A la izquierda le incomoda mucho el tema Venezuela. Nadie puede defender abiertamente al gobierno de Maduro, pero al mismo tiempo muchos creen que detrás de cualquier ataque a ese gobierno está el imperialismo yanqui y/o la oligarquía vendepatria. Entonces, terminan evitando el tema Venezuela o si hablan del país se refieren a cualquier cosa menos al gobierno chavista: que los yanquis esto, que los opositores lo otro, que los empresarios boicotean, que los medios mienten. A lo sumo hacen vagas referencias a supuestos errores que no sería oportuno analizar ahora ante la grave amenaza imperialista.
Todo para encubrir el colapso total de Venezuela. Ni con Alemania en la Segunda Guerra Mundial se destruyó un país tan rápido. Más de 11 kilos por persona promedio de peso perdido por los venezolanos en el 2017, según un estudio conjunto de las tres universidades más importantes del país. Casi tres millones y medio de exiliados según la última cifra de Acnur. Hiperinflación de 10 mil millones por ciento sostenida durante más de dos años. Un mercado negro galopante alimentado por varios ceros de diferencia con el cambio oficial. Farmacias vacías.
Con todo esto Maduro debió haberse ido a su casa hace mucho tiempo. Es evidente que su gestión le ha hecho mucho daño al pueblo, sobre todo a los sectores más empobrecidos que tanto se beneficiaron con la irrupción del chavismo a fines de los 90, con sus misiones sociales para llevar salud y educación por primera vez a millones de venezolanos.
Yanquis. El problema con echarle la culpa de todo a los yanquis, es que desde el 2005 que Estados Unidos no tenía ninguna política hacia América Latina, más allá de un espasmo de Obama con el deshielo de Cuba en el último aliento de su doble mandato. Cuatro años después de que todo América latina le había pedido a W. Bush el tratado de libre comercio continental en una cumbre en Miami, Lula, Chávez y Néstor emboscaron al cowboy texano en Mar del Plata. W. huyó despavorido sin tratado ni nada que se le parezca. Desde entonces, Estados Unidos se retiró de la región para dedicarse a sus guerras en Asia y Medio Oriente. Mientras tanto se creó Unasur, y el organismo regional reemplazó al la embajada estadounidense como mecanismo de resolución de las crisis de gobernabilidad en Sudamérica. Los ejemplos sobran: el levantamiento de la Media Luna en Bolivia, el golpe policial en Ecuador, la pelea Chávez-Santos, el desarme de las FARC. A la vez, China reemplazó a Estados Unidos como principal socio comercial del subcontinente sin que Washington atinara a reaccionar.
De repente llega Trump y se entusiasma con el chiche Venezuela, mejor dicho con el pas de deux con Maduro. Ya se sabe que el Donald favorece las relaciones de amor-odio con líderes carismáticos descriptos como autoritarios o directamente dictatoriales, al estilo Kim o Putin, antes que debates racionales con jefes de estado de democracias occidentales como Merkel, Macron o Trudeau. Tuitear amenazas, sanciones y reconciliaciones es parte de su imagen, de su manera de comunicarse con su electorado chauvinista y conservador. Ilustra bien su máxima de golpear para negociar. Por eso no parece que el interés de Trump sea tanto las vastas reservas petrolíferas de Venezuela. A fin de cuentas ya tenía la vaca atada con el chavismo a través de las dos refinerías y dos mil estaciones de servicio Citgo que destilan y venden petróleo venezolano en Estados Unidos.
Por esa razón, el poderoso lobby petrolero con base en Houston lo último que quiere es disrupciones en Venezuela y logró frenar hasta este mes las duras sanciones de Trump: antes sólo se había castigado a los principales líderes chavistas y a sus empresas. Ahora le van a dejar de comprar diez mil millones de dólares de crudo como parte del plan de cambio de régimen. En un país devastado que importa el 90 por ciento de su comida, perder ese ingreso es una sentencia de muerte, literalmente, para miles de venezolanos que ya viven al límite.
Intervenciones. Estados Unidos nunca intervino militarmente en Sudamérica, más allá del golpismo de sus embajadas durante la Guerra Fría, cuando la famosa teoría del dominó llevó a Washington a intentar desestabilizar a los gobiernos populares de inspiración marxista. Después de Guatemala en el 54, el fracasado desembarco en Cuba del 61 y Santo Domingo en el 65, la última invasión yanqui en América Latina fue Panamá en 1989. Tampoco ha tenido Washington un rol activo en la preparación de un golpe desde el intento de derrocamiento de Chávez en 2002. Desde entonces existe en Estados Unidos una política de Estado de no intervenir militarmente en la región ni promover golpes de estado. En 1994 una fuerza multinacional encabezada por Estados Unidos repuso en la presidencia de Haití al excura tercermundista y líder de movimiento populista de izquierda lavalás, Jean Bertrand Aristide, que había sido derrocado por una banda narcomilitar con la anunencia de la oligarquía local. En 2009 Estados Unidos condenó en la OEA el golpe contra Mel Zelaya en Honduras y los wikileaks muestran claramente que la embajada se opuso al derrocamiento hasta que se convirtió en un hecho consumado. En los golpes blandos contra Lugo en Paraguay y Dilma en Brasil la postura oficial estadounidense fue de prescindencia.
Pero esa política de Estado hoy corre serios riesgos no sólo por la imprevisibilidad de Trump, sino porque el propio mandatario se deshizo en los últimos meses de los referentes de la llamada “ala racional” de su gobierno, los generales Kelly y Mattis, ex jefe de gabinete y ministro de Defensa, respectivamente. Estos “racionales” fueron usados como bomberos para apagar las primeras locuras de la presidencia de Trump, ocupando el espacio que dejaron talibanes como Steve Banón o Roger Stone, eyectados por su rol en el llamado Rusiagate.
Como Mattis y Kelly se oponían al acercamiento con Putin, Kim y Assad a expensas de la alianza con Europa y se oponían también al retiro del Pacto de París contra el cambio climático, entre otras decisiones de carácter aislacionista, Trump se deshizo de ellos y los locos volvieron a manejar el manicomio de política exterior: el nuevo asesor de seguridad John Bolton, el yerno presidencial Jared Kushner y el flamante canciller y ex jefe de la CIA , Mike Pompeo. Con estos tipos, más el delegado especial para Venezuela, el viejo halcón Elliot Abrams, puede pasar cualquier cosa.
América del Sur. El problema es que los presidentes de la región, con honrosoas excepciones, están chochos con este repentino interés de Trump en Sudamérica. No parecen reparar ni en sus métodos ni en el antecedente que pueda generar su plan de cambio de régimen a través de la asfixia fiananciera o peor. No es que nunca se hayan manifestado en contra del chavismo y sus violaciones a los derechos humanos y a las buenas prácticas democráticas. Lo que nunca tuvieron es un plan para derrocar a Maduro. Este plan estadounidense, además de buscar someter a todo un pueblo a través de sanciones crueles y humillantes, pone al país, donde el chavismo retiene una cuota importante de apoyo y poder, al borde de la guerra civil. Y desanda décadas de construcción de un bloque regional autonómico y soberano para abrirle la puerta a esa potencia extranjera a la que tanto había costado arrebatarle su rol tutelar.
Pero Macri, Bolsonaro, Piñera, Duque y compañía están felices. Desde que asumieron, su principal objetivo de política exterior ha sido acercarse a Estados Unidos. Y ahora, por primera vez en décadas, Washington pone el ojo en sudamérica, con un tema en el que ellos pueden ayudar, en el que pueden aconsejar y darle una mano a Míster President. Por eso se tiraron de cabeza a apoyar el plan Bolton-Trump sin medir las consecuencias.
Volviendo al principio el problema no es solamente ni principalmente que a Trump le gusta cachetear a Maduro sino que puede cachetearlo porque Maduro destruyó a Venezuela. Y porque Duque, Macri y Bolsonaro destruyeron la Unasur. Parafraseando a un filósofo gastronómico, hay que dejar de culpar a Estados Unidos de todo por dos años.
*Periodista. Publicado en el blog Medioextremo.com