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triple crimen, triple fuga II

Escape y dignidad: los usos múltiples de la evasión

Sólo el 5% de los presos intenta escapar de los penales. Pero las fugas también son parte de un sistema de castigo en el que todo se compra y se vende. Hay casos en los que la policía tiene responsabilidad. Galería de fotos

Sólo el 5% de los presos intenta escapar de los penales.
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“Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice”. Eso es lo que dice la Constitución Nacional argentina en su artículo 18.

Cuando las cárceles están superpobladas, el hacinamiento, con todas las privaciones que le añade, las convierte –como decía Oscar Wilde– en el mismísimo infierno, un espacio donde la violencia, en sus múltiples formas, es el continuo durante las 24 horas del día. Prueba de ello son los informes que todos los años producen el CELS y la CPM en la provincia de Buenos Aires.

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Este es uno de los telones de fondo de las fugas carcelarias: un acto de dignidad, la manera de reponer la humanidad perdida o deteriorada. Cuando la cárcel despoja a los hombres de su condición humana, la fuga es mucho más que un acto de libertad, es la emergencia de la dignidad, repara la humanidad a las personas que son animalizadas. Más aún, la fuga puede ser leída como una manera de resistir la violencia que implica el encarcelamiento masivo en Argentina, un acto de defensa propia contra las rutinas abusivas y vejatorias que practican sistemáticamente los penitenciarios. Acaso por ello mismo el legislador consideró alguna vez que la fuga simple o autoevasión (cuando no se usa violencia contra las personas o las cosas y actúan una o dos personas) no constituye un delito. El delito lo cometen aquellas personas que ayudan a evadir a los presos, sean particulares o funcionarios públicos. Pero incluso cuando la evasión es grave, las penas siguen siendo mínimas (de seis meses a cuatro años de prisión).

Sin embargo, no es esto lo que sucede en las cárceles argentinas. Cuando revisamos las estadísticas que producía anualmente la Dirección Nacional de Política Criminal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, elaboradas a partir de los informes que el propio Servicio Penitenciario aportaba, vemos que la gente no sólo se portaba bien (la conducta de los presos es ejemplar en el 44% de los casos, muy buena en el 16%, buena también en el 16%, mala en el 3% y pésima también en el 3%), sino que además no había querido escaparse nunca. Sólo el 5% tuvo intentos de fuga o evasión alguna vez, pero el resto, es decir, casi la totalidad de la población, tendía a aceptar con resignación lo que le había tocado. Porque a veces, a través de los motines o con las denuncias que hacen ante distintos organismos de derechos humanos, ejercían también la resistencia.

No es fácil fugarse de una cárcel, menos aún si ésta es de máxima seguridad. Aunque hay fugas espectaculares y libertarias, la gran mayoría cuenta con la complicidad de las autoridades y los empleados penitenciarios. Se sabe, en la cárcel todo se compra y se vende. No sólo la comida, las pastillas, las drogas, los celulares, los pabellones, las celdas, los traslados, las visitas, la tranquilidad y el tiempo de estudio, sino también las fugas. Como ha escrito Pilar Calveiro, las cárceles componen un gran mercado cuya mano invisible son los propios penitenciarios. En efecto, la cárcel genera negocios importantes a las autoridades al tiempo que les permite gestionar el encierro, una manera solapada de regular a la población, de administrar la sobrevivencia y la tranquilidad allí adentro.

A través de las “fugas”, el servicio saca a “trabajar a los pibes”, les permite a determinados presos “ilustres” ausentarse (recordemos al ex comisario Alfredo Franchiotti cuando salía de la Unidad 25 de Olmos para comer asados con su familia los fines de semana), o le serrucha el piso al funcionario de turno que decide enfrentarlos. Es lo que le pasó a Víctor Hortel con la fuga de 13 presos de la cárcel de Ezeiza. Hortel fue uno de los funcionarios más creativos y activos que tuvo el kirchnerismo, y el Servicio Penitenciario Federal se lo sacó de encima a través de una fuga armada. Los penitenciarios saben que estos hechos tienen la capacidad de ganar la atención de los medios de comunicación, que se transforman rápidamente en “escándalo” y que la indignación moral se llevará puesto al funcionario en cuestión. La “fuga” es una práctica de usos múltiples de la que se valen los servicios penitenciarios para mandar mensajes a la dirigencia política manipulando a la incrédula opinión pública.

Deporte nacional. Las “fugas”, entonces, constituyen otro deporte nacional que practican los penitenciarios en el país, y la expresión del desgobierno y el descontrol. Porque no sólo la dirigencia política suele delegar en los penitenciarios la administración del encierro, negociando con ellos niveles de autonomía importantes, sino que además la autonomía estará blindada con el descontrol que aporta la agencia judicial. Porque para la gran mayoría de los funcionarios judiciales, sean jueces o fiscales, su tarea termina con la determinación de la verdad. Luego se olvidan del preso y también de lo que dice la Constitución en el artículo que transcribimos arriba: que los jueces son responsables de las condiciones de encierro de las personas que decidieron encerrar.

La fuga de estos tres homicidas condenados por el triple crimen de Bina, Ferrón y Forza, vinculados al tráfico internacional de efedrina, seguramente tiene otros telones de fondo, como estamos pudiendo observar y habrá que debatir. Pero también es otra ventana que nos permite ver los modos de actuar utilizados por el Servicio Penitenciario para gestionar la cárcel en Argentina. Otra gran tarea pendiente de la política y la Justicia que no se resolverá sacando la “manzana podrida”, descabezando a la cúpula penitenciaria. De hecho, ¿cuántas purgas o exoneraciones se han realizado en los últimos veinte años en los servicios penitenciarios y, sin embargo, la violencia en sus múltiples formas continúa siendo la manera de regular la vida en la cárcel? Eso no implica que no haya que reprochar judicialmente a las autoridades que la practican, apañan y deciden. Pero al tratarse de prácticas institucionales con niveles de rutinización importantes, merecen una profunda reforma institucional de acuerdo con los parámetros contenidos en los pactos internacionales de derechos humanos y la Constitución Nacional. Cuando lo que está podrido es el canasto, no alcanza con retirar la manzana podrida. Menos aún si en su lugar se vuelven a depositar otras manzanas podridas que habían sido retiradas en su momento. Es el caso de Fernando Díaz, el flamante director del Servicio Penitenciario Bonaerense dispuesto por la gobernadora María Eugenia Vidal, que era el responsable del SPB cuando ocurrió la masacre de Magdalena en 2005, en la que 33 jóvenes privados de su libertad murieron en la Unidad Penal Nº 28 cuando al incendiarse uno de los pabellones los agentes penitenciarios reprimieron y cerraron las puertas. También durante su gestión anterior fue objeto de denuncias por el uso de la picana eléctrica, hechos que para Díaz eran “armados por los detenidos para conseguir beneficios a nivel judicial”.

En definitiva, los gobiernos pasan y los penitenciarios permanecen. La reforma carcelaria sigue siendo una deuda de la democracia.

Una deuda que tampoco se va a resolver construyendo más cárceles. Mientras haya más policías en la calle seleccionando jóvenes por el solo hecho de que su clientela se adecua a los estereotipos que definen el olfato policial (son jóvenes pobres y morochos, dueños de determinados estilos de vida y pautas de consumo referenciadas por la vecinocracia como fuente de riesgo y peligrosidad), las cárceles siempre seguirán quedando chicas y la fuga será mucho más que una vía de escape: será una búsqueda de dignidad.

*Docente e investigador de la UNQ. Autor de Temor y control.
Miembro de la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional y el CIAJ, organismo de derechos humanos de la ciudad de La Plata.