ELOBSERVADOR
representatividad cuestionada

Frente a las crisis, llegó la hora de las grandes coaliciones sociales

Los estallidos de la región y el mundo tienen algo en común: no los lideran los partidos políticos, que deben cambiar para sobrevivir. Saber que no pueden gobernar solos es uno de esos cambios.

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Calles. Chile es uno de los tantos síntomas preocupantes de que las cosas en la región no solo están mal, sino que van para peor. | afp / presidencia de chile

Las cifras asustan. Según un estudio de la Corporación Latinobarómetro, una de las ONG’s que más seriamente investiga la realidad latinoamericana, desde 2010 el apoyo a la democracia declina de manera sistemática año a año hasta llegar al 48% en 2018. Dicho en criollo, menos de la mitad de los habitantes de la región cree que la democracia sea el mejor sistema de gobierno.

Quien mire desapasionadamente el panorama de la región en los últimos meses, no puede dejar de reconocer síntomas preocupantes de que las cosas no solamente están mal, sino que van para peor.

Una protesta en Chile que comenzó con una exhortación en las redes a saltearse los controles, como forma de protesta ante el aumento del subte, termina en manifestaciones de una masividad y una continuidad pocas veces vistas en el país, en reclamos airados frente a los bajos salarios, a la falta de planes de salud para los sectores más pobres, al costo de la educación y una chorrera de otras reivindicaciones, que llevan al gobierno a aceptar reformar la Constitución y lo ponen al borde de una crisis terminal.

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Bolivia. Unas elecciones que generan dudas en la oposición terminan en un Golpe de Estado cruento, con reminiscencias de los cuartelazos que ensangrentaron América en décadas pasadas, que derriba el gobierno de Evo Morales e instaura un nuevo régimen de final imprevisible.

En Ecuador, un acuerdo con el FMI firmado por el gobierno deviene una serie de protestas masivas que obligan al presidente a trasladar la sede de su gobierno de Quito a Guayaquil.

Y así podríamos seguir enumerando. Si bien se trata de situaciones de origen y características totalmente distintas, hay un denominador común que las une: no son los partidos políticos los que están a la cabeza de los manifestantes de cualquiera de los bandos, expresándolos y encuadrando sus reclamos al poder. Lejos de eso, la mayoría de las veces las dirigencias son sorprendidas por los acontecimientos y tratan, en general infructuosamente, de montarse en ellos, tratando de asumir un rol de dirigentes que nadie les reconoce. Y éste no es un fenómeno exclusivo de Latinoamérica. Allí están los indignados de España, los chalecos amarillos de Francia, los disturbios en Hong Kong del pasado junio. En fin, la lista es extensa. Demasiado extensa para ser casual.

Sin dudas, las razones de todos estos hechos son múltiples, pero en el centro de ellas se planta la crisis de representatividad de los partidos políticos.

Gobernanza. Esta crisis se manifiesta en dos planos distintos: por un lado, en la incapacidad de articular los intereses de quienes dicen representar y, por el otro, en el desempeño de quienes han sido elegidos para representar a los votantes y fallan en la gestión de los intereses sociales que les han sido confiados.

Como dijo el gran politólogo Giovanni Sartori, la ciencia política perdió el rumbo, hoy es un elefante con pies de barro: gigantesco, repleto de datos, pero sin ideas, ni sustancia, atrapada en saberes inútiles para aproximarse a la complejidad del mundo.

Una complejidad, por otra parte, que no deja de evidenciarse con una potencia inusitada día tras día, prescindiendo de las viejas estructuras partidarias y dándose formas organizativas novedosas, mínimas, cambiantes. Y que cuestiona seriamente la gobernanza, exigiendo de los gobernantes un nivel de información, de energía y de actividad fenomenal.

Estos cambios se encarnan sobre todo en los jóvenes, que se convocan a través de las redes sociales y se nuclean a partir de intereses que no son los que los partidos políticos tradicionales acostumbran a incluir en sus plataformas: veganos, feministas, colectivos LGTB, ecologistas, movimientos sociales, por nombrar solamente algunos. Frente a estas expresiones, los partidos tradicionales, anquilosados, vetustos, no encuentran respuesta.

De viejos y para viejos. Es que, como dije alguna vez, los partidos políticos son organizaciones de viejos y para viejos, que ya han cumplido con su papel histórico y cuyo destino inexorable es

desaparecer, para dejar lugar a nuevas formas organizativas cuyos primeros brotes, como vimos, ya están apareciendo. En ese panorama, las posibilidades de sobrevivencia de los partidos no son muchas. Tienen todavía, sin embargo, funciones importantes que cumplir en esta transición hacia nuevas formas de representación de la ciudadanía. Pero para cumplirlas, deben cambiar.

Para comprender la naturaleza de esos cambios, basta con mirar a Europa. Cambiar significaría abandonar el viejo mecanismo del contacto territorial, hoy centro de la acción partidaria, para dejar paso a la afiliación y a la participación popular vía internet, con padrones transparentes a disposición de todos.

Cambiar significaría que los dirigentes se bajen de la soberbia, escuchen, traten de entender y acepten que las diferencias, lejos de ser un defecto que hay que corregir, son una virtud que enriquece y permite crecer y aprender. Cambiar significaría construir agendas propositivas que realmente reflejen los intereses y las inquietudes de los representados. Cambiar significaría que, una vez en el poder, esas agendas sean respetadas. En Argentina, por ejemplo, cambiar significaría votar las leyes anticorrupción, que son un reclamo prácticamente unánime de la ciudadanía y sin embargo duermen el sueño de los justos –de los injustos, en realidad– en los cajones de los legisladores. Cambiar significaría abandonar la pretensión de gobernar solos, sea cual fuere el número de votos obtenido, y dar lugar a la formación de grandes coaliciones. Estaríamos así frente a partidos que sí podrían aspirar legítimamente a la representación de amplios sectores de la sociedad. Y a dirigentes cuya autoridad sea reconocida por sus representados.

Lo otro es seguir como hasta ahora, insistiendo en que nos escuchen sin escuchar, excluyendo al que no repite la doctrina al pie de la letra, pretendiendo que, en plena era digital, la gente llene fichas de papel para afiliarse y las lleve en mano a una dirección física. Y, sobre todo, mantener a viejos dirigentes aferrándose a los cargos como último refugio de la senilidad.

Eso sería acelerar el ritmo de la decadencia y, sin dudas, no le haría nada bien al país.

 

*Ex Presidente de la Nación.