Cuando en 2009 el gobierno kirchnerista intervino para cancelar el contrato de la AFA con el Grupo Clarín e inaugurar el programa Fútbol para Todos, la medida no se basaba en pretensiones democratizadoras; se entendía, en cambio, en el contexto de la lucha política desatada un año antes entre ambos contendientes. Incluso, el argumento de los “goles desaparecidos” sonó extemporáneo, aunque tuviera rápida difusión y aceptación entre los militantes. Pero, simultáneamente, la aprobación de la jugada fue bastante amplia: y no hizo más que crecer en los tiempos que siguieron. Porque, independientemente de las motivaciones, el programa democratizaba el acceso a la televisación del fútbol, en el pasaje del arancelamiento a la gratuidad. Entonces, el debate sobre los motivos dejó paso a un consenso enorme, sólo inesperado para el Grupo Clarín: la medida era buena, democrática y popular.
Los públicos no conocían las minucias de la concentración mediática y el uso despiadado del fútbol codificado por parte del Grupo para expandir su dominio del cable en el país; pero sí sabían que la única manera de acceder al fútbol era pagando. Esos públicos, además, entrenados en el análisis de medios o simplemente en las conspiraciones populares, entendían que ese monopolio televisivo-futbolístico implicaba mucho más que simplemente una cuestión de acceso: sospechaban, incluso, que los avatares deportivos dependían de los humores de la combinación implacable de Clarín, Olé, TyC y Canal 13, todo ello sazonado con la colaboración de Julio Grondona –el causante de todos los males. Fútbol para Todos era, entonces, el acceso gratuito y una promesa democrática y renovadora incluso para un fútbol que, aunque a veces lo olvidemos, es un simple y bello deporte.
Pero el cambio de mando de las transmisiones supuso la construcción de un nuevo monopolio de la imagen, a pesar de la apertura y la posibilidad de capturar dichas emisiones por parte de diversos canales. Porque la producción de esas imágenes quedó reservada a una empresa privada, La Corte, contratada por la Televisión Pública, y la dirección periodística de las transmisiones futbolísticas fue confiada a Marcelo Araujo, la cara visible de TyC durante tantos años. El reciclaje de una voz tan identificada con el monopolio privado y, a la vez, la persistencia de su serie de modismos, expresiones, giros y agresiones explícitas o implícitas características de los años noventa planteaban algunas dudas respecto del modo en el cual se iba a llevar adelante el proceso de “democratización”. La decisión de que Marcelo Araujo fuera la voz “oficial” de Fútbol para Todos se debía únicamente, según afirmó Aníbal Fernández, a una medición de rating –aunque era claramente entendible como una imposición de Grondona. Lo cierto es que la presencia de Araujo no podía ser entendida como “democratizadora”: porque, como hemos dicho, era un paladín del relato discriminatorio y racista; pero además, porque su trayectoria política era tenazmente conservadora, e incluía viejos textos laudatorios del dictador Videla. Y para colmo, Araujo se había vuelto un pésimo relator, que no pegaba una: no conocía a los jugadores, no anticipaba las jugadas, no sabía ver fútbol. En suma: como decisión inaugural fue catastrófica.
Tras un primer momento donde los planteles periodísticos se integraron con más velocidad que criterio, los mismos incorporaron a los –pocos– periodistas deportivos identificados con el populismo “progresista” del Gobierno o con aquellos que, aunque tradicionalmente conservadores, se manifestaron opositores al Grupo Clarín. La mayor novedad, a partir de 2012, fue la incorporación de una mujer comentarista, Viviana Vila, y otra para hacer coberturas desde el campo de juego, Angela Lerena, ambas excelentes profesionales, en un gesto de (indispensable) corrección política. Sin embargo, en este rubro, en el que la “democratización” tenía más posibilidades porque todo estaba por ser hecho –la pantalla de TyC era insoportablemente masculina–, Fútbol para Todos también defraudó las expectativas. No sólo porque se limitó a incorporar sólo dos profesionales mujeres para cumplir con la “cuota de género”, sino porque jamás les confió partidos decisivos. Y no conformes con ello, Fútbol para Todos no cambió un ápice el machismo del resto de sus voces, incluyendo las imágenes: la mirada y la administración seguía siendo del macho, invariablemente limitado al principio “mirá qué fuerte que está esa mina”. Y para ratificar estas interpretaciones, cuando armó el equipo para la cobertura mundialista dejó afuera a ambas mujeres. (El día de la final envió a Angela Lerena a Río de Janeiro, para hacerse disculpar tantos desaguisados).
En suma: no se produjo ninguna innovación en la gramática del relato, ni visual ni lingüística. Persistieron hasta hoy todos los vicios del relato televisivo previo: la narración melodramática, el abuso del plano detalle, la teatralización y el histrionismo de los actores resaltados sobre el juego propiamente dicho, la parafernalia tecnológica que exhibe el exceso de puntos de vista; el lenguaje coloquial y grosero, tributario de la lógica del aguante; el chiste grueso y sexualizado, ciertos giros incluso racistas. A comienzos de 2014, el gobierno nacional decidió prescindir de los servicios de Marcelo Araujo, entendiéndolo como insignia de un Fútbol para Todos viejo. Pero el replanteo, hasta hoy, no avanzó en los sentidos que acabo de reclamar y enumerar, de las posibilidades democráticas de la televisación pública del deporte. Por el contrario, retrocedió a una alianza con TyC y Fox, verificada por ejemplo en el ingreso de Tití Fernández y Marcelo Benedetto, dos insignias del viejo modelo. La salida de Araujo, un gesto de justicia ética, estética y periodística, se compensó con el ingreso de Sebastián Vignolo, responsable de los gritos patrioteros y lamentables durante la transmisión del Mundial 2014. Se cambió, en suma, un relator de cuarta categoría, viejo y apolillado, por un relator de tercera categoría, joven y formateado en la escuela de Araujo.
La posibilidad de construir un relato novedoso, desligado de los condicionamientos mercantiles de la industria cultural, parece haberse perdido. Frente a esto, la bibliografía internacional –que el programa ignora por completo– afirma que la televisación estatal y pública de los eventos deportivos presenta cuatro ventajas: una es, obviamente, el acceso. La segunda es la estabilidad de la transmisión, que deja de estar sujeta a decisiones basadas en la maximización de la ganancia. La tercera es la posibilidad de la innovación y la calidad: en tanto desligada de la lógica mercantil de la ganancia, la televisación pública puede apostar por la experimentación, por la mejora en la calidad de imagen y relato, por apuestas estéticas indiferentes al rating. La cuarta, entonces, es que la televisación pública debe permitir la crítica y la diversidad de modo radical: el pluralismo de voces entendido como gesto radical, una radicalidad que incluya, si fuere necesario, la crítica del propio emisor –por ejemplo, la AFA o el gobierno nacional o las políticas sobre violencia, de las que se evita con minucia cualquier mención.
De todas esas posibilidades, Fútbol para Todos no ha preferido ninguna: se ha quedado con la continuidad, la repetición, el conservadurismo estético y narrativo. Pero además, ha ocultado la violencia futbolística, en un período con algunas decenas de muertos; ha cometido desaguisados con los horarios, sujetos a lógicas de rating o, más lamentable aún, de competencia con otros programas, indiferente a la seguridad y confort de los espectadores. Y ha girado fondos sin control a clubes que sólo han multiplicado su pasivo.
Los detractores de la estatización del fútbol afirman que es apenas un gesto populista que apunta a conseguir más votos de audiencias manipuladas por la publicidad oficial. Sin embargo, esta discusión sigue enmarcada en los mitos sobre la influencia de los medios de comunicación: si el kirchnerismo ha ganado votos con Fútbol para Todos, no ha sido por la monotonía de sus propagandas o por la torpeza de sus zócalos –que inevitablemente tapan la franja inferior de la imagen en el preciso momento en que la jugada circula por ese andarivel. Ha sido por la valoración positiva de la expropiación y la democratización del acceso, indiferentes a las críticas político-económicas, aunque también a las estético-ideológicas que estoy intentando argumentar. Sin embargo, tampoco el giro de fondos sin ningún control es un argumento democratizador: que el fútbol sea pensado como un patrimonio cultural-popular no significa que haya que incrementar los patrimonios de sus dirigentes o las deudas de sus clubes.
Lo cierto es que todo esto desemboca, de modos tortuosos, en la próxima elección de Marcelo Tinelli como presidente de la AFA. Es, a la vez, la continuidad y coronación de muchos procesos: por un lado y claramente, la consagración de la alianza entre deporte, medios y poder político que organiza el mundo del deporte global desde hace dos décadas. Por otro, ratifica el viejo modelo de la “llegada desde el exterior”: así como Menem o Macri aparecen (aparecían) como “salvadores” exteriores a la política, Tinelli funciona como el outsider incontaminado que viene a traer un soplo de frescura –aunque Tinelli no sea ningún outsider ni mucho menos un soplo de frescura. También corrobora que el fútbol no permite innovaciones: Tinelli es continuidad de los negocios, y también de los dislates éticos, estéticos y misóginos. Pero funciona también como metáfora de un balance: Tinelli es la continuidad scioli-macrista del kirchnerismo, una reconciliación para nada imposible. Una suerte de etapa “superior” ética, estética y políticamente; y también, claro, futbolísticamente
*Doctor en Sociología