Edward Snowden llegó el 23 de junio al aeropuerto Sheremétievo de Moscú en un vuelo de Aeroflot. Desde entonces, vive en la zona de tránsito de pasajeros, un sitio de unos 800 metros lineales con servicios de gastronomía, habitaciones con paredes “delgadas como el papel” que pueden alquilarse por hora y bares abiertos toda la noche. Esa galería bañada de luz blanca en un rincón del peor aeropuerto de Europa, según la prensa rusa, es su casa. Pero una casa en la que no vive. Nadie lo vio en todas estas semanas después de llegar y leer una declaración que inmediatamente contó con el apoyo de Human Rigths Watch y la divulgación del portal de WikiLeaks. No hay mal que por bien no venga: Snowden no deberá padecer los embotellamientos de la autopista Leningradskoe hacia Moscú. Pero a causa de su notable ausencia, su presencia es una posibilidad que se multiplica. ¿Dónde no está Snowden? Para la CIA está en todos lados: ése es su “pensamiento”. Así que lo vieron en el avión presidencial de Bolivia que decoló de Moscú el 2 de julio. No importa que Snowden no haya estado en el avión. Ese es un detalle insignificante para quienes hacen la realidad.
La inteligencia americana alucina con aquella posibilidad que desea y ese día, sin otras pesquisas que la suposición, la especulación y la asociación ideológica que liga a los megahackers globales con los presidentes continentalistas de América latina (Assange-Correa, ¡Snowden-Morales!), aseguraron a sus aliados europeos que Snowden estaba en vuelo. El vizcachazo no estaba tan errado porque lo que sí estaba en vuelo era el fantasma de Snowden, y la idea de que el vínculo entre Snowden y Morales podía darse en cualquier momento. Como se dio, paradójicamente, inducido por el atropello que obligó a Morales a bajar en Viena y ser él mismo, como Snowden en Rusia, un paria en el espacio transitorio de un aeropuerto europeo. En la exclusión de ambos puede hallarse un principio de hermandad. A Evo Morales, como puede decirse de lo que ocurre con un invitado a la televisón que no satisface las expectativas puestas en él durante el minuto a minuto, el 2 de julio lo sacaron del aire. Los países que le negaron transitar por sus espacios aéros –y pisar sus tierras– lo hicieron con más carácter que el que emplearon para pedirle explicaciones a Estados Unidos por el espionaje de sus ciudadanos a través del programa Prism. Son gustos, y van atados a un menú de temores y cálculos interesados. Sin embargo, ni Estados Unidos ni sus asustadizos aliados europeos dejan de dar en la tecla en su lucha contra los fantasmas que los acechan. Hay una nueva Guerra Fría en la que está triunfando el contraespionaje incidental. No se da entre bloques de poder planisféricos sino entre un bloque solo y ciudadanos (de algún modo locos sueltos) que emergen en representación de una ética global. Evo Morales, sin duda, podría ser el rescatista de Snowden y de tantos otros que irán surgiendo cada vez con más frecuencia de la grisura del anonimato.