber.

Hoy, la hora es la del racional-legal. La estrategia de gobernanza no puede ser otra que transaccional. Con las redes sociales, la información en continuo, la estrechez de mayorías, los convenios regionales, la mundialización, la forma de la autoridad carismática aparece fantasmagórica.

En Francia, Emmanuel Macron, que fue tentado al principio por un estilo “jupiteriano”, volvió a la tierra. En Argentina, más allá de lo que pudieron realizar Néstor y Cristina Kirchner durante sus presidencias, la verticalidad de su liderazgo aisló más que unió. Los discípulos hallan cada vez menos eco dentro de una sociedad fragmentada y sin referentes. Algunos de ellos siguen creyendo que todo debe proceder del Jefe. 

El electorado, en las presidencias modernas, ya no es cautivo de una comunidad emocional. Existe una incomprensión entre lo que declaran los militantes y lo que esperan los ciudadanos. 

Queda, sin embargo, la idealidad, la legitimidad de las fuentes, incluso la mística, capaces de orientar los ejes de las políticas actuales. Es la imagen peronista “Siempre seremos las cabecitas negras”, de Alberto Fernández. Es la fórmula alfonsinista “Por la fuerza moral venceremos”, que podría ser la de radicales como Gerardo Morales o Facundo Manes. Es lo que puede fundar todavía identidades abiertas y fluidas.

Estamos en el corazón de las dos éticas weberianas, la ética de convicción (defender una causa) y la ética de responsabilidad (cómo comportarse en el seno de un sistema político). ¿Al final, no sería el verdadero desafío, sobre todo para los dirigentes, saber cómo se puede conciliar el combate de las ideas y el espíritu de consenso?

*Doctor en Ciencias Políticas, París IV 2001. (Institut des Hautes Etudes d’Amérique latine - Iheal).