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Periodismo Narrativo

Enseñanzas de una maestra

Por Ezequiel Musaschi (*) | Perfil de Angélica Gorodischer, la reconocida escritora de ciencia ficción y género. Cómo aprendió a ser quién es, a sus casi 90 años.

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Angelica Gorodischer, escritora argentina | CEDOC PERFIL
Es una tarde nublada y fría en Rosario. Angélica Gorodischer cuelga el bastón de caña con mango curvo y contera de goma en el respaldo de un sillón individual. Antes de tomar asiento, observa a través de la ventana el movimiento de la cuadra. Está en el living de su casa, rodeada de libros. Viste suéter azul, calzas negras y botas bajas sin taco. Lleva el pelo corto, teñido de un rojo intenso, y un par de aros de media esfera, blancos y grandes. Las marcas de expresión en su cara realzan los pómulos y, a sus ochenta y nueve, le dan un aire jovial.
La conversación fluye y enseguida deriva hacia su niñez, que estuvo llena de libros, el gran recreo de Angélica Gorodischer. 
—Sacaba uno y leía –dice-. A veces no entendía, pero la cuestión casi de aventura era leer, descifrar lo que había en ese libro. 
En un momento se detiene en la alfombra y una imagen emerge de los recuerdos. Se ve a sí misma a los 7 años, tirada de panza sobre otra alfombra, la del departamento porteño de su infancia, leyendo Las minas del rey Salomón. En esa época, cada vez que estaba ante un libro, pensaba: “Yo voy a escribir, pero esto no lo puedo escribir porque ya está escrito, entonces tengo que escribir otra cosa”. Hasta donde puede recordar, empezó a escribir a los 30, y publicó su primer libro a los 37. Le echa nuevamente una mirada a la alfombra y dice:
—Era una cosa que caía por su propio peso. No había que discutir ni pensar nada. Yo iba a escribir libros.
Y eso hace Angélica Gorodischer: escribe.

***

Las paredes del living comedor rebosan de cuadros, premios y anaqueles con muchos libros, algunos amarillentos y ajados. En un rincón, hay una vitrina rectangular con una colección de cincuenta jueguitos de té en miniatura. Angélica tuvo varias colecciones —de botellitas, de llaves, de relojes pulsera—, pero desde hace mucho tiene solo ésta. “A mí me daba pena haber roto un jueguito de té en miniatura que tuve siendo muy chiquita, y un día encontré uno igual y lo compré y eso fue el comienzo”. Cada tanto, dice, suele pensar en el destino de esas cosas: qué va a ser de todo eso cuando muera.
Sentado a la mesa, muy cerca de los sillones, Sujer Gorodischer, el marido de Angélica, lee el diario. Está muy abrigado, con pulóver, saco y boina. A través de los anteojos casi no se ven arrugas. Su mirada es vivaz y cálida. Sujer llegó al país con sus padres a los seis años; la familia había estado entre los últimos contingentes de judíos que emigraron de la Unión Soviética en 1934, cuando allí se constituía la Región Autónoma Judía,  al sur de las estepas siberianas, al mismo tiempo que Stalin mantenía una política antisemita. Argentina recibía entonces inmigrantes de la colectividad judía, al igual que en la época de los pogromos zaristas.  
Angélica y Sujer se conocieron en 1950, en Rosario, en una reunión de centros de estudiantes de la Universidad Nacional del Litoral. Ella estudiaba Letras y empezaba a trabajar en la biblioteca de la Facultad de Filosofía; él cursaba Arquitectura. Dos años después, el 19 de noviembre de 1952, se casaron a pesar de la oposición de ambas familias. 
―Mi familia tenía delirios aristocráticos... los idiotas ―dice Angélica, sentada con las manos en las rodillas―. Era una familia muy católica y Goro es judío, así que la familia de él se oponía y la mía también. Nosotros dijimos “que se jodan”. Nos fuimos a Buenos Aires y nos casamos. Volvimos casados al poco tiempo.
Desde entonces, Angélica abandonó su apellido paterno, Arcal, e hizo propio el de Sujer: “Yo quería llamarme como mi marido, que era el hombre de mi vida. El apellido Gorodischer me gustaba más”. De regreso en Rosario, vivieron en una pensión. Sujer se recibió de arquitecto, comenzó a dar clases en la universidad e ingresó al área urbanística de la municipalidad. Angélica retomó el trabajo en la biblioteca de la Facultad de Filosofía. Allí aprendió bibliotecología, pero debió abandonar los estudios. La experiencia le permitió, en 1954, entrar a una clínica privada como responsable de la biblioteca. En más de treinta años, la organizó, redactó trabajos científicos e hizo traducciones. 
―Trabajaba ahí porque la guita era necesaria. Pero no me interesaba, no me gustaba. Escribía cuando podía, a las tres de la mañana y esas cosas. Goro fue muy importante, me ayudaba mucho, se ocupaba de muchas cosas y, además, me alentaba para que siguiera. Fue duro, pero se puede. En esa época, escribí siete libros. 
Fueron los primeros siete, que dieron inicio a una lista de más de treinta. 
Angélica era ya madre de tres, Sergio, Horacio y Cecilia, y un día se sentó a escribir una novela. La escribió. Como no le gustó, la tiró a la basura y empezó otra. Lo mismo sucedió con muchos cuentos policiales que intentó escribir influida por el caudal de novelas del género que leía. Hasta que en 1964, un jurado integrado, entre otros, por Rodolfo Walsh, premió el cuento En Verano, a la siesta y con Martina, que Angélica Gorodischer había enviado al III Concurso de Cuentos Policiales de la revista Vea y Lea. Un año después, ganó el Premio Club del Orden de Santa Fe, y así editó su primer libro, Cuentos con soldados. Tras los dos  siguientes, Opus dos y Las pelucas, llegó la ciencia ficción, con títulos insoslayables como Bajo las jubeas en flor, Casta luna electrónica, Trafalgar y Kalpa Imperial, traducida al inglés por Ursula K. Le Guin. 
Suena el teléfono. Atiende Sujer. Después de un breve intercambio, le alcanza el auricular a Angélica. Ella responde con monosílabos, agradece y cuelga.
—Eran del Rotary —dice Angélica—. Esta noche a las nueve nos pasan a buscar. Nos mandan un auto.
—Otra cena que te debo —bromea Sujer, mientras vuelve a su lectura.

***

—Mi mamá era una mujer común y corriente —dice Horacio Gorodischer, con la mirada amable en un gesto que recuerda mucho a Sujer, mientras se sienta en el futón del living de su departamento de Rosario—. A mis quince, ya sabía que era escritora y era conocida. Pero, bueno, era mi mamá, y a mí no me producía ningún efecto en especial. 
Tampoco le generaba sorpresa que su casa la visitaran Quino, Tato Bores, Osvaldo Soriano, Elvio Gandolfo, Daniel Divinsky y Fontanarrosa, nombres que menciona en un repaso fugaz.
—Siempre fue muy sociable la vieja. Supongo que viene de su propia familia, sus tías, su madre. Yo me daba cuenta de que eran otra cosa distinta a lo que yo conocía, porque nosotros vivíamos en el barrio de avenida San Martín, que se conoce como el de las casitas de Perón. Y claro, cuando las íbamos a ver, ellas eran todas más señoriales, muy flacas, muy elegantes, con cosas en sus casas que no se veían en todas las casas, objetos de marfil, cierto olor a madera. Era otro lugar.
De las mujeres de su familia materna, según Horacio, Angélica “heredó todo: el modo de hablar, el modo de conducirse, el modo de comer”, aunque nunca quiso sentirse identificada con esa clase social.
—Mi vieja no tuvo una buena relación con su madre, pero no sé por qué. No me atrevería a decirte que era por rechazar ciertas cuestiones de clase. No creo que fuera por eso, porque la más sencilla era mi abuela. A las otras se les notaba la alcurnia, pero a mi abuela no. Cuando venía, nos hacía jugar, nos contaba cuentos, o sea, cuando venía, para mí era una fiesta.

***

Angélica nació en Buenos Aires el 28 de julio de 1928. Su padre, Fernando Arcal, y su madre, María Angélica Junquet, la bautizaron con el nombre Angélica Beatriz del Rosario Arcal. Cuando todavía era una niña, la familia se mudó a Rosario. Allí creció en un ambiente de sobreprotección, sin amigas y con maestras particulares en la casa. 
—Mi familia decía ‘vaya a saber con qué clase de gente se va a juntar la nena si la mandamos al colegio, recuerda hoy, echando apenas la cabeza hacia atrás y con una media sonrisa de labios apretados. 
Solo cuando un médico lo recomendó, sus padres decidieron mandarla a la escuela pública. 
—Curiosamente fui al Normal Dos ‘Juan María Gutiérrez’ —dice—, mis padres posaban de progresistas.
Angélica tuvo una hermana cuatro años menor, Ana María Arcal, con la que no se llevó nada bien: 
—Después de la infancia, tuvimos poca relación, cada una hizo su vida. Ella estuvo acá en Rosario, se casó, tuvo un hijo y se divorció. Murió hace unos cuatro o cinco años. No teníamos muchos puntos de contacto, ni en los gustos ni en los disgustos.
Quince tías la rodearon en su infancia y adolescencia. A ninguna de ellas les decía tía. Eso no era aceptable en su ambiente porque así hablaba el servicio doméstico. Siempre llamó a cada una por su nombre.
La madre de Angélica cantaba, tocaba la guitarra, pintaba y escribía, aunque eso no era bien visto en su círculo social. Llegó a publicar —en las décadas del treinta y cuarenta— seis libros de poemas y una novela, todos firmados como Angélica de Arcal.
—Mi mamá soñaba con criar una niñita victoriana y yo de victoriana no tenía ni un pelo —dice Angélica—. Era curiosa, desobediente, rebelde. Me sentía muy culpable porque no llenaba las aspiraciones de mi mamá y de mis tías, que eran muy nariz para arriba. 
Treinta años después de la muerte de Angélica de Arcal, Angélica Gorodischer publicó, en 2004, el libro Historia de mi madre, en el que cuenta la vida de su madre y de todas esas mujeres que estuvieron alrededor de la niña que fue: 
—La verdad, yo no me llevaba muy bien con mi familia. Ninguno de ellos tenía vocación de felicidad, todos tenían vocación de sufrimiento. Desde muy chica, supe que yo quería ser feliz, no quería vivir como ellos porque yo tenía vocación de felicidad. Mi familia era un infierno. Mis padres se deberían haber separado a los tres años de casados, y se separaron cuando tenían sesenta años de casados y ya no se aguantaban ni se dirigían la palabra. Era horrible, por Dios.

***

Al otro lado de la reja verde, se ve la entrada de la casa de los Gorodischer, un pequeño chalet urbano de estilo californiano, con techo de tejas inclinado, revoque blanco, jardín al frente y al fondo. Sujer atiende el llamado del timbre e invita a pasar. A pocos metros, Angélica saluda desde el sofá del living comedor. 
—¿Quieren hablar acá? —pregunta Sujer mientras se acomoda con el dedo índice la montura de los lentes sobre el puente de la nariz. 
—No, vamos al estudio —dice Angélica y pide el bastón de caña que cuelga del picaporte de una puerta.
El estudio es una pequeña habitación con ventana a la calle y un escritorio construido con una tabla de madera sobre el pie de una máquina de coser. En el centro de esa pequeña habitación, sobre una alfombra, está la silla ergonómica sin respaldo en la que se sienta a escribir.  
—Yo estoy todo el día al lado de la computadora, trabajo mucho —dice Angélica—. Después vienen y me dicen “ah, qué barbaridad, cuántos libros has publicado”. Treinta y tres libros, ¿qué querés?, si yo trabajo mucho. Pero tampoco quiero sobar la obra ya hecha. Eso está hecho y cada uno puede decir lo que quiere. Yo estoy satisfecha con mis libros.
En las paredes, entre diplomas y fotografías, cuelga enmarcado un artículo sobre Juan Martín Maldacena, el científico argentino creador de la teoría de las cuerdas. 
—La teoría de las cuerdas es algo así —explica Angélica—. Todo lo que hay, todo el universo, todo consiste en cuerdas, cuerdas subatómicas que vibran en nueve dimensiones más el tiempo. ¿Vos entendés? Yo tampoco, pero comprendo perfectamente.
Angélica lee libros de ciencia y divulgación científica con la misma pasión con que lee a Balzac o a Borges, dos de sus faros literarios.
—Leo todo lo que puedo de ciencia. Es maravilloso, es inspirador, es sensacional leer ciencia. Los científicos están todos locos y a mí la gente loca me encanta. 
Frente a su escritorio, en una de las bibliotecas amuradas a la pared, un cartelito amarillo dice: “EL FUTURO ES MUJER”. En la década del ochenta, Angélica Gorodischer pasó de la ciencia ficción a las historias fantásticas protagonizadas por mujeres. Mujeres transgresoras, mujeres detectives, mujeres que aman, odian, matan y mueren.
—Yo tenía todas esas preocupaciones juntas. La cosa fantástica y las posiciones de las mujeres en la sociedad. Siempre fueron dos carriles por los cuales yo seguí. Así que tuve que ocuparme de los dos. Yo trabajo por los derechos humanos desde el lado del feminismo. 
Por su trabajo en defensa de los derechos de la mujer, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos le otorgó en 1996 el premio Dignidad. Su labor se extendió a los grupos de reflexión sobre la escritura y a la organización de los Congresos Internacionales de Escritoras en Rosario, en 1998 y 2000. Ese recorrido, según Mempo Giardinelli, la ubicó en “una posición ética inusual en la literatura de nuestro país”. 

***
―Angélica es muy prolífica, muy productiva ―dice Mercedes Güiraldes, su editora en Emecé desde mediados de la década del noventa―. Siempre tiene dos o tres libros entre manos. Y libros que concreta, no son proyectos. En mi experiencia he visto autores que, a medida que pasa el tiempo, hacen bosquejos de obras, como el esqueleto de la obra que sería. A Angélica no le pasa para nada eso. Sigue escribiendo libros que tienen el mismo trabajo, la misma calidad, la misma aspiración. La vara es alta, siempre. Con ella no se produce ese proceso de adelgazamiento de la escritura.
Mercedes Güiraldes, que también editó a Abelardo Castillo y Adolfo Bioy Casares, dice que es casi imposible hacerle correcciones a Angélica, no solo porque ella no acepta fácilmente las correcciones, sino porque, principalmente, sus libros “vienen muy trabajados, muy cerrados, con moños”.
―El oficio de Angélica no es muy habitual, a pesar de que yo trabajo con muchos escritores. Esa versatilidad, esa ductilidad, esa técnica que ella tiene, la paleta de recursos que maneja, no la tiene cualquiera. Hay una riqueza en Angélica que es muy particular. Al mismo tiempo que te cuenta una historia, te demuestra lo que se puede hacer con el lenguaje de un modo prodigioso.

***
En su estudio, Angélica juega al solitario en la computadora. Hace minutos envió la columna que cada sábado publica en el diario Perfil. Son las cinco de la tarde de un  miércoles. En general, trabaja a la mañana y a la tarde. 
—A la noche no. No me gusta la oscuridad, no me gusta el frío. Yo prefiero el día y el calo”. Su vida –dice- es muy simple y está muy llena de cosas, así que tengo que andar sacando del paso algunas obligaciones. A la mañana me levanto temprano, trabajo, más tarde almuerzo con Goro, duermo una siestita, tomo sol en el jardín y después sigo trabajando. Con las manos apoyadas sobre el mango curvo del bastón de caña, dice que, a esta altura, las cosas que le importan son pocas. 
—Lo primero en mi vida es Goro, después mis chicos y mis nietos. Y después la escritura. Esa es mi vida. Escribo cuando quiero, como quiero, a la hora que quiero y sobre lo que quiero. Es fantástico, che. Pero para eso hay que tener casi noventa años, como tengo yo.

(*) Esta crónica fue producida en el curso de Especialización en Periodismo Narrativo organizado por Editorial Perfil y la Fundación Tomás Eloy Martínez, edición 2017.