“Elinor Ostrom ha desafiado el saber convencional conforme al cual la propiedad común es administrada siempre de modo inadecuado, por lo que debería ser ya sea regulada por una autoridad centralizada o privatizada. Contra dicha visión, y a partir de numerosos estudios sobre acequias, bosques, pesqueras, tambos, lagos, maderas, pastizales, Ostrom concluye que los resultados tienden a ser, habitualmente, mejores que los que predicen las teorías estándares en la materia. Ella muestra que los usuarios desarrollan, de modo frecuente, mecanismos sofisticados de toma de decisiones y cumplimiento de reglas, destinados a resolver los conflictos de intereses”.
El párrafo anterior es parte de los fundamentos del premio otorgado por la Real Academia de las Ciencias de Suecia a Elinor Ostrom en 2009, por “su análisis del gobierno económico, especialmente de los recursos compartidos”. Ostrom fue la primera mujer en obtener este reconocimiento. Y la única hasta 2019, en que Esther Duflo lo obtuvo por su trabajo sobre pobreza.
No está de más aclarar que el Premio Nobel de Economía fue creado en 1968 por el Banco de Suecia para conmemorar el tercer centenario de su creación. Y pese a que lo gestiona y entrega la Academia sueca, junto con los galardones entregados por la Fundación Nobel, técnicamente no es un Premio Nobel porque no estaba entre los que Alfred Nobel estableció en su testamento. Por otro lado, no lo paga la Fundación Nobel sino el Banco de Suecia. Esa es una de las razones por las cuales recibió no pocas críticas a lo largo de su medio siglo de historia, hasta del heredero de don Alfred, e incluso hay quienes aseguran que “el Premio Nobel de Economía no existe”.
Hay otros cuestionamientos más interesantes: que su creación buscaba asimilar la economía con las ciencias exactas, como si esa disciplina lo fuera, obviando profundas controversias sobre el estatus epistémico de la economía. O también el señalamiento del marcado sesgo ideológico que se evidencia en la lista de personas premiadas: la mayoría pertenecen a corrientes neoliberales u ortodoxas.
Pero ya sea por un giro de los tiempos, por razones técnicas o por mérito excepcional de Elinor Ostrom, precisamente por todo lo anterior es que su premio es tan singular. Mario Bunge, con su proverbial honestidad brutal, lo definió, cuando supo que había sido premiada, diciendo: “Esta vez acertaron. Ya era tiempo que se lo dieran a una socioeconomista progresista, en lugar de regalárselo a algún ideólogo cavernícola, como han acostumbrado hacerlo”.
“Tragedia” de lo compartido. Desde hace siglos (Hobbes inauguró el derrotero), los enunciados del liberalismo económico se sostienen en una visión pesimista sobre la especie humana. En esa versión somos incorregiblemente egoístas, carentes de empatía y proclives a competir, jamás a cooperar. Incluso se ha intentado utilizar a Darwin en favor de estas ideas, ignorando su propia desmentida a esa utilización. Lo puso de relieve en su obra El origen del hombre, de 1871. Allí daba ejemplos de la capacidad de empatía, de compasión y de apoyo entre animales de las distintas especies, y por supuesto en la especie humana (aunque no con el énfasis ni la claridad con que lo postuló Piotr Kropotkin, a quien la biología evolutiva de hoy le da crédito por sus observaciones agudas sobre la ayuda mutua y la cooperación como pilares de la supervivencia). Darwin decía, como para que no quedara duda: “De este modo no hay necesidad de colocar en el vil principio del egoísmo los fundamentos de lo que hay de más noble en nuestra naturaleza”.
En 1968 se publicó el artículo titulado “The Tragedy of the Commons” (“La tragedia de los [bienes] comunes”) de Garrett Hardin. Ese texto se suele presentar como la “demostración” definitiva de un axioma del pensamiento de los economistas liberales y ortodoxos: la idea de que la gestión común de la propiedad termina en el abuso, el descuido o la destrucción de esos recursos comunes.
La tesis de Hardin, trágica de verdad en sus consecuencias, es que la comunidad como tal es incapaz de lograr acuerdos racionales sobre el uso de recursos comunes o, si los logra, es incapaz de cumplirlos. Por ende, la única solución es que haya un agente externo a la comunidad que gestione, regule o garantice ciertos controles. En la práctica, esa gestión recae en el poder estatal o en actores privados motivados por sus propios intereses o –como ocurre más a menudo– en un mix: la propiedad de los bienes comunes es transferida a individuos cuyos derechos son salvaguardados por el Estado.
Pero con su trabajo, Elinor Ostrom muestra, con cantidad de ejemplos históricos, que esto es falso: que la propiedad colectiva autogestionada es posible y es capaz de generar resultados beneficiosos para todos. La propiedad común, nos dice, puede ser administrada de modo absolutamente exitoso por asociaciones de usuarios y cooperativas.
Todo el trabajo de Elinor significa un rotundo mentís a ese poderoso mito ortodoxo, aparentemente invencible. Y no deja de ser significativo que en un mundo androcéntrico, y en una disciplina dominada por varones, haya sido una mujer la autora de esa refutación.
Sin ingenuidad. Cuando a Elinor Ostrom le preguntaban en qué trabajaba, explicaba que “las comunidades pueden ser increíblemente más eficaces administrando que la empresa privada o que el Estado”. Y recurría a ejemplos sencillos para que se entendieran sus inquietudes como investigadora: “Por ejemplo, hemos estudiado cientos de sistemas de irrigación. Y encontramos que los sistemas de irrigación gestionados por los campesinos son más eficaces en términos de aprovisionamiento de agua hasta todos los rincones y presentan una mayor productividad y unos costes menores que los fabulosos sistemas de irrigación construidos con la ayuda del Banco Mundial y de otros organismos multilaterales”.
De paso señalaba: “Pero esto no es universal, de modo que no podemos ser tan ingenuos como para pensar ‘limitémonos a entregar las cosas a la gente, que siempre se organizará’. No, no es así. Existen muchos escenarios que desestimulan la autoorganización”. Y desde ese punto de partida anticipaba su ambición más importante como científica social: “Identificar un buen puñado de variables que se asocian con la autoorganización para que sea eficiente”, es decir: “las condiciones bajo las cuales la gente puede autoorganizarse”.
Como resultado de esa investigación, Ostrom, en su trabajo más importante, titulado Governing the Commons: the Evolution of Institutions for Collective Action (El Gobierno de los Bienes Comunes: la evolución de las instituciones de acción colectiva, editado en 1990), estudió múltiples casos que muestran cómo manejar y disponer colectivamente de recursos escasos. Allí enumera ocho “principios de diseño” de una gestión estable de recursos comunes:
1- Límites claramente definidos (exclusión efectiva de terceras partes no involucradas).
2- Reglas de uso y disfrute de los recursos comunes adaptadas a las condiciones locales.
3- Acuerdos colectivos que permitan participar a los usuarios en los procesos de decisión.
4- Control efectivo, por parte de controladores que sean parte de o a los que la comunidad pueda pedir responsabilidades.
5- Escala progresiva de sanciones para los usuarios que transgredan las reglas de la comunidad.
6- Mecanismos de resolución de conflictos baratos y de fácil acceso.
7- Autogestión de la comunidad reconocida por las autoridades de instancias superiores.
8- En el caso de grandes recursos comunes, organización en varios niveles, con pequeñas comunidades locales en el nivel base.
Sus últimos trabajos enfatizaron en la interacción entre seres humanos y sistemas ecológicos, siempre con la intención de identificar los elementos que posibilitan una autogestión de las comunidades de cara a relaciones socioecológicas sustentables.
Bunge y Ostrom. En su Filosofía política. Solidaridad, cooperación y democracia integral (2009), Mario Bunge había recurrido a Elinor Ostrom en numerosos pasajes para discutir la falta de evidencia de los principales enunciados de los economistas tradicionales, que –sostiene el eminente filósofo– repiten desde hace tres siglos dogmas que no tienen ningún sustento científico. “Estos teóricos afirman saber, sin mediar investigación empírica alguna, que el ser humano es egoísta por naturaleza, del mismo modo que los expertos en aerodinámica ‘sabían’ que las aeronaves no podrían volar”, ironizaba Bunge. Y en cambio citaba los estudios de Elinor, que mostraban los numerosos ejemplos de gestión cooperativa, autogestionaria y sustentable que la estudiosa había relevado en sus investigaciones.
El mismo año en que Bunge publicó ese libro, llegó la noticia del Nobel. Cuando supo que Elinor había sido premiada, además de celebrar, Mario Bunge explicaba así por qué era un acierto: “Porque este asunto ha sido ignorado por casi todos los economistas políticos, no solo los viejos conocidos de la derecha, sino también los marxistas, siempre enemigos de las cooperativas. En efecto, casi todos los economistas reconocen solo dos regímenes de propiedad: la privada y la estatal. No les interesa el tertium quid, la propiedad colectiva autogestionada, la que escapa tanto a la garra del gran capital como a la del Estado autoritario”.
“El resultado neto es que lo que importa para preservar un bien no es la propiedad sino la administración”, dice Bunge. “Tanto es así, que una empresa privada mal administrada no beneficia siquiera a sus propietarios. La economía experimental y la psicología social contemporáneas nos dan datos para explicar por qué tiene razón Elinor Ostrom y, por el mismo motivo, por qué no la tuvo Garrett Hardin. En efecto, esas ciencias han demostrado que solamente una minoría procura siempre maximizar sus utilidades esperadas, sin importarle si perjudica al prójimo. La mayoría de los seres humanos somos considerados y cooperativos”.
“En resumen, profesora Ostrom: enhorabuena por haber contribuido a resaltar el lado angélico de la bestia humana, y por haber desprestigiado a la economía y la filosofía políticas que dan por sentado que todos somos rapiñadores y carroñeros. Era tiempo de que el Premio Nobel lo ganase quien cree que la economía y la política pueden ser beneficiosas para la mayoría si reemplazan el pesimismo de Hobbes por el optimismo de Rousseau, y la incompetencia del asesor financiero por la competencia del almacenero de la otra cuadra”.
Género y confianza en la humanidad. ¿Cuánto influyó la cuestión de género en la perspectiva y en los temas que interesaron a la Premio Nobel? Es difícil determinarlo, pero como ella misma señalaba: “Cuando me planteé la posibilidad de matricularme en la universidad, me desanimaban diciéndome que nunca sería capaz de ir más allá de dar clases en alguna escuela técnica universitaria de provincia. ¡Cómo han cambiado las cosas!”. También señalaba que había asistido a clases de Economía “en las que era la única mujer en el aula, pero esto ha ido cambiando lentamente, y creo que hay un creciente respeto hacia las mujeres, que podemos hacer aportaciones verdaderamente importantes. Y me gustaría creer que este reconocimiento ayudará en esta dirección”, dijo en una entrevista poco después de recibir el Premio Nobel.
Su confianza en la capacidad de autogestión de los grupos humanos no era ingenua ni ilimitada. “En esto he estado trabajando durante toda mi vida”, exclamaba. “Los humanos tenemos grandes capacidades, pero hemos participado de la idea según la cual los jefes tienen unas capacidades genéticas de las que el resto de nosotros carecemos. Espero que mi trabajo sirva para cambiar un poco esa idea”.
Elinor era profesora de Ciencia Política en la Universidad de Bentley, y codirectora del Workshop in Political Theory and Policy Analysis en la Universidad de Indiana, en Bloomington, Estados Unidos. También fue directora fundadora del Centro de Estudios de Diversidad Institucional en la Universidad Estatal de Arizona. En agosto de este año hubiera cumplido 89. Falleció el 12 de junio de 2012, a los 78 años, víctima de cáncer. “La Universidad de Indiana perdió un tesoro irreemplazable y magnífico”, dijo entonces el presidente de esa institución. En verdad, el pensamiento igualitario perdió también una altísima exponente de lo mejor de la ciencia en combinación con los ideales más elevados de la humanidad.
Rescatar el aporte de Elinor, ciudadana del mundo cuyo trabajo sostiene la posibilidad de una sociedad mejor, es la mejor manera de homenajearla. En sus palabras: “Es importante que las comunidades construyan su propio futuro con acciones directas sobre sus bienes comunes”.
*Periodista. Doctorando en Filosofía en UNSAM.