La relación peronismo-marxismo admite una lectura paranoica: grupos “infiltrados”. Una cuña de militantes organizados impulsa el movimiento en dirección socializante. Esta aproximación supone que la izquierda resulta ajena al movimiento obrero y que una quinta columna, al servicio de una potencia extranjera, dirige. La respuesta no puede sino ser policial, y “ni yanquis ni marxistas” –consigna enarbolada en el enfrentamiento con la Unión Democrática después del 17 de Octubre del 45– choca con una dura realidad: los dirigentes de la movilización fundante son de origen socialista, anarquista o comunista. Los militantes obreros tienen metidas las patas en la fuente, además el agua es suficientemente roja y ninguna fórmula macartista la puede bloquear.
El primer peronismo tiene esa matriz y si bien el General Perón intentó licuar el peso proletario fusionando el partido obrero basado en los sindicatos –el laborismo–, con los viejos pelucones nacionalistas y los sobrevivientes del viejo tronco radical, en el Partido Unico de la Revolución Nacional, el éxito del intento supuso la incapacidad popular de enfrentar la conspiración gorila del 55. Destruir la dirección política del 17 de Octubre del 45 aseguró los butacones de una burocracia incapaz de enfrentar en la calle los enemigos del movimiento popular. Una de las medidas que Perón toma para frenar el derrumbe del 55, nombrar a John William Cooke interventor del Partido Justicialista Metropolitano, tiene el propósito de revitalizar un organismo vaciado y descompuesto.
Era posible imponer la corbata negra –luto obligatorio por la muerte de Evita– y forzar la afiliación de los funcionarios de la administración pública, al precio de carecer de partido; Perón transforma una organización creada al calor de los enfrentamientos, en organigrama muerto. La llegada de Cooke no pudo cambiar en días la destrucción de años.
Por lo tanto, pese a contar con el respaldo mayoritario de la FF.AA. y de la militancia obrera de filas, el gobierno decide no batallar por los derechos constitucionales de la mayoría. Por eso cae en septiembre del 55.
No se trata de ninguna astucia táctica, “tiempo por sangre”, el precio de la derrota se contabiliza en las elecciones constituyentes de 1957, donde el voto en blanco asciende a 2.115.861, 24,31% del total. La UCR del Pueblo alcanza los 2.106.524 votos, 24,20%, esto es, el peronismo gana por magros 9.337 sufragios. Si se comparan estos resultados con los obtenidos en los comicios de 1951, queda en claro que pierde 2.629.307 votantes, pese a que el padrón se incrementa en un millón de ciudadanos. Cortito y al pie, el grueso de los adherentes del primer peronismo abandona al jefe: la desperonización de las capas medias era un hecho; del 63,40% de los votos emitidos en el 51 caen hasta el 24,31% del 57. Todavía son la primera fuerza electoral, no por mucho tiempo.
Resistencia. El segundo peronismo se funda en resistencia a la Libertadora. Sindicatos dirigidos por militantes cuyo jefe de referencia vive en España, pero cuya jefatura efectiva, vicaria, mercadea diariamente con el poder fáctico. Está en la naturaleza de la actividad sindical: negociar mejoras, evitar retrocesos, aceptar los límites del programa del poder fáctico. De modo que a la hora de la verdad la reconstrucción del partido basado en los sindicatos y la jefatura de Perón coludían. Los sindicatos fuertes de ningún modo estaban dispuestos a luchar por el retorno del General; en 1964 el avión negro es detenido en Brasil, sin que se produzca un solo incidente en la Argentina. La foto de Perón en el Galeao, aeropuerto de Río, dio la vuelta al mundo. Eso fue todo, el General estaba preocupado; en las elecciones que ganara Arturo Illia el voto en blanco ya fue la segunda fuerza, jubilarse en Madrid, por lo tanto, pasa a horizonte posible.
Antes, en enero de 1959, Fidel Castro y el Che Guevara, tras obligar a Fulgencio Batista a huir de apuro del brindis de fin de año, ingresan triunfantes en La Habana. A 90 millas de Miami, la crisis de los misiles del año 62 permite saber que la URSS respalda el castrismo; toda América Latina mira insomne cómo un grupo de jóvenes barbudos desafía, como nunca nadie lo había hecho, al primer poder del planeta en su patio trasero. Y por si fuera poco, Cooke no solo se suma a las huestes del castrismo, además invita al General a trasladarse a la isla.
Perón acusa recibo, las tres banderas históricas (soberanía política, independencia económica y justicia social) son remozadas; el socialismo nacional sintetiza el nuevo horizonte sostenido desde programas obreros de tinte antiimperialista como Huerta Grande y La Falda. El regreso del General, en noviembre del 72, deja en claro que no cuenta con la ortodoxia sindical. Y el tercer peronismo se funda convocando a los jóvenes contestatarios a votar por la liberación contra la dependencia. La muerte de Perón, en 1974, supone el abandono del programa. María Estela Martínez de Perón, la viuda, aplasta militarmente la guerrilla. En el ínterin el movimiento obrero enfrenta al gobierno mediante una serie de paros generales, y el cuarto peronismo se inaugura con la diáspora de los trabajadores.
Con el derrumbe de la URSS en 1991 el mundo cambia abruptamente. Las organizaciones obreras del ciclo anterior entran en crisis mortal. Tanto los partidos comunistas como los sindicatos obreros quedan reducidos a la inoperancia. Ni Carlos Menem, ni el matrimonio Kirchner, logran reinsertar a los trabajadores en el peronismo político. El amplio mosaico de variantes justicialistas y los trabajadores han reducido el área de contacto. Los dirigentes sindicales no son dirigentes políticos, y los intendentes que organizan confederaciones partidarias, solo intersectan a los trabajadores en tanto ciudadanos. Dicho con sencillez: la clase obrera no hace política, y los peronismos conforman versiones electorales del partido del descontento.
*Ensayista. Profesor titular, sociología, Universidad de Buenos Aires.