ELOBSERVADOR
POSLIBERALISMO POLÍTICO

Es tiempo de dejar de pensar que hay una solución para todos los problemas

La historia enseña que no existe una “piedra filosofal” que dé respuestas a todas las cuestiones. Se necesita el protagonismo de la sociedad civil.

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En movimiento. La energía social, que nace de una experiencia acumulada durante años, puede ser canalizada para impulsar cambios. | cedoc

Como pasamos la mayor parte del tiempo en campaña, muy difícilmente pudimos escuchar un cruce de ideas que pusiera algo de altura al debate político, que siempre termina en diversas formas de la llamada y negativa grieta.

Por eso recordé una nota en la que ya hace bastantes años decía el historiador español Javier Tussell, sobre un amigo suyo, que parecía haber encontrado la piedra filosofal para solucionar todos los problemas del presente y del futuro en la culpabilización, de entrada, al gobierno en abstracto, sea quien fuera, de todos los males inimaginables. Irrefrenable propensión que le recordaba a dos políticos españoles muy distintos por el tiempo en que les tocó ejercer su papel y muy distantes en su ideología.

Uno se llamaba Joaquín Garrigues, un liberal que ironizó en un artículo famoso (“Piove. Porco governo!”) no solo sobre quienes esperaban demasiado del Estado sino sobre los que estaban encantados en encontrar en él una diana para todos sus odios. El otro se llamaba Indalecio Prieto, famoso diputado del PSOE que en 1933, debatiendo con las juventudes de su propio partido, les reprochó la tendencia a sujetar al estrecho molde de sus concepciones ideológicas extremistas la realidad política cotidiana.

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Culpas. Para Tussell, elegir al gobierno como causante de todos los males podría ser tan solo una anécdota si la opción no ocultara tras de sí un pensamiento. Y que en efecto ese era el caso, para quienes autodesignados como liberales sostenían que es siempre el mínimo de intervención estatal o gubernamental el alcaloide medicinal para todas las enfermedades, y esta actitud no se debía a ligereza o a deseo de simplificación sino a una posición de fondo. Y como siempre, lo peligroso no es su manifestación con frases más o menos felices, sino que los mismos conceptos fundamentales alimentados en la reflexión abstracta, más aparentemente alejada de cualquier circunstancia política concreta, pueden tener graves consecuencias. En suma, que por tratarse de una cuestión de principios de filosofía política, sus presupuestos deben ser analizados a fondo.

En primer lugar, desde el pensamiento liberal, la idea de que es posible llegar a la piedra filosofal, es decir a esta solución omnicomprensiva y omnirresolutoria, es una peligrosa ilusión. Isaiah Berlin, una de las cumbres del pensamiento liberal del siglo XX, decía que esa utopía no solo era inalcanzable sino incluso ininteligible.

Pero señalaba a la vez que siempre existiría como tentación porque hay en el ser humano la pretensión de descubrir de forma completa y total la naturaleza fija e inalterable del Hombre y, una vez captada, darle soluciones que la dejen satisfecha por completo.

Porque quien basa, de entrada, cualquier respuesta a un problema concreto en un genérico repudio del intervencionismo gubernamental o estatal demuestra en la práctica partir de la creencia de que todo problema solo puede tener una solución, en todo tiempo y lugar, y que las demás, por definición, no lo son de ninguna manera.

Eso nos remite a una actitud demasiado abstracta que, por eso mismo, puede resultar muy peligrosa. A Berlin le gustaba citar una frase de Constant que ha sido de aplicación habitual en contra de los totalitarismos.

A menudo, decía el escritor francés, recordando los tiempos revolucionarios, que en ellos se había inmolado al Ser abstracto los seres reales y se había ofrecido al Pueblo en masa el sacrificio del pueblo en detalle.

En todo aquel que cree haber encontrado la piedra filosofal, la pócima o el ungüento mágico, ronda la amenaza señalada por Constant. Al menos de esta forma de pensar puede derivarse la aparición de una manifiesta irresponsabilidad a la hora de aplicar aquello que se ha defendido en términos teóricos.

Sin fórmulas. Frente a la idea autodestructiva de que se puede alcanzar la perfección mediante la aplicación de una fórmula, Berlin sugirió otra visión del liberalismo que bien podría denominarse “agonística”: hay respuestas plurales e históricas a los interrogantes que crean los grandes problemas morales o políticos. Lo conveniente sería, por tanto, practicar la tolerancia entre ellas y dejarlas que choquen entre sí dando, luego, a los problemas concretos las soluciones pragmáticas que correspondan. Soluciones cambiantes según las circunstancias de tiempo y lugar, pero también de grado.

Así, los principios de libertad y de igualdad, ambos positivos, podrían ser compatibles. Sabemos, en cambio, que quienes han pretendido la igualdad absoluta han suprimido la libertad y ni siquiera han conquistado nada parecido a la primera. Hoy en día, solo los más extremistas de los autodefinidos como liberales se siguen encabritando en contra del principio de igualdad. Pero tratar de hacerlos compatibles es posible y deseable, por más que ellos lo nieguen.

No ven la cuestión en los términos históricos que corresponde. Hubo, en efecto, una derecha liberal que en un determinado momento consiguió una cierta hegemonía, nunca total ni universal, en la política democrática, principalmente en la anglosajona, pero esos tiempos ya han pasado, y las tendencias de incertidumbre con asomos de derechización que vive Europa no los traen de vuelta. Vivimos tiempos posliberales, que no niegan los valores verdaderamente trascendentales del liberalismo, que ni siquiera ya se discuten, como los derechos de la persona, la propiedad privada o la economía de mercado, o la igualdad ante la ley. El liberalismo extremo que pretendió hacer de sus valores una suerte de libro rojo de Mao redactado por Adam Smith ha muerto.

La actitud posliberal supone entonces creer en la sabiduría de la Historia y en el sofisticamiento, no en piedras filosofales o pócimas milagrosas.

En un determinado momento del pasado pudo, sin duda, ser obligada una rectificación de un rumbo equivocado. Pero piedras filosofales no las tienen los políticos nunca y los filósofos de la política solo en muy pocas ocasiones. En este último caso, si se trata de elegir, de entre la propia opción de clásicos, conviene volver a leer a Raymond Aron, a Berlin o a Dahrendorff en vez de a Adam Smith.

Porque además, el posliberalismo consiste también en reconocer los caminos complicados por los que transita la naturaleza humana en materias como la política.

Por eso Berlin citaba con fruición una frase de Kant que le sirvió para titular uno de sus libros: “Con un leño tan torcido como aquel del que ha sido hecho el ser humano nada puede forjarse que sea totalmente recto”. No hay frase más mortal para los amantes de simplificaciones.

Pociones mágicas. Una derivación de los tiempos posliberales en los que vivimos es darse cuenta de que, si no existen pociones mágicas, hay al menos senderos confortables que son el producto de la experiencia largamente acumulada.

Lo que llamamos “sociedad civil” es una creación cultural nacida de doloroso parto tras muchos siglos; vale mucho más que los principios filosóficos de cualquier pensador liberal más o menos remoto.

Los cambios beneficiosos que la Humanidad engendrará en el futuro de su convivencia política partirán, sin duda, de ella.

Pero la sociedad civil tiene también sus peligros: pueden nacer de un exceso de intervencionismo que coarte su espontaneidad y su capacidad creadora.

También es posible que surjan de la aplicación de una fórmula mágica que, supuestamente identificada con la esencia de la naturaleza humana, ponga en peligro su estabilidad y su capacidad para el progreso económico.

Así, cuestionaría, por los efectos de una política errada, la solidaridad en que se cimenta, deslegitimándola o fragmentándola, dando por resultado una concentración de poder que esté en la antítesis de lo que ella representa.

¿Sabemos qué pasará después de Macri con Albero Fernández?

*Periodista, escritor, diplomático.