Estos días asistimos a la presentación de los frentes electorales que competirán en agosto, octubre y probablemente en noviembre también, por el sillón de Rivadavia, con algunas notas particulares, como duelos de vices, el factor sorpresa y otro no tan sorpresa. Todas las fórmulas están integradas por peronistas, de distinta extracción, trayectoria e ideas, pero con ADN peronista al fin y al cabo.
De un tiempo a esta parte la configuración de ofertas electorales ha cambiado debido a la atomización de los partidos políticos tradicionales. Hasta no hace tanto, esas ofertas tenían una pregnancia identitaria como atributo diferenciador y simbólico. Básicamente peronistas, radicales, socialistas, eran el sello distintivo de cada fórmula para competir electoralmente; sin embargo, en la diáspora, todo cambia y de alguna forma, todo se mantiene, al estilo de Il Gatopardo de Lampedusa, porque lo novedoso de esta elección es que el peronismo está presente en las fórmulas más competitivas. Podríamos hablar del porcentaje peronista de cada binomio, y también podríamos categorizarlo ideológicamente de acuerdo al posicionamiento de sus actores, lo cierto es que en alguna medida, para 2019 el peronismo tiene una absoluta vigencia, a pesar de su metamorfosis.
Historia. Inaugurado y estrenado en 1946 la difícil caracterización del peronismo descansa en que ha habido presidentes peronistas de una base ideológica con diferencias categóricas, peronismo de izquierda, peronismo de derecha. Desde 1946 al presente hemos tenido nueve presidencias peronistas con diferentes matices y estilos de gobierno, desde una promoción del Estado de Bienestar hasta una óptica neoliberal acentuada. A diferencia de los gobiernos radicales (desde el 46), los gobiernos peronistas han repetido mandatos, lo hicieron Perón, Carlos Menem y Cristina Fernández.
En su debut, la fórmula electa de Perón-Quijano se alzó con el 54,4% de los sufragios para 1946 y con 62,49% para 1951. Un dato de color es que el 3 de abril de 1952 falleció el vicepresidente electo Horacio Quijano, y como el cargo quedó vacante, en 1954 se convocó a elecciones para elegir vicepresidente, siendo elegido Alberto Tessaire del PJ.
Luego de la proscripción del Partido Justicialista en las elecciones de 1973 la fórmula vencedora Héctor Cámpora-Vicente Solano Lima fue electa con el 49,5% de los sufragios; ese mismo año en septiembre con el nuevo llamado a elecciones, el binomio Perón-Perón (Juan Domingo y María Estela Martínez) ganan las elecciones con el 61,85% de los votos.
Ya con la vuelta a la democracia, la fórmula Menem-Duhalde obtuvo un amplio triunfo en primera vuelta, al obtener el 47,5% de los votos. Para 2003 la fórmula Néstor Kirchner-Daniel Scioli se consagró con el 22,25% ante el abandono de su rival en el ballottage. Siguiendo la línea en 2007 Cristina Fernández-Julio Cobos del Frente para la Victoria obtuvieron el 45,29%; por último en 2011 la fórmula Cristina Fernández-Amado Boudou se alzó con el 54,11% de los votos válidos.
Los resultados muestran que el desempeño electoral del justicialismo ha sido alto, con la excepción de la elección de 2003 por los ribetes electorales donde Menem renuncia a participar en el ballottage. Sin embargo, la nota es que en ese escenario también, los contendientes eran ambos peronistas.
Vices y frentes. Desde la fragmentación de los partidos políticos tradicionales, con esquemas de hiperpersonalización política, donde las figuras cobran más trascendencia que el espacio político en sí, cabe hacer algunas observaciones. En primer lugar, estas elecciones están constituidas por coaliciones y frentes electorales, y como hablamos de personalización, los vices suman porque poseen un componente simbólico que no se traslada en votos, pero sí en imagen. Segundo, a pesar de haber peronismo en todas las fórmulas, hay un eje o dimensión electoral que descansa en lo ideológico, y eso es un contenido que permitirá desarrollar las narrativas de campaña desde diferentes posiciones. Veamos.
La fórmula Fernández-Fernández sorprendió como jugada política, una estrategia digna de atención, pero la relación entre Cristina y Alberto se remonta a más de 20 años atrás con el Grupo Calafate. A pesar de las diferencias, en política –algo que nos enseñó David Easton– el sistema tiene “tensiones”, pero la adaptación asegura la supervivencia. Alberto es percibido como un hombre “dialoguista”, y le aporta a la fórmula un status de moderación, aunque el espacio es de centroizquierda, para algunos, solo de centro.
El Binomio Macri-Picchetto de Juntos por el Cambio sorprendió también en la escena política. Picchetto es un peronista de larga data en el Congreso, donde hace 25 años ocupa cargos legislativos. Su trayectoria lo ubica cerca de Menem, de Duhalde después, y con el kirchnerismo tuvo un distanciamiento. Su figura también dialoguista aporta cultura política al PRO, y su encuadre ideológico se encuentra en las antípodas del Frente de Todos (Todes), sus posturas públicas lo sitúan en la centroderecha.
Lavagna-Urtubey es la fórmula que encarna la tercera opción desde el flamante frente “Consenso Federal 2030”, y que en clave ideológica es la que mayor contraste genera. Un espacio donde confluye el socialismo, Margarita Stolbizer con el GEN, es decir, espacios partidarios progresistas, encabezados por un candidato a presidente peronista, Lavagna quien también ha formado parte del gobierno de Néstor, y una figura como Juan Manuel Urtubey, que representa un cariz más conservador que el resto del espacio. En síntesis: un ruido de identidad.
El panperonismo reconoce un lugar común, un común denominador o una gran familia. Una amalgama de sentidos tan diversos que es difícil encontrar su unión saliendo de la arena territorial y estructura partidaria. Más allá de las diferencias de estilo y visión, cabe preguntarse si actualmente el peronismo se encuentra consolidando su hegemonía en versión dispersa, o si la estrategia de dispersión se debe netamente a la conservación del peronismo como símbolo partidario.
*Politóloga. Magíster en Relaciones Internacionales.Docente UNLP.