—Uno de los rasgos que se destacan en su obra filosófica es la persistencia de cierto núcleo temático que parece orientarla a través de todas sus variantes, y que lo lleva a tratar diversos tópicos, desde la antropología a la política, y del estudio del lenguaje y las tecnociencias hasta la crítica del neoliberalismo. ¿Cómo caracterizaría, en términos sumarios, ese eje temático?
—En todos mis trabajos el tema dominante siempre ha sido la naturaleza íntimamente política de nuestra especie. Bien sabemos, desde los tiempos de Aristóteles, que las disposiciones biológicas específicamente humanas llevan en sí, desde un principio, la referencia a una comunidad: es el caso, evidentemente, de la facultad del lenguaje, pero también de la praxis, que es esencialmente la capacidad de cooperar intencionalmente con los otros. Y sabemos, desde la antigüedad, que esta naturaleza política de nuestra especie es ambivalente, problemática, contradictoria. Es el presupuesto de toda experiencia civil y de toda forma de vida feliz. Pero también la raíz del antagonismo social, del conflicto y de lo que Freud llamaba el “malestar en la cultura”.
—Ya en los últimos años del siglo XIX ha comenzado a abrirse camino, en la cultura europea, el temor de que la evolución social y el progreso no estuvieran de hecho neutralizando este aspecto negativo y conflictivo de la sociedad humana, sino que incluso lo estuvieran volviendo aún más fuerte e incontrolable, al punto de amenazar todo el edificio de la civilización. En esta época “el progreso se ha aliado con la barbarie”: así escribe Freud, desconsolado, en su última obra. Desde entonces, la paradoja consiste en que todos los grandes experimentos sociales proyectados con la precisa intención de poner fin a la crisis de la civilización moderna parecen haber agravado el problema, en vez de resolverlo.
—Todas mis investigaciones –sobre la técnica, el lenguaje, o sobre cuestiones de antropología política– son tentativas de aferrar la raíz de esta paradoja, y de indicar una posible vía de salida.
—Usted ha pensado con mucha intensidad el modo en que la técnica y la ciencia afectan y modifican la vida contemporánea, ¿qué relevancia política y social le adjudica a esta dimensión?
—Hacia fines del siglo XIX, las esperanzas “iluministas” sobre el progreso de la civilización se basaban esencialmente sobre dos factores, claramente ligados entre sí: de un lado, la evolución técnica y científica, del otro la proliferación de los intercambios y de las relaciones comerciales entre todos los pueblos de la tierra. De estos dos factores se esperaba una progresiva liberación de la pobreza y de la necesidad y una tendencial pacificación de las relaciones entre los seres humanos a nivel global. La crisis de la modernidad estalló literalmente, después de la Primera Guerra Mundial, cuando pareció claro que estas expectativas eran del todo ilusorias y que el desarrollo tecnocientífico, en sí mismo, no implica en absoluto necesariamente un progreso civil. Puede transformarse, incluso, en su exacto contrario: una seria amenaza para la civilización.
—Obviamente, no se puede desactivar esta amenaza volviendo a formas de vida arcaicas o primitivas. Las potencialidades descubiertas por la técnica, una vez despertadas, no pueden ser censuradas o canceladas a voluntad. Pero el problema es que la ampliación “técnica” de las potencialidades parece inevitablemente conectada con un tipo de racionalidad basada sobre cálculos ciegos, sobre algoritmos diseñados para extender de modo automático su rango de acción. Y una racionalidad “algorítmica” no parece compatible con aquel género de razonabilidad reflexiva con el que los seres humanos afrontan, desde siempre, los problemas de naturaleza ética o política.
—Recomponer esta escisión es una urgencia advertida desde hace tiempo tanto por la filosofía como por los componentes más lúcidos de las nuevas ciencias. Después de la crisis financiera de 2008, la urgencia se volvió más dramática, porque los mecanismos económicos y financieros se fían cada vez más de algoritmos técnicos, mientras las instituciones políticas, en las sociedades liberales conservan legitimidad sólo en proporción a su hipotética razonabilidad. Por eso la política encuentra dificultad en ejercer una efectiva acción de control sobre los grandes procesos económicos.
—Su última publicación pone en foco un tema que lo viene preocupando desde hace tiempo, a juzgar por el tenor de sus publicaciones: el neoliberalismo. ¿Cómo ve el presente y el futuro de este régimen y cómo afecta a la democracia?
—La historia del neoliberalismo describe una parábola que abarca por entero los últimos cien años, de los cuales todavía intentamos comprender su sentido. Elaborado en Europa, en los años febriles entre las dos guerras mundiales, el proyecto neoliberal ha permanecido en los márgenes de la cultura oficial por más de medio siglo, para convertirse rápidamente, al concluir la Guerra Fría, en el modelo político hegemónico a nivel planetario. Y la impresión es que hoy, con la misma inexorabilidad, esté ya dirigiéndose hacia su ocaso.
—A mi parecer, la intuición más profunda del neoliberalismo es que una gran sociedad, pluralista y virtualmente global, puede mantenerse unida sólo con una condición precisa: que el valor de las realizaciones sociales, de las iniciativas empresariales, y de las elecciones de vida sea medido en la escala del orden cósmico (vale decir, del orden espontáneo e imprevisible de la sociedad en su conjunto) y no del orden simplemente vigente o de aquel fijado por cualquier autoridad soberana. Es de esta intuición de donde proviene también el aspecto más escabroso del neoliberalismo, aquel que lo ha guiado en su momento hacia su marcha triunfal y que hoy le dicta su decadencia. Esto es, la idea de que, bajo determinadas condiciones, el sistema de valores generado por el mercado puede justamente revelar el orden cósmico y expresarlo en forma inmediata.
—Hoy sabemos por experiencia directa (y no por algún prejuicio ideológico) que los mecanismos del mercado son intrínsecamente inadecuados a tal propósito. Tienden incluso a producir su opuesto. Cuanto más a fondo las tecnologías de cálculo, medición y valoración penetran en la vida social, tanto más esta “vida” es puesta al servicio de las relaciones de poder, aplanando así el orden cósmico sobre el orden constituido.
En sí misma, sin embargo, la intuición de base no está mínimamente comprometida: viene incluso a indicar una tarea ineludible, y por ello tanto más urgente. Frente a la creciente corporación de los poderes, unidos en el común objetivo del control preventivo de las elecciones, la exigencia primaria sigue siendo, en efecto, la de dar expresión a un género de contrapoder que sólo una alianza de carácter cosmopolítico es capaz de movilizar.
—¿Qué interpretación hace del triunfo de Donald Trump en las últimas elecciones presidenciales de los EE.UU.?
—Por el momento, diría que el aspecto más inquietante de la elección de Donald Trump es el triunfo de la irrazonabilidad.
Lo que intento decir es que los procedimientos y las instituciones liberales han sido diseñados con el preciso propósito de asegurar la razonabilidad, la propensión a componer los diversos proyectos e intereses en un cuadro unitario, que asegure a cada uno el adecuado reconocimiento, de modo compatible con las exigencias y los derechos de los otros. La legitimidad del poder en las sociedades pluralistas se apoya, normalmente, justo sobre esta pretensión de razonabilidad.
El problema, con Trump, no es el simple hecho de que el nuevo presidente de los Estados Unidos sea objetivamente irrazonable, esto es, poco respetuoso de los derechos y de los intereses ajenos. Después de todo, no está en absoluto excluido que lo fueran, en el fondo, también sus predecesores. El verdadero escándalo es que, en su caso, la irrazonabilidad sea exhibida y ostentada, porque se ha revelado como una ventaja, un factor positivo, un arma vencedora.
Esto, en el fondo, lo acomuna a sus enemigos declarados: los terroristas de EI, que han aprendido a usar la irrazonabilidad más completa para obtener una ventaja negociadora y estratégica. Pero el caso de Trump es decididamente más evidente, porque la ventaja de la irrazonabilidad proviene, esta vez, justamente de los mecanismos que, según los liberales, deberían garantizar el primado de la razón: los procedimientos democráticos, como también la competencia de mercado y la circulación libre de las informaciones a través de los nuevos medios. La entera concepción moderna de la razonabilidad está en jaque. Y será por ello necesario repensar desde los fundamentos nuestra idea de racionalidad y de inteligencia práctica, si queremos hacer frente al desafío.
*Filósofo.