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odio en las redes

“Espiral de silencio”, otra causa del fracaso de las encuestas

La grieta generó tal nivel de violencia en espacios como Twitter que muchas personas, por ejemplo, la autora de este artículo, decidieron callar. Crónica de intolerancias virtuales y reales.

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Mejor, me callo. La discusión política está más teñida por prejuicios que por reflexiones. El resultado es la proliferación de fake news y la anulación de las ideas. | pt

Cuando muchos se preguntaban, después de las PASO, cómo habían podido equivocarse tanto las encuestadoras, el diario La Nación publicó una nota del psiquiatra Hugo Sigman, CEO del Grupo Insud, en la que explicaba que la causa principal del fracaso era que la gente había mentido. ¿Por qué mentir (que es una forma de callar, por lo menos, de callar la verdad)? Porque la polarización y el tribalismo que vivimos hoy los argentinos nos ha llevado a muchos a decidir: “mejor no opino”, “mejor me callo”. Este fenómeno se conoce en Comunicación como “la espiral del silencio”.

En 1977, la politóloga Noelle-Neumann escribió un libro sobre cómo la opinión pública puede funcionar como mecanismo de control social. En sus investigaciones, se focalizó en la forma, en que las mayorías pueden callar a los que piensan diferente. Por supuesto que, en esos años, no había internet ni redes sociales. Pero hoy este concepto se puede aplicar no solo a la opinión de las mayorías. Con una sociedad dividida, la función de control social la ejercen las tribus a las que pertenecemos.

Razón y habla. La razón humana tiene que ver con la sociabilidad. El hombre era, para Aristóteles, “zoón logón” (animal racional o animal que habla) –recordemos que logos era pensamiento y lenguaje a la vez para los griegos– y el hombre es también, según Aristóteles, “zoón politikón” (animal que vive en sociedad). De este modo, nuestra capacidad de juicio está condicionada por lo que piensa nuestra comunidad. Dice Guadalupe Nogués en su libro Pensar con otros que generamos un comportamiento tribal cuando nos sentimos pertenecientes a un grupo y protegemos nuestra pertenencia a él.

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Así, podríamos afirmar que formamos parte de distintas tribus, según el ámbito en que nos movemos, pero también que cada tribu es centrípeta y tiende a expulsar o sancionar al que muestra alguna diferencia con la identidad de la misma tribu. Un ejemplo de la política: si todos los del grupo o tribu somos macristas a ultranza, expulsaremos o sancionaremos al que critique al Presidente. Si todos somos kirchneristas a ultranza, expulsaremos o sancionaremos al que critique a Cristina. ¿Pero qué pasa con los que no son “a ultranza”? O soportan los embates verbales y psicológicos de los miembros más fervientes de la tribu o se refugian en la espiral del silencio. O sea, se callan. No dicen nada. No opinan. Fingen estar sordos.

El muro de Facebook y el de Berlín. Obviamente, que el tribalismo siempre existió y la polarización, también. Luciano Galup, en Big Data y política, ejemplifica esto con el muro de Berlín nada menos. Sin embargo, la polarización (entendida como la división entre dos puntos del arco político que parecen irreconciliables) que vivimos es tan fuerte que tal vez no se haya repetido desde la época de los dos primeros gobiernos de Perón entre “compañeros” y “gorilas”. Este último término resurgió en otro contexto para insultar al que enuncia alguna crítica a los años del gobierno K. No voy a analizar el léxico, pero ambos polos (“los extremos nunca son buenos”, dice el refrán) tienen sus palabrejas hirientes. Si eso no es lenguaje de odio, que alguien me explique qué es. Estamos en la cultura de la polémica, como predijo Deborah Tannen o en la demarcación permanente entre un “ellos” y un “nosotros”, conceptos introducidos por Teun van Dijk, hace años, para hablar de discriminación.

La espiral del silencio se asocia a lo que podríamos llamar “el miedo a la libertad de expresión”, como titula una nota de The Guardian de julio de 2018, en la que se hace referencia a la realidad que viven los universitarios en Gran Bretaña. Los jóvenes no toleran el disenso y no quieren debatir sus ideas. En los campus universitarios, los estudiantes se resisten a confrontar argumentos,  a tal punto que las autoridades educativas tuvieron que intervenir. Las altas casas de estudio son lugares en los que las ideas se debaten y florece el pensamiento crítico. Por lo tanto, si hay un pánico moral a la libertad de expresión, dice el autor de la nota, no se puede pensar ni intercambiar opiniones libremente y no se cumple el objetivo primordial de la universidad.

Chaïm Perelman en su clásico libro La Nueva Retórica sostiene que solo hay dos tipos de personas a las que no se puede persuadir: los escépticos y los fanáticos. La Argentina se ha llenado de fanáticos. Personas que solo están usando la parte más primitiva y profunda del cerebro humano: la emoción. Y que, contrariamente, a lo que sostiene Daniel López Rosetti en su libro Emociones y sentimientos no pueden o no quieren disfrutar de la evolución al pensamiento racional, o sea, la parte más externa de nuestro cerebro.

Es cierto que el contexto en el que vivimos es excepcional. También lo fueron la crisis de 2001, la hiperinflación, la década menemista, la dictadura. Los argentinos sufrimos todo. Nos hicimos oír con cacerolas, nos vieron con pañuelos de diversos colores, marchamos en silencio por crímenes atroces. No somos un pueblo pasivo. Salimos a la calle cuando estamos hartos. Votamos en contra y no a favor de ningún gobierno. Vivimos la democracia en las urnas y, si cualquier gobierno se pasó de nuestro límite de tolerancia, se lo hacemos saber en el escrutinio.

El fenómeno del que hablo (llamarse a silencio) ocurre en las redes sociales digitales (para decirlo ya con propiedad) y en los ámbitos privados (en las redes sociales, con la presencia de los otros), por ejemplo, en casa, en el trabajo, en una salida con amigos.

Fanáticos con Twitter. Vivimos en la era de la posverdad y temo que la estamos naturalizando, de modo que se volverá invisiblemente peligrosa. Que un desconocido te insulte o te falte el respeto en las redes sociales digitales no debería importar demasiado. Es probable que sea un troll (sujeto pagado para difundir el odio y, si no es pagado, peor) o un fanático al que no habrá dato de la realidad que le mueva un pelo. Creerá la noticia falsa más disparatada, viralizada por whatsapp (después de todo, ahí sí están amigos y gente que, efectivamente, conocemos) y se limitará a repetirla.

Porque todos tenemos nuestro sesgo de confirmación, es decir, esta característica de nuestro pensamiento: querer confirmar cómo sea lo que ya creíamos desde antes. Cualquier desafío a nuestras creencias, dice David Bohm en Sobre el diálogo, produce miedo y bloqueo emocional. Entonces aplicamos inmediatamente el dicho popular: “A palabras necias, oídos sordos”. Pero ni se nos ocurre pensar que las palabras podrían no ser necias. (Nescio, en griego, era no saber y el necio era el ignorante). Probablemente, esas palabras que nos molestaron no fueron dichas por un ignorante.

Estar abierto siquiera a escuchar –no digo a dejarse persuadir–, tener amplitud mental con el que piensa distinto es un logro que muchísimos argentinos no pueden alcanzar. Incluso los más instruidos. Porque el fanatismo se resiste a la escuela. Nace en la familia, se hereda, se lleva en la sangre, se robustece con el tiempo en las voces de los modelos que admiramos.

Malos conocidos. Propuse, pues, desatender el maltrato verbal de los desconocidos. No obstante, ¿qué pasa cuando el que insulta o menosprecia es un familiar. (“No me hables más, si vas a hablar mal de Macri”, te dice tu hermano); un compañero. (“No podés votar a Lavagna, vas a tirar el voto como una tonta, votalo a Alberto”, te dice tu colega); una amiga. (“¿Estás loca? Votalo a Mauricio, ¿querés que vuelvan los chorros?”, te dice tu amiga del alma).

Otros te corean el leitmotiv de los medios hegemónicos: a los que nadie les prestó atención a la hora de votar en EE.UU., en Brasil, ni en la Argentina. La gente no es estúpida porque piense diferente. No se vota con el bolsillo, se vota con la calidad de vida que nos dio el gobierno de turno, con el esfuerzo que nos obliga a realizar para sobrevivir. Pero los fanáticos no razonan. Te saltan a la yugular, si osás discrepar. Los fanáticos no promueven la democracia. No quieren, como los estudiantes británicos, la libertad de expresión. No les importa herir tus sentimientos o despreciar tus capacidades intelectuales. El fanático es siempre el otro.

Llega un momento en que uno se dice que, con todos los problemas que tiene, no puede sufrir por la falta de respeto de los fanáticos. No quiere perder a sus amigos: los quiere porque son diferentes, porque antes sí podían conversar desde distintos puntos de vista. Respeta a sus colegas y compañeros, porque lo enriquecen con el intercambio de anécdotas, de ideas, de chistes. Por último, la familia es la familia. No se elige. Ergo, es sagrada. ¿Tengo que perdonar a mi hermana, setenta veces siete, porque votó a Del Caño? No. Tengo que respetar su opinión y ni siquiera creer que ha pecado contra nuestra consanguinidad. Pero el fanático no puede con eso.

Hartos. Ya no hay otra opción: nos llamamos a silencio. Inventamos una excusa para salir de una reunión cuando los ánimos empiezan a exaltarse; de repente nos sentimos mal y debemos terminar esa conversación que se ha vuelto amarga; miramos las redes sociales digitales, le damos algún like o subimos un video del gato. Pero de política, basta. “Harto ya de estar harto, ya me cansé…” decía un tema del gran Joan Manuel Serrat. Hartos, cansados, decepcionados de las personas que más valoramos, deseamos que pasen las elecciones, que podamos tomar un café sin que alguien golpee la mesa, que podamos tuitear alguna apreciación menor y que nadie nos diga que esperaban más de nosotros.

Nos llamamos a silencio. Nos privamos de los que nos hace más humanos: el lenguaje. Como dijimos al comienzo, somos seres racionales que hablamos. Al privarnos del lenguaje, silenciamos nuestros pensamientos. Callar o morir en el intento parece ser la única alternativa válida.

*Escuela de Posgrado de Comunicación. Universidad Austral.